Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– En la sala de medicina del museo hay un librito -respondió ella mirándolo.

– ¿Hecho con piel de Burke?

Ella asintió con la cabeza.

– Es una lástima lo de Burke -prosiguió-. Parece que fue un hombre afable. Vino como emigrante a Escocia y la pobreza y la casualidad lo impulsaron a la primera venta. Alguien que fue a su casa y murió estaba cargado de deudas, y Burke sabía que en la boyante Facultad de Medicina de Edimburgo escaseaban los cadáveres.

– ¿Vivía muchos años la gente en aquella época?

– Ni mucho menos. Pero ya le digo, decían que un muerto sometido a disección no iba al cielo y los únicos cadáveres disponibles para los estudiantes de medicina eran los de criminales ajusticiados. Sólo con la ley de Anatomía de 1832 se puso fin al robo de cadáveres.

Su voz se fue apagando y pareció como si se hubiera perdido en la evocación del antiguo y sanguinario Edimburgo. Rebus divagaba también mentalmente pensando en ladrones de cadáveres y carteras de piel humana, brujerías y ahorcados. Junto a los ataúdes de la cuarta planta había visto una serie de adminículos de brujería como figuras con huesos, corazones de animales apergaminados con un clavo.

– Vaya lugar, ¿no?

Se refería a Edimburgo, pero ella pensó en el museo.

– Desde niña me he sentido aquí más tranquila que en ningún otro sitio de la ciudad. Tal vez le parezca morboso mi trabajo, inspector, pero serán aún menos las personas que reprueben el mío, que las que reprueben el que hace usted.

– Ha dado en el clavo -dijo Rebus.

– Los ataúdes me interesan porque constituyen un misterio. En la tarea de catalogación nos guiamos por las reglas de identificación y clasificación; las fechas de origen pueden ser dudosas, pero casi siempre sabemos qué es lo que estamos estudiando, ya sea un ataúd, una llave o unos restos romanos.

– Pero en el caso de estos ataúdes no saben concretamente qué significan.

Ella sonrió.

– Exactamente, y eso es frustrante para un especialista.

– Sé lo que se siente -dijo él-. A mí me sucede lo mismo cuando no se resuelve algún caso; no se me va de la cabeza.

– Le das vueltas y más vueltas…, elaborando otras hipótesis…

– Sí, o pensando en nuevos sospechosos.

Se miraron.

– Tal vez tengamos en común más de lo que pensamos -dijo Jean Burchill.

– Es posible, sí -admitió él.

El reloj comenzó a dar la hora pese a que la manecilla aún no estaba situada sobre las doce. Los visitantes se acercaron a él y el público infantil se quedó con la boca abierta al ver el movimiento mecánico de las llamativas figuras. Tras el toque de campanas sonó una música inquietante de órgano. El péndulo era un espejo y al mirarlo Rebus vio su propio reflejo, el de otros visitantes y el del edificio del museo.

– Vamos a observarlo de cerca -dijo Jean Burchill.

Se levantaron y se unieron al resto de espectadores. A Rebus le pareció reconocer dos figuras que representaban a Hitler y a Stalin accionando una sierra.

– Hay otros casos de muñecas aparecidas en otros lugares -reveló Jean Burchill.

– ¿Ah, sí? -dijo Rebus apartando la vista del reloj.

– Lo mejor será que le envíe la información.

* * *

Rebus pasó el resto de aquel viernes esperando que acabase su turno de servicio. Había colocado en la pared las fotos del garaje de David Costello, formando un verdadero rompecabezas con las otras informaciones del caso. El MG era un descapotable azul oscuro y, aunque los especialistas en huellas no tenían permiso para eliminar las huellas del vehículo y de las ruedas, hicieron un examen a fondo. El coche no había sido lavado últimamente; de haberlo sido, le habrían preguntado a David Costello por qué. Habían recogido más fotos de las amistades de Philippa Balfour y se las habían mostrado al profesor Devlin, insertando entre ellas algunas del novio, lo que había motivado la protesta del profesor, que lo consideraba un «truco deleznable».

Habían transcurrido cinco días desde la noche del domingo y era el quinto desde la desaparición. Cuanto más miraba el rompecabezas de la pared, menos claro veía el caso. Pensó en el reloj del milenio, que era todo lo contrario: cuanto más se miraba, más cosas se veían por efecto de aquellas figuritas que surgían de los engranajes. Pensándolo bien, era como un monumento a los desaparecidos; también, en cierto modo, el montaje de la pared, con fotos, faxes, turnos de servicio y diagramas, era un monumento, pero éste, al final, independientemente del resultado, se desmontaría y acabaría archivado en una caja.

No era la primera vez que reflexionaba al respecto; le había sucedido en otros casos, algunos no resueltos con entera satisfacción. Se esforzaba uno por no preocuparse, por mantener la objetividad, como decían en los cursillos de entrenamiento, pero costaba. A Watson le había quedado en el recuerdo aquel chiquillo de su primera semana de servicio en el cuerpo, y él tenía también sus recuerdos. Por eso, al acabar la jornada se fue a casa, se duchó, se mudó y se sentó en su sillón una hora con un vaso de Laphroaig y un disco de los Rolling Stones por compañía. Puso Beggars Banquet para la ocasión y, en realidad, bebió más de un vaso de Laphroaig, en medio de los rollos de alfombras del vestíbulo y de los dormitorios. Los colchones, los armarios…, aquello parecía un mercadillo; pero había paso hasta el sillón y de allí hasta el equipo de música. No necesitaba más.

Después de los Stones se tomó otro vaso de whisky, y puso Hurricane, del disco de Bob Dylan Desire, caso histórico de injusticia y de falsa acusación. Sabía que eso sucedía, unas veces a propósito y otras sin querer. Él había trabajado en casos en que las pruebas señalaban inequívocamente a un individuo, y de pronto surgía alguien confesándose culpable. Y antes, hacía mucho tiempo, hasta se habían llegado a «inventar» un par de criminales por quitárselos de en medio o para satisfacer la exigencia pública de culpables. Y en ocasiones se sabía con certeza quién era el culpable pero era imposible demostrarlo en juicio. Recordaba a un par de policías que se habían pasado de la raya.

Brindó en memoria de ellos y vio su reflejo en la ventana del cuarto de estar. Brindó por él mismo hacia el cristal y luego fue al teléfono a llamar un taxi.

Destino: los bares.

En el Bar Oxford entabló conversación con uno de los clientes habituales y le habló de su viaje a Los Saltos.

– Nunca había oído hablar de ese lugar -añadió.

– Ah, pues yo sí lo conozco -dijo su interlocutor-. ¿Wee Billy no es de allí?

Wee Billy era otro cliente habitual del Oxford que en aquel momento no estaba, pero que vieron entrar al cabo de veinte minutos con su uniforme de cocinero de un restaurante cercano. Se enjugó el sudor de la frente y se acercó a la barra.

– ¿Ya has acabado? -le preguntó uno.

– No, he venido a fumarme un cigarrillo -respondió consultando el reloj-. Por favor, Margaret, una caña.

Mientras la camarera la llenaba, Rebus pidió otra copa y le dijo que le cobrara a él.

– A tu salud, John -dijo Billy sorprendido por la invitación-. ¿Qué tal?

– Ayer estuve en Los Saltos. ¿Es cierto que tú eres de allí?

– Sí, allí nací, pero hace años que no voy.

– Entonces, ¿no conoces a los Balfour?

Billy negó con la cabeza.

– Yo ya estaba estudiando cuando ellos fueron a vivir al pueblo. Gracias, Margaret. A tu salud, John.

Rebus pagó y alzó su cerveza viendo cómo Billy vaciaba media jarra de tres sorbos.

– Dios, ahora me siento mejor.

– ¿Hay mucho trabajo? -preguntó Rebus.

– Lo normal. ¿Así que investigas el caso Balfour?

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