– ¡No se acerque! -gritó apartándose el pelo de la cara. Rebus vio que era Jacqueline Balfour-. Perdone… -añadió arrepentida alzando las manos en gesto conciliador-. Lo siento, es que… Sólo dígame qué quiere de nosotros.
En ese momento, Rebus comprendió que aquella acongojada mujer le tomaba por el secuestrador de su hija.
– Señora Balfour -dijo alzando igualmente las manos-, soy policía.
* * *
Cuando por fin dejó de llorar se sentaron los dos en la escalinata, como si quisiera evitar que la casa se apoderara otra vez de ella. Insistió en disculparse y Rebus volvió a decirle que era él quien se disculpaba.
– Pensé que no había nadie en la casa -dijo.
Pero había alguien más: por la puerta apareció una agente de uniforme a quien Jacqueline Balfour ordenó tajantemente que los dejase. Rebus preguntó si deseaba que él también se fuera, pero ella negó con la cabeza.
– ¿Ha venido a decirme algo? -preguntó afligida, devolviéndole el pañuelo mojado de lágrimas; lágrimas causadas por él.
Rebus la instó a que se lo quedara y ella lo dobló cuidadosamente, pero volvió a desdoblarlo rompiendo otra vez a llorar. No había advertido aún la magulladura de las rodillas y, al sentarse, la falda le quedó entre las piernas.
– No hay noticias -dijo Rebus con voz queda, y al ver que lo miraba desesperada añadió-: Tal vez haya una posible pista en el pueblo.
– ¿En el pueblo?
– En Los Saltos.
– ¿Qué clase de pista?
Rebus se arrepintió de haberlo dicho.
– En este momento no estoy autorizado a desvelarlo -respondió, diciéndose que era un error pues ella no tardaría en contárselo por teléfono al marido y él le llamaría para preguntar. Pero aunque no lo hiciera o se le ocultase el extraño hallazgo, la prensa no guardaría tal prudencia.
– ¿Philippa coleccionaba muñecas? -preguntó.
– ¿Muñecas? -inquirió ella dando vueltas al móvil en la mano.
– Es que han encontrado una junto al salto de agua.
La mujer negó con la cabeza.
– No, muñecas no -respondió despacio, como pensando que debía haber habido muñecas en la vida de su hija y que esa carencia era un reflejo de lo mala que era ella.
– Probablemente no es nada -añadió Rebus.
– Probablemente -repitió ella.
– ¿Está en casa el señor Balfour?
– Vuelve más tarde de Edimburgo -añadió ella mirando el teléfono-. No va a llamar nadie, ¿verdad? A los amigos de John les han recomendado dejar libre la línea, igual que a nosotros, por si llaman. Pero estoy segura de que no llamarán.
– ¿Usted no cree que la hayan raptado, señora Balfour?
Ella dijo que no.
– ¿Qué, entonces?
Ella lo miró con los ojos enrojecidos y bolsas bajo los párpados por falta de descanso.
– Está muerta -dijo casi en un suspiro-. ¿No lo cree usted también?
– Es demasiado pronto para pensar eso. Yo conozco casos de personas que aparecieron al cabo de semanas o de meses.
– ¿Semanas o meses? No quiero ni pensarlo… Prefiero saberlo de una vez.
– ¿Cuándo vio a su hija por última vez?
– Hará unos diez días. Fuimos de compras por Edimburgo como de costumbre. No pensábamos comprar nada en concreto, pero comimos juntas.
– ¿Ella venía a casa con frecuencia?
– Él la tenía envenenada -respondió Jacqueline Balfour negando con la cabeza.
– ¿Cómo dice?
– David Costello. Envenenaba sus recuerdos, haciéndole creer que recordaba cosas inexistentes. La última vez que nos vimos, Flip estuvo preguntándome constantemente datos de su infancia; me dijo que había sido desgraciada, que no le prestábamos atención, que no la queríamos. Falsedades.
– ¿Y era David Costello quien le metía esas ideas en la cabeza?
La señora Balfour se irguió y lanzó un profundo suspiro.
– Eso creo yo.
Rebus reflexionó un instante.
– ¿Por qué cree que hacía una cosa así?
– Por ser quien es -respondió escuetamente la señora Balfour.
Sonó el teléfono de improviso y ella buscó torpemente el botón de conexión.
– ¡Diga! Ah, querido, ¿cuándo vuelves? -añadió más tranquila.
Rebus aguardó a que terminase de hablar mientras pensaba en la conferencia de prensa y en la manera de hablar de John Balfour, diciendo «yo» y no «nosotros», como si su esposa no padeciera ni existiera.
– Era mi marido -dijo, y Rebus hizo un gesto afirmativo.
– Pasa mucho tiempo en Londres, ¿verdad? ¿No se encuentra usted algo sola aquí?
– Tengo amigos -replicó ella mirándolo.
– No pretendía decir lo contrario. Además, me imagino que irá mucho a Edimburgo.
– Sí, una o dos veces por semana.
– ¿Ve con frecuencia al socio de su esposo?
Ella volvió a mirarlo.
– ¿A Ranald? Él y su mujer son probablemente nuestros mejores amigos… ¿Por qué lo pregunta?
Rebus hizo como que se rascaba la cabeza.
– No sé. Por dar conversación, supongo.
– Pues no lo haga.
– ¿Darle conversación?
– No me gusta. Me da la impresión de que todos quieren hacerme caer en una trampa. Es como en las fiestas de negocios; John siempre me previene para que no diga nada, porque nunca se sabe si tratan de averiguar cosas del banco.
– Nosotros no somos de la competencia, señora Balfour.
– Claro que no -concedió ella con una leve inclinación de cabeza-. Discúlpeme. Es que…
– No tiene por qué disculparse -dijo Rebus poniéndose en pie-. Está usted en su casa y aquí manda usted, ¿no es así?
– Bueno, ya que lo dice… -respondió ella algo más animada.
Pero Rebus estaba convencido de que, con su marido en casa, quien mandaba y establecía las reglas era él.
* * *
Dentro de la casa encontró a dos colegas cómodamente sentados en el salón. La agente uniformada dijo llamarse Nicola Campbell y el otro policía era del departamento de Investigación Criminal de la Jefatura de Policía de Fettes y se llamaba Eric Bain, pero solían llamarlo Cerebro. Bain estaba sentado frente a un escritorio en el que había un teléfono de línea fija, un bloc de notas con un bolígrafo y una grabadora, además de un móvil conectado a un ordenador portátil. Al comprobar que el que llamaba era el señor Balfour, Bain se había colgado los auriculares del cuello mientras tomaba yogur de fresa directamente del envase; al ver a Rebus, lo saludó con una inclinación de cabeza.
– Qué comodidad aquí -dijo Rebus mirando admirado el salón.
– Y un aburrimiento terrible -añadió Campbell.
– ¿Para qué es el ordenador?
– Es la conexión de Cerebro con los chalados de sus amigos informáticos.
Bain esgrimió un dedo amenazador hacia ella.
– Forma parte de la tecnología de localización de llamadas -explicó concentrado en apurar el yogur, sin advertir que la agente movía los labios hacia Rebus diciendo «chalado».
– Lo que sería estupendo si valiera la pena -opinó Rebus.
Bain asintió con la cabeza.
– Se han recibido muchas llamadas de apoyo de amigos y familiares y una cantidad impresionante de chalados que naturalmente no he apuntado.
– Ten en cuenta que la persona que buscamos puede ser un chiflado -le advirtió Rebus.
– En este pueblo es muy probable que no falten -añadió Campbell cruzando las piernas.
Se había sentado en uno de los tres sofás del salón ante unos ejemplares abiertos de Caledonia y Scottish Field. Al ver más revistas en otra mesita detrás del sofá, Rebus tuvo la impresión de que eran de la casa y ya se las debía de haber leído.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó.
– ¿Ha pasado por el pueblo? ¿No ha visto a esos albinos en los árboles tocando el banjo?
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