Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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La sala de estar era austera; apenas había muebles. Daba la impresión de que no recibía visitas de muchos amigos o familiares.

En un extremo de la habitación vio una gran estantería llena de novelas de tapa dura y catálogos de arte, pero no había televisor ni rastro de niños. Era un lugar destinado a trabajar tranquilamente o charlar junto al fuego. Pero nada más.

En el rincón opuesto a la chimenea se alzaba un árbol de Navidad de metro y medio decorado con lucecitas blancas, bolas rojas y unos cuantos adornos navideños hechos a mano que parecían haber pasado de generación en generación. A Bosch le gustó que ella hubiese puesto el árbol, porque demostraba que había continuado con su vida y sus costumbres tras la ruptura matrimonial. Lo había hecho por ella, lo cual le demostró su fortaleza. Aquella mujer poseía una coraza causada por el dolor y quizá la soledad, pero en su interior se ocultaba una gran fuerza. El árbol le dijo a Bosch que era el tipo de persona que sobreviviría a todo aquello. Sola.

– Antes de empezar, ¿puedo preguntarle algo? -dijo ella.

Aunque la luz de la lámpara de lectura que había junto a su butaca era de bajo voltaje, Bosch percibió la intensidad de sus ojos castaños y, una vez más, deseó poder recordar su nombre.

– Pues claro.

– ¿Lo ha hecho usted a propósito? ¿Lo de dejar que llegaran antes los periodistas para no tener que hacer el trabajo sucio? Así es cómo mi marido se refería a la notificación de las familias. Lo llamaba «trabajo sucio», y decía que los detectives siempre intentaban evitarlo.

Bosch notó que se sonrojaba. En el silencio embarazoso que siguió, el tictac del reloj de la chimenea se hizo fortísimo.

– Me dieron la orden hace muy poco. He tardado un rato en encontrar el sitio y…

Bosch se calló. Ella tenía razón.

– Lo siento. Supongo que es cierto. Me lo he tomado con calma.

– No importa. No debería criticarle. Debe de ser un trabajo horrible.

En ese instante Bosch ansió tener un sombrero de fieltro como los que llevaban los detectives de las películas antiguas; de ese modo podría haber jugueteado con él, repasado el ala con los dedos y, en definitiva, habría sabido qué hacer con las manos. En su defecto, Bosch miró a la mujer de Moore con detenimiento y descubrió una belleza estropeada. Debía de rondar los treinta y cinco años y parecía ágil, como una corredora. Tenía el pelo castaño con mechas rubias y la mandíbula bien definida sobre los tensos músculos del cuello. No usaba maquillaje para ocultar los ligeros surcos que rodeaban sus ojos. Llevaba téjanos azules y un suéter de algodón blanco que podría haber pertenecido a su mando. Bosch se preguntó cuánto Calexico Moore quedaba en su corazón.

En realidad, Harry la admiraba por haberle dicho lo del trabajo sucio. Se lo merecía. Al cabo de tres minutos de conocerla, pensó que le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. A alguien de su pasado, tal vez. Junto a aquella fortaleza había una ternura silenciosa. Bosch no podía dejar de mirarla a los ojos; eran como imanes.

– Bueno, soy Harry Bosch -repitió de nuevo, con la esperanza de que ella también se presentara.

– Sí, he oído hablar de usted. Leí algunos artículos en el periódico. Y recuerdo que mi marido le mencionó, creo que cuando le enviaron a la División de Hollywood, hace un par de años. Cal me dijo que una productora le había pagado un montón de dinero por usar su nombre y hacer un largometraje para televisión sobre un caso. También me contó que se había comprado una de esas casas de las colinas.

Bosch asintió y cambió de tema rápidamente.

– No sé lo que le han dicho los periodistas, señora Moore, pero me han enviado para comunicarle que creemos haber encontrado a su marido, muerto. Siento tener que decírselo pero…

– Yo ya lo sabía, usted lo sabía y todos los policías de la ciudad lo sabían. No he hablado con los periodistas, pero no hacía falta. Sólo les he dicho que no quería hacer declaraciones. Cuando tanta gente se presenta un día de Navidad, está claro que vienen a traer malas noticias.

Bosch asintió y miró al sombrero imaginario que tenía en las manos.

– Bueno, ¿me lo va a decir o no? ¿Fue un suicidio? ¿Usó un arma?

Bosch asintió de nuevo y dijo:

– Eso parece, pero no hay nada seguro has…

– Hasta la autopsia, ya lo sé. Soy la mujer de un policía. Bueno, lo era. Sé lo que puede decir y lo que no. Es penoso; ustedes no van a ser claros ni siquiera conmigo. ¡Siempre se guardan algo!

Bosch notó que la mirada de ella se tornaba dura, llena de rabia.

– Eso no es cierto, señora Moore. Estoy intentando suavizar el gol…

– Detective Bosch, si quiere decirme algo, dígamelo.

– Pues sí, fue con un arma. Si quiere los detalles, puedo dárselos. Su marido, si es que era él, se disparó en plena cara con una escopeta. Su rostro ha quedado totalmente destrozado, por lo que primero tenemos que asegurarnos de que era él y después de que se suicidó. No estamos intentando ocultar nada; simplemente aún no tenemos todas las respuestas.

Ella se apoyó en la butaca y quedó fuera de la luz. Entre las sombras, Bosch distinguió la expresión de su rostro. La dureza y la rabia se habían diluido. Sus hombros comenzaron a relajarse. Bosch se sintió avergonzado.

– Lo siento -se disculpó-. No sé por qué le he contado todo eso. Tendría que haberle…

– No importa. Supongo que me lo merecía… Yo también lo siento.

Ella lo miró sin rabia en los ojos. Ahora que había roto la coraza que la protegía, Bosch comprendió que necesitaba compañía. Por muchos árboles de Navidad y reseñas de libros que tuviera, la casa era demasiado grande y oscura para ella sola en ese momento. Sin embargo, había algo más que lo empujaba a quedarse: el hecho de que se sintiera instintivamente atraído por ella. Bosch nunca se había ajustado a la teoría de la atracción de polos opuestos, sino todo lo contrario; siempre había visto algo de él en las mujeres que le habían interesado. No comprendía por qué, pero así era. Y en aquel preciso momento lo atraía una mujer de la cual desconocía hasta el nombre. Quizá fuera una proyección de sus propias necesidades, pero en cualquier caso aquella mujer le había interesado; Bosch quiso averiguar la causa de los surcos alrededor de aquellos ojos afilados. Como las de Bosch, las cicatrices de ella parecían estar dentro, enterradas en lo más hondo de su ser. En cierto modo eran iguales y Bosch lo sabía.

– Lo siento, pero no recuerdo su nombre. El subdirector sólo me dio su domicilio y me dijo que viniese.

Ella sonrió al comprender su problema.

– Sylvia.

Él asintió con la cabeza.

– Sylvia. Oiga, ¿eso que huele tan bien no será café?

– Sí. ¿Quiere una taza?

– Me encantaría, si no es mucha molestia.

– En absoluto.

Cuando ella se levantó a buscarlo, Bosch se arrepintió de habérselo pedido.

– Aunque… quizá debería irme. Usted tiene mucho en qué pensar y yo la estoy molestando. He…

– Por favor, quédese. Me vendrá bien un poco de compañía.

Ella no esperó a que él respondiera. El fuego crepitó cuando las llamas encontraron la última bolsa de aire. Bosch observó a Sylvia mientras se alejaba. Esperó un segundo, echó otro vistazo a la habitación y la siguió hasta la cocina.

– El café solo, por favor.

– Como todos los policías.

– No le caemos muy bien, ¿verdad?

– Bueno, digamos que no he tenido mucha suerte con ellos.

Ella le dio la espalda mientras ponía dos tazas en la encimera y servía el café. Bosch se apoyó contra la puerta de la nevera. No sabía qué decir ni si debía hacer preguntas sobre el caso o no.

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