Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Moore golpeó la barra con la jarra de cerveza vacía hasta que el camarero alzó la vista y el policía le indicó que quería otra ronda. Moore comenzaba a ponerse de mal humor y Bosch aún no le había sacado gran cosa.

– Necesito llegar más arriba, a los mayoristas. ¿Puedes buscarme algo? Llevo tres semanas con esto y aún no he averiguado nada, así que tengo que encontrar algo o pasar página.

Moore tenía la vista fija en la hilera de botellas de detrás de la barra.

– Lo intentaré -prometió-. Pero tienes que recordar que nosotros no nos dedicamos al hielo negro. Nuestro trabajo diario es la coca, el polvo, un poco de marihuana; nada de sustancias exóticas. Somos una brigada de números, tío. Pero tengo un contacto en la DEA. Hablaré con él.

Bosch consultó su reloj. Eran casi las doce y quería irse. Moore encendió otro cigarrillo, pese a que todavía tenía uno ardiendo en el cenicero repleto de colillas. A Harry todavía le quedaban una cerveza y un chupito, pero se levantó y comenzó a rebuscar en sus bolsillos.

– Gracias, tío. Ya me dirás algo.

– Claro -contestó Moore. Al cabo de un segundo añadió-: Eh, Bosch.

– ¿Qué?

– En la comisaría me hablaron de ti. Bueno, lo de que estuviste suspendido. Me estaba preguntando si conocerías a un tal Chastain de Asuntos Internos.

Bosch pensó un momento. John Chastain era uno de los mejores. En Asuntos Internos, las querellas se clasificaban como justificadas, injustificadas o infundadas. John era conocido como Chastain el Justificador .

– He oído hablar de él -contestó Bosch-. Es un pez gordo, tiene un grupo a su cargo.

– Sí, ya sé qué rango tiene. Eso lo sabe todo el mundo, joder. Lo que quiero decir es… ¿es uno de los que te investigaron a ti?

– No, fueron otros.

Moore asintió. Entonces alargó el brazo, cogió el chupito de Bosch y se lo bebió de un trago

– Oye, ¿tú crees que Chastain es bueno? ¿O es de esos a los que el traje les hace brillos en el culo?

– Supongo que eso depende de lo que quieras decir con bueno. Personalmente no creo que ninguno de ellos sea bueno. Con un trabajo como ése es imposible. Pero te aseguro que si les das la más mínima oportunidad, cualquiera de ellos te quemará vivo y tirará las cenizas al mar.

Bosch se debatió entre preguntarle lo que pasaba y dejarle en paz. Moore no dijo nada; estaba dándole a Bosch la posibilidad de elegir, pero éste decidió no entrometerse.

– Si la tienen tomada contigo, no hay mucho que hacer. Llama al sindicato y consíguete un abogado. Haz lo que él diga y no des a esos buitres más de lo estrictamente necesario.

Moore asintió una vez más sin decir palabra. Harry puso dos billetes de veinte dólares para cubrir la cuenta y la propina y se marchó. Ésa fue la última vez que vio a Moore.

Al llegar a la autopista de Antelope, Bosch puso rumbo al noreste. En el paso elevado de Sand Canyon echó un vistazo al carril contrario y vio una furgoneta blanca con un nueve muy grande en el lateral, lo cual significaba que la esposa de Moore ya lo sabría cuando él llegara hasta allí. Harry se sintió culpable, pero también aliviado de no ser el portador de la mala noticia.

Aquello le hizo pensar que ignoraba el nombre de la viuda. Irving sólo le había dado una dirección, asumiendo que Bosch lo sabría. Al salir de la autopista y coger la carretera de la sierra, intentó recordar los artículos de periódico que había leído durante la semana. Todos mencionaban a la mujer de Moore.

Pero no le vino a la cabeza. Se acordaba de que era maestra; profesora de lengua en un instituto del valle de San Fernando. Recordaba que ella y su marido no tenían hijos y que llevaban separados unos cuantos meses. No obstante, el nombre se le resistía.

Cuando finalmente Bosch llegó a Del Prado, se fijó en los números pintados en los bordillos y aparcó delante del que había sido el hogar de Cal Moore. Era una casa típica, estilo rancho, prácticamente idéntica a todas las viviendas que constituían las urbanizaciones satélites de Los Ángeles y cuyos habitantes congestionaban las autopistas de la ciudad. La casa de los Moore parecía grande, de unas cuatro habitaciones, algo que a Bosch se le antojó un poco extraño para una pareja sin niños. Tal vez habían tenido planes en algún momento.

La luz del porche no estaba encendida. No esperaban ni querían ver a nadie. A pesar de la oscuridad, Bosch comprobó que el césped del jardín de la entrada estaba descuidado. La hierba alta rodeaba un cartel blanco de la inmobiliaria Ritenbaugh plantado cerca de la acera.

Fuera no había ningún coche aparcado y la puerta del garaje estaba cerrada. Las dos ventanas de la vivienda eran como agujeros negros. Una sola luz brillaba débilmente tras la cortina del ventanal junto a la puerta de entrada. Bosch se preguntó cómo sería la mujer de Moore y si en esos instantes sentiría culpa o rabia. O tal vez ambas cosas.

Bosch arrojó al suelo su cigarrillo y salió del coche. Al dirigirse hacia la puerta, pasó por delante del triste cartel de «Se vende».

Capítulo 4

El felpudo de la entrada decía BIENVENIDOS, pero estaba muy gastado y hacía tiempo que nadie se había preocupado de limpiarlo. Bosch se fijó en todo esto porque mantuvo la cabeza baja después de llamar a la puerta. Hubiera hecho cualquier cosa para evitar enfrentarse a los ojos de aquella mujer.

Tras la segunda llamada, se oyó su voz.

– Váyanse. Sin comentarios.

Bosch sonrió, pensando en que él había empleado la misma expresión aquella noche.

– ¿Señora Moore? No soy periodista. Soy de la policía de Los Ángeles.

La puerta se abrió unos cuantos centímetros y apareció la cara de ella, apenas visible en el contraluz. Bosch advirtió que había una cadena y le mostró su placa.

– ¿Sí?

– ¿Señora Moore?

– ¿Sí?

– Soy Harry Bosch… detective del Departamento de Policía de los Ángeles. Me han enviado para… ¿puedo pasar? Tengo que… hacerle unas preguntas e informarle de unos… acontecimientos…

– Llega tarde. Ya han venido el Canal 4, el 5 y el 9. Cuando usted llamó, pensaba que sería otro canal. El 2 o el 7.

– ¿Le importa que entre, señora Moore?

Bosch se guardó la placa. Ella cerró de nuevo y él oyó que corría la cadena. Cuando la puerta se abrió ella le hizo un gesto para que pasara. Al entrar, observó que el recibidor estaba decorado con azulejos mexicanos de color teja. En la pared había un espejo redondo, en el que Bosch vio reflejada a la mujer de Moore, cerrando la puerta con un pañuelo en una mano.

– ¿Va a tardar mucho? -preguntó ella.

Bosch dijo que no y ella lo condujo hacia la sala de estar, donde se sentó en una butaca de cuero marrón que, además de parecer muy cómoda, estaba estratégicamente situada junto a la chimenea. Frente a ésta, había un sofá al parecer reservado a los invitados y que la mujer de Moore ofreció a Bosch. En la chimenea aún ardían los últimos rescoldos de un fuego y en la mesita junto a la butaca había una caja de pañuelos de papel y una pila de hojas. Tenían aspecto de informes o manuscritos; algunos de ellos estaban enfundados en carpetas de plástico.

– Son reseñas de libros -explicó ella al detectar su mirada-. Les pedí a mis alumnos que escribieran una antes de Navidad. Iban a ser mis primeras Navidades sola y quería tener algo que hacer.

Bosch asintió con la cabeza y echó un vistazo a su alrededor. En su trabajo obtenía mucha información sobre la gente a partir de sus casas y su manera de vivir. A menudo las personas ya no estaban ahí para contarle nada, así que se veía obligado a deducir a partir de sus observaciones, una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso.

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