– ¿Una cascada?
– Un salto de agua. Querrá usted verlo, ¿verdad?
Más allá de los campos de labranza, la elevación del terreno era suave y costaba imaginar un salto de agua por allí.
– No quisiera gastar el dinero de sus impuestos haciendo turismo -contestó Rebus sonriendo.
– Pero qué va, esto no es turismo…
– ¿Qué, si no?
– Aquello es el lugar del crimen -replicó el hombre exasperado-. ¿Es que no se enteran en Edimburgo…?
Del pueblo salía un camino cuesta arriba que cualquiera de paso habría pensado que no tenía salida, como había creído Rebus, o que era particular. Pero al cabo de unos metros se ensanchaba, y fue allí donde dejó el coche arrimado al lindero. Lo cerró por instinto reflejo de urbanita y saltó la cerca que separaba el camino de un campo donde pastaban unas vacas que le prestaron la misma atención que el labriego. Notó su olor y oyó los resoplidos y el ruido que hacían rumiando, mientras intentaba alcanzar una arboleda sin pisar las boñigas. Seguro que los árboles señalaban el curso del riachuelo donde estaría el salto de agua en el que la mañana anterior había encontrado Beverly Dodds el diminuto ataúd. Cuando vio la cascadita se echó a reír. Era un salto de agua de un metro.
«No es precisamente una catarata del Niágara», dijo para sus adentros agachándose frente a él. No sabía dónde había aparecido la muñeca, pero miró a su alrededor. Era un sitio pintoresco al que seguramente acudirían los lugareños, a juzgar por un par de latas de cerveza y envases de chocolatinas. Se puso en pie y contempló el entorno: pintoresco y aislado, pues no se divisaban casas, y dudaba que alguien hubiese visto quién había dejado la muñeca; suponiendo, claro, que no la hubiese arrastrado la corriente. Lo único visible era el curso sinuoso del riachuelo colina abajo, y pensó que corriente arriba sería todo monte. En el mapa no figuraba siquiera el riachuelo y la panorámica eran unas colinas peladas por las que se podía andar días seguidos sin ver un alma. Se preguntó dónde estaría la casa de los Balfour, pero acabó moviendo la cabeza de un lado a otro. ¿Qué más daba? Aquello…, muñeca o no muñeca, con o sin ataúd, era dar palos de ciego.
Se puso otra vez en cuclillas y metió la mano en el agua con la palma hacia arriba. Era clara y estaba fría. Cogió un poco en el hueco de la mano y la dejó escurrir entre los dedos.
– Yo no la bebería -oyó decir. Alzó la vista y vio a una mujer que salía de entre los árboles. Era delgada y llevaba un vestido largo de muselina que dejaba transparentar su cuerpo. Al acercarse se echó hacia atrás el pelo rubio largo y rizado que le tapaba los ojos-. Los labradores usan abonos químicos que van a parar al riachuelo -explicó-. Organofosfatados y vaya usted a saber qué -añadió estremeciéndose.
– Yo el agua no la pruebo -dijo Rebus incorporándose-. ¿Es usted la señorita Dodds? -preguntó, secándose la mano en la manga.
– Todos me llaman Bev -dijo ella tendiéndole una mano esquelética al extremo de un brazo delgado.
Huesos de pollo, pensó Rebus, con cuidado de no estrechársela con demasiada fuerza.
– Soy el inspector Rebus -dijo-. ¿Cómo sabía que estaba aquí?
– Estaba en la ventana cuando pasó en coche y al ver que entraba en el camino tuve esa intuición -dijo poniéndose de puntillas para acentuar su acierto.
A Rebus le recordaba una quinceañera, pero distaba mucho de serlo por las bolsas bajo los párpados y las arrugas de expresión alrededor de los ojos. Tendría más de cincuenta años, pero conservaba un espíritu juvenil.
– ¿Ha venido a pie?
– Ah, sí -respondió ella mirándose las sandalias abiertas-. Me ha chocado que no viniera primero a mi casa.
– Quería echar un vistazo al lugar. ¿Dónde encontró exactamente la muñeca?
La mujer señaló hacia la cascadita.
– Justo al pie, en la orilla. Estaba totalmente seca.
– ¿Por qué hace esa puntualización?
– Porque sé que habrá pensado si no la traería la corriente.
Rebus no dejó traslucir que, efectivamente, lo había pensado, pero ella pareció notarlo y volvió a erguirse sobre la punta de los pies.
– Y estaba muy a la vista -añadió-, así que no creo que se la olvidaran casualmente porque la habrían recogido.
– ¿Ha pensado alguna vez en hacer carrera en la policía, señorita Dodds?
Ella lanzó un chasquido con la lengua.
– Llámeme Bev, por favor -dijo sin responder a la pregunta, aunque se notaba que le había complacido.
– No la habrá traído, claro.
Ella negó con la cabeza y, como volvió a caerle el pelo sobre la cara, se lo echó de nuevo hacia atrás.
– La tengo en casa.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Hace mucho que vive aquí, Bev?
– Ni siquiera tengo el acento, ¿verdad? -replicó sonriente.
– Le falta bastante -dijo Rebus.
– Soy de Bristol y pasé en Londres… muchos años, ya ni me acuerdo. Al divorciarme salí de estampía y acabé recalando aquí.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Cinco o seis años. La casa donde vivo siguen llamándola «casa de los Swanston».
– ¿Por sus anteriores inquilinos?
Ella asintió con la cabeza.
– En Los Saltos son así, inspector. ¿De qué se ríe?
– No estaba seguro de cómo se pronunciaba.
– Por otra parte -añadió-, tiene gracia, ¿no? Un pequeño salto de agua y lo llaman «Los Saltos». Nadie sabe por qué. -Hizo una pausa-. Esto era un pueblo minero.
– ¿Había minas de carbón? -inquirió Rebus frunciendo el entrecejo.
Ella estiró el brazo hacia el norte.
– A unos dos kilómetros. Las explotaron muy poco. Le hablo de los años treinta.
– ¿La época en que construyeron Meadowside?
Ella asintió con un gesto.
– ¿Ahora ya no hay minas?
– Hace cuarenta años que cerraron. Creo que la mayor parte de la gente de Meadowside está sin trabajo. Ahora es una zona de maleza, pero cuando construyeron las primeras casas sí que era un prado. Después necesitaron seguir construyendo y edificaron más sobre él -añadió estremeciéndose otra vez-. ¿Cree que podrá dar la vuelta al coche?
Rebus asintió con la cabeza.
– Bien, no tenga prisa -dijo ella echando a andar-. Voy a preparar el té. Nos vemos en la Casa del Torno, inspector.
Lo del torno, explicó mientras ponía a hervir el agua para el té, era una referencia al torno de cerámica.
– Todo empezó como una terapia tras la ruptura -añadió haciendo una pausa-, pero descubrí que se me daba bastante bien y creo que a algunos amigos míos de entonces les sorprendió. -Por la manera de decirlo, a Rebus le pareció que esos amigos ya no contaban en su vida-. Así que tal vez el torno sea también las vueltas que da la vida -agregó cogiendo la bandeja y haciéndolo pasar a lo que ella llamaba «la sala».
Era una pieza pequeña de techo bajo llena de dibujos de colores y muestras de lo que Rebus imaginó obra de ella: platos y jarrones de cerámica vidriada azul, que él contempló detenidamente para que la mujer lo advirtiera.
– Son casi todas de las primeras -dijo quitándoles importancia-. Las conservo como recuerdo -añadió con un cascabeleo de pulseras mientras se echaba el pelo hacia atrás.
– Son muy bonitas -dijo Rebus.
Ella sirvió el té y le tendió una taza y un platillo de cerámica gruesa del mismo color azul. Rebus miró alrededor, pero no vio ningún ataúd ni ninguna muñeca.
– Lo tengo en el estudio -dijo ella como si le leyera el pensamiento-. ¿Quiere que lo traiga?
– Haga el favor.
Ella se levantó y salió a buscarlo. Rebus sentía claustrofobia. El té era una hierba sucedánea y pensó en echarlo en un jarrón, pero lo que hizo fue sacar el móvil para ver si había mensajes, mas la pantalla estaba en blanco y no daba señal. Quizá fuese por las gruesas paredes de piedra o porque el pueblo estaba en una zona sin cobertura; sabía que en Lothian este sucedía eso. El único mueble, aparte de la mesa, era una pequeña librería con libros de arte y artesanía sobre todo, y un par de volúmenes con el título de Wiccan. Rebus cogió uno.
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