– ¿Quiénes?
– Los jugadores. Ayer tuve que cerrar antes de que acabaran. Anthony debió de ponerse nervioso por no poder ganar a Will.
Siobhan miró el tablero y no vio las fichas dispuestas con arreglo a una estrategia definida. El barbudo dio unos golpecitos sobre el montón de naipes que había a un lado.
– Esto es lo que cuenta -dijo irritado.
– Ah -exclamó Siobhan-, yo no conozco el juego.
– Sí, claro.
– ¿Por qué lo dice?
– Por nada.
Pero Siobhan estaba segura de que insinuaba algo. Era un club privado para hombres y cerrado en todo al sexo contrario.
– No creo que pueda ayudarme -dijo mirando a su alrededor. Sentía picores y ganas de rascarse, pero se contuvo-. Me interesa algo un poco más técnico.
– ¿Qué quiere decir? -replicó el hombre picado.
– Me refiero a juegos de rol con ordenador.
– ¿Interactivos? -inquirió él abriendo los ojos con interés.
Siobhan asintió con la cabeza y él volvió a mirar el reloj, luego se acercó a la puerta y cerró con llave. Ella se puso en guardia, pero él simplemente se dirigió a la puerta del fondo y la invitó a pasar. Siobhan se sintió un poco como Alicia en la entrada del túnel, pero lo siguió.
Bajaron cinco escalones que desembocaban en una sala sin ventanas con poca luz en la que había montones de cajas -más juegos y accesorios, pensó ella-, un fregadero con una tetera y vasos en el escurreplatos. En una mesa de un rincón vio un ordenador que le pareció de última generación con una gran pantalla y un portátil al lado. Preguntó al hombre cómo se llamaba.
– Gandalf -contestó él risueño.
– Digo su verdadero nombre.
– Ya lo sé. Pero aquí es mi verdadero nombre -explicó el hombre sentándose ante el ordenador; lo enchufó y siguió hablando mientras movía el ratón.
Siobhan tardó un instante en percatarse de que era inalámbrico.
– Hay muchos juegos en Internet -continuó el hombre-. Se puede uno incorporar a un grupo que juega contra el programa o contra otros equipos, y hay ligas. ¿Ve? -añadió dando unos golpecitos en la pantalla-. Ésta es la liga Doom. ¿Sabe lo que es Doom? -preguntó mirándola.
– Un juego de ordenador.
El hombre asintió con la cabeza.
– Pero en éste se juega en colaboración con otros contra un enemigo común.
Siobhan leyó los nombres de los jugadores.
– ¿En qué grado se conserva el anonimato? -preguntó.
– ¿Qué quiere decir?
– Me refiero a si el jugador conoce contra quién juega o los nombres de los que forman el otro equipo.
– Si acaso, juegan con un nombre de guerra -respondió el hombre atusándose la barba.
Siobhan pensó en Philippa con su nombre secreto para el correo electrónico.
– Entonces, los jugadores pueden adoptar muchos nombres, ¿no?
– Ah, claro. Docenas. Gente que ha hablado contigo más de cien veces vuelve a ponerse en contacto con otro nombre sin que sepas que ya los conoces.
– ¿Y pueden mentir?
– Si quiere llamarlo así… Esto es un mundo virtual y no hay nada «real». La gente puede inventarse vidas virtuales.
– Estoy investigando un caso en el que interviene un juego.
– ¿Cuál?
– No lo sé, pero tiene niveles como Hellbank y Oclusión y lo dirige un tal Programador.
El hombre volvió a atusarse la barba. Al sentarse ante el ordenador se había puesto unas gafas de montura metálica y la luz del monitor se reflejaba en ellas velando sus ojos.
– No lo conozco -dijo al fin.
– A usted, ¿a qué le suena?
– Suena a juego de rol de localización sencilla, o SIRPS. El Programador asigna tareas o plantea preguntas y puede haber un jugador o docenas.
– ¿Equipos?
– No es fácil saberlo -respondió encogiéndose de hombros-. ¿Cuál es el sitio de la red?
– No lo sé.
– No tiene muchos datos, ¿eh? -replicó él mirándola.
– No -admitió Siobhan.
– ¿Es un caso muy importante? -añadió él con un suspiro.
– Se trata de una joven que ha desaparecido, que participaba en ese juego.
– ¿Y no sabe si existe relación?
– Exacto.
– Preguntaré por ahí -dijo el hombre apoyando lentamente las manos en el vientre-. A ver si podemos localizarle a Programador.
– Si al menos tuviera idea de qué es lo que implica el juego…
El hombre asintió con la cabeza y ella recordó el diálogo con Programador cuando le preguntó sobre Hellbank y él le contestó: «Tienes que entrar en el juego».
Sabía que conseguir un portátil le llevaría tiempo, y aun así tendría que conectarse a Internet. Camino de la comisaría pasó por una tienda de informática.
– El más barato cuesta unas novecientas libras -dijo la vendedora.
Siobhan se estremeció.
– ¿Y cuánto se tarda en conectarse a Internet?
– Depende del servidor que elija -respondió la mujer.
Le dio las gracias y siguió su camino. Podía seguir utilizando el de Philippa Balfour, pero no quería hacerlo por diversos motivos. De pronto tuvo una iluminación y cogió el móvil.
– ¿Grant? Soy Siobhan, podrías hacerme un favor…
El agente Grant Hood se había comprado el portátil por el mismo motivo que había adquirido un DVD, un minirreproductor para discos compactos y una cámara digital. Eran máquinas y la clase de compra con la que se impresiona a los demás. Indudablemente, cada vez que se compraba algún aparato nuevo, en Saint Leonard era el centro de atención durante cinco o diez minutos. Si no él, al menos el aparato. Pero Siobhan había advertido que Grant prestaba fácilmente sus artículos de alta tecnología a quien se los pidiera. Él no los usaba y, si lo hacía, se cansaba al cabo de unas semanas, o quizá nunca pasara de leer el manual; el de la cámara digital abultaba más que el aparato en sí.
Grant se prestó encantado a acercarse a su casa a buscar el ordenador portátil. Siobhan le dijo que sólo iba a utilizarlo para el correo electrónico.
– Ya está preparado -dijo Grant.
– Necesito tu dirección de correo y la contraseña.
– Pero así tienes acceso a mis mensajes -protestó él.
– A ver, Grant, ¿cuántos mensajes tienes tú a la semana?
– Algunos -respondió él a la defensiva.
– No te preocupes. Te los guardaré; y prometo no fisgar.
– Bueno, y luego está lo de mis honorarios -dijo Grant.
– ¿Tus honorarios?
– Podemos hablarlo -añadió él con una sonrisa.
Siobhan cruzó los brazos.
– Bueno, ¿cuáles son? -preguntó.
– No lo sé. Tendré que pensarlo…
Hecha la transacción, Siobhan volvió a su mesa. Ya tenía un conector para adaptar el móvil al portátil, pero antes comprobó en el ordenador de Philippa Balfour si había mensajes de Programador. Nada. Tardó cinco minutos escasos en entrar en la red con la máquina de Grant y desde ella envió un mensaje a Programador dándole la dirección electrónica de Grant.
«Tal vez entre en el juego. Contesta. Siobhan.»
Una vez enviado, dejó la línea abierta. El próximo recibo del móvil sería una fortuna, pero procuró no pensarlo. De momento, el juego era la única pista que tenía y, aunque no hubiera deseado jugar, quería averiguar algo más sobre ello. Vio a Grant al otro lado de la sala hablando con otros dos agentes y mirando hacia ella.
«Que miren», se dijo.
Rebus fue a Gayfield Square pero no había novedades y, aunque la actividad seguía siendo frenética, era evidente que comenzaba a crearse un cierto ambiente de desesperanza. El ayudante del jefe había hecho acto de presencia para que le informasen Gill Templer y Bill Pryde, pero dijo bien claro que había que llegar a una «conclusión rápida». Era la misma expresión que habían repetido después Templer y Pryde, y por eso lo sabía Rebus.
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