Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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– ¡No se acerque! -gritó apartándose el pelo de la cara. Rebus vio que era Jacqueline Balfour-. Perdone… -añadió arrepentida alzando las manos en gesto conciliador-. Lo siento, es que… Sólo dígame qué quiere de nosotros.

En ese momento, Rebus comprendió que aquella acongojada mujer le tomaba por el secuestrador de su hija.

– Señora Balfour -dijo alzando igualmente las manos-, soy policía.

* * *

Cuando por fin dejó de llorar se sentaron los dos en la escalinata, como si quisiera evitar que la casa se apoderara otra vez de ella. Insistió en disculparse y Rebus volvió a decirle que era él quien se disculpaba.

– Pensé que no había nadie en la casa -dijo.

Pero había alguien más: por la puerta apareció una agente de uniforme a quien Jacqueline Balfour ordenó tajantemente que los dejase. Rebus preguntó si deseaba que él también se fuera, pero ella negó con la cabeza.

– ¿Ha venido a decirme algo? -preguntó afligida, devolviéndole el pañuelo mojado de lágrimas; lágrimas causadas por él.

Rebus la instó a que se lo quedara y ella lo dobló cuidadosamente, pero volvió a desdoblarlo rompiendo otra vez a llorar. No había advertido aún la magulladura de las rodillas y, al sentarse, la falda le quedó entre las piernas.

– No hay noticias -dijo Rebus con voz queda, y al ver que lo miraba desesperada añadió-: Tal vez haya una posible pista en el pueblo.

– ¿En el pueblo?

– En Los Saltos.

– ¿Qué clase de pista?

Rebus se arrepintió de haberlo dicho.

– En este momento no estoy autorizado a desvelarlo -respondió, diciéndose que era un error pues ella no tardaría en contárselo por teléfono al marido y él le llamaría para preguntar. Pero aunque no lo hiciera o se le ocultase el extraño hallazgo, la prensa no guardaría tal prudencia.

– ¿Philippa coleccionaba muñecas? -preguntó.

– ¿Muñecas? -inquirió ella dando vueltas al móvil en la mano.

– Es que han encontrado una junto al salto de agua.

La mujer negó con la cabeza.

– No, muñecas no -respondió despacio, como pensando que debía haber habido muñecas en la vida de su hija y que esa carencia era un reflejo de lo mala que era ella.

– Probablemente no es nada -añadió Rebus.

– Probablemente -repitió ella.

– ¿Está en casa el señor Balfour?

– Vuelve más tarde de Edimburgo -añadió ella mirando el teléfono-. No va a llamar nadie, ¿verdad? A los amigos de John les han recomendado dejar libre la línea, igual que a nosotros, por si llaman. Pero estoy segura de que no llamarán.

– ¿Usted no cree que la hayan raptado, señora Balfour?

Ella dijo que no.

– ¿Qué, entonces?

Ella lo miró con los ojos enrojecidos y bolsas bajo los párpados por falta de descanso.

– Está muerta -dijo casi en un suspiro-. ¿No lo cree usted también?

– Es demasiado pronto para pensar eso. Yo conozco casos de personas que aparecieron al cabo de semanas o de meses.

– ¿Semanas o meses? No quiero ni pensarlo… Prefiero saberlo de una vez.

– ¿Cuándo vio a su hija por última vez?

– Hará unos diez días. Fuimos de compras por Edimburgo como de costumbre. No pensábamos comprar nada en concreto, pero comimos juntas.

– ¿Ella venía a casa con frecuencia?

– Él la tenía envenenada -respondió Jacqueline Balfour negando con la cabeza.

– ¿Cómo dice?

– David Costello. Envenenaba sus recuerdos, haciéndole creer que recordaba cosas inexistentes. La última vez que nos vimos, Flip estuvo preguntándome constantemente datos de su infancia; me dijo que había sido desgraciada, que no le prestábamos atención, que no la queríamos. Falsedades.

– ¿Y era David Costello quien le metía esas ideas en la cabeza?

La señora Balfour se irguió y lanzó un profundo suspiro.

– Eso creo yo.

Rebus reflexionó un instante.

– ¿Por qué cree que hacía una cosa así?

– Por ser quien es -respondió escuetamente la señora Balfour.

Sonó el teléfono de improviso y ella buscó torpemente el botón de conexión.

– ¡Diga! Ah, querido, ¿cuándo vuelves? -añadió más tranquila.

Rebus aguardó a que terminase de hablar mientras pensaba en la conferencia de prensa y en la manera de hablar de John Balfour, diciendo «yo» y no «nosotros», como si su esposa no padeciera ni existiera.

– Era mi marido -dijo, y Rebus hizo un gesto afirmativo.

– Pasa mucho tiempo en Londres, ¿verdad? ¿No se encuentra usted algo sola aquí?

– Tengo amigos -replicó ella mirándolo.

– No pretendía decir lo contrario. Además, me imagino que irá mucho a Edimburgo.

– Sí, una o dos veces por semana.

– ¿Ve con frecuencia al socio de su esposo?

Ella volvió a mirarlo.

– ¿A Ranald? Él y su mujer son probablemente nuestros mejores amigos… ¿Por qué lo pregunta?

Rebus hizo como que se rascaba la cabeza.

– No sé. Por dar conversación, supongo.

– Pues no lo haga.

– ¿Darle conversación?

– No me gusta. Me da la impresión de que todos quieren hacerme caer en una trampa. Es como en las fiestas de negocios; John siempre me previene para que no diga nada, porque nunca se sabe si tratan de averiguar cosas del banco.

– Nosotros no somos de la competencia, señora Balfour.

– Claro que no -concedió ella con una leve inclinación de cabeza-. Discúlpeme. Es que…

– No tiene por qué disculparse -dijo Rebus poniéndose en pie-. Está usted en su casa y aquí manda usted, ¿no es así?

– Bueno, ya que lo dice… -respondió ella algo más animada.

Pero Rebus estaba convencido de que, con su marido en casa, quien mandaba y establecía las reglas era él.

* * *

Dentro de la casa encontró a dos colegas cómodamente sentados en el salón. La agente uniformada dijo llamarse Nicola Campbell y el otro policía era del departamento de Investigación Criminal de la Jefatura de Policía de Fettes y se llamaba Eric Bain, pero solían llamarlo Cerebro. Bain estaba sentado frente a un escritorio en el que había un teléfono de línea fija, un bloc de notas con un bolígrafo y una grabadora, además de un móvil conectado a un ordenador portátil. Al comprobar que el que llamaba era el señor Balfour, Bain se había colgado los auriculares del cuello mientras tomaba yogur de fresa directamente del envase; al ver a Rebus, lo saludó con una inclinación de cabeza.

– Qué comodidad aquí -dijo Rebus mirando admirado el salón.

– Y un aburrimiento terrible -añadió Campbell.

– ¿Para qué es el ordenador?

– Es la conexión de Cerebro con los chalados de sus amigos informáticos.

Bain esgrimió un dedo amenazador hacia ella.

– Forma parte de la tecnología de localización de llamadas -explicó concentrado en apurar el yogur, sin advertir que la agente movía los labios hacia Rebus diciendo «chalado».

– Lo que sería estupendo si valiera la pena -opinó Rebus.

Bain asintió con la cabeza.

– Se han recibido muchas llamadas de apoyo de amigos y familiares y una cantidad impresionante de chalados que naturalmente no he apuntado.

– Ten en cuenta que la persona que buscamos puede ser un chiflado -le advirtió Rebus.

– En este pueblo es muy probable que no falten -añadió Campbell cruzando las piernas.

Se había sentado en uno de los tres sofás del salón ante unos ejemplares abiertos de Caledonia y Scottish Field. Al ver más revistas en otra mesita detrás del sofá, Rebus tuvo la impresión de que eran de la casa y ya se las debía de haber leído.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó.

– ¿Ha pasado por el pueblo? ¿No ha visto a esos albinos en los árboles tocando el banjo?

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