Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Sí, lo he leído.

– Bueno, pues hay una frase que me sé de memoria. «No hay trampa más mortífera que la que uno se tiende a sí mismo». Cuando la leo, siempre pienso en mi marido. Y en mí.

Ella volvió a echarse a llorar, aunque lo hizo silenciosamente, sin apartar la vista de Bosch. Esa vez él no asintió, sino que, detectando la necesidad en sus ojos, atravesó la habitación y le puso la mano sobre el hombro. Bosch se sintió un poco incómodo, pero entonces ella se acercó a él y apoyó la cabeza contra su pecho. Harry la dejó llorar hasta que ella se retiró.

Una hora más tarde Bosch estaba en su casa. Tras recoger la copa de vino y la botella de la mesa del comedor, salió a la terraza y se quedó pensando hasta altas horas de la madrugada. El brillo del incendio en el paso había desaparecido, pero en su lugar algo ardía dentro de él.

Calexico Moore había hallado la respuesta a una pregunta que todo el mundo lleva dentro de sí; una pregunta que Harry Bosch también había deseado responder. «He descubierto quién era yo».

Y eso lo había matado. Aquel pensamiento fue para Bosch como un puñetazo en las entrañas, en los confines más secretos de su corazón.

Capítulo 5

El jueves, es decir, el día después de Navidad, fue uno de esos días de postal. No había ni rastro de contaminación en el aire. El incendio de las colinas se había apagado y la brisa del Pacífico había dispersado el humo hacía horas. La cuenca de Los Ángeles yacía bajo un nítido cielo azul salpicado de nubes algodonosas.

Bosch eligió el camino más largo para llegar al centro; descendió por Woodrow Wilson hasta cruzar Mulholland y después tomó la ruta sinuosa que atraviesa Nichols Canyon. A Harry le encantaba ver las montañas alfombradas de glicinias azules y escarchadas lilas, y aquellas antiguas mansiones de un millón de dólares que daban a la ciudad su aura de gloria decadente. Mientras conducía, recordó la noche anterior y lo que había sentido al consolar a Sylvia Moore. Como si fuera uno de esos policías serviciales que aparecen en las ilustraciones de Norman Rockwell; como si realmente hubiera servido de ayuda a alguien.

Tras descender de las colinas, Bosch cogió Genesee y luego Sunset Boulevard hasta llegar a Wilcox. Después de aparcar detrás de la comisaría, pasó por delante de la celda de borrachos y entró en la oficina de detectives, donde el ambiente estaba más cargado que un cine pomo. Los detectives trabajaban en sus mesas, cabizbajos; la mayoría hablaban por teléfono a media voz o tenían las caras sepultadas bajo una montaña de papeles que los tiranizaba diariamente.

Al sentarse en la mesa de Homicidios, Harry miró a Jerry Edgar, su compañero ocasional. Desde hacía un tiempo los detectives apenas investigaban en parejas. La oficina andaba escasa de personal, ya que no habían contratado ni ascendido a nadie por recortes en el presupuesto. Aquél era el motivo de que sólo hubiera cinco detectives en la mesa de Homicidios. El jefe de la brigada, el teniente Harvey Pounds, más conocido como Noventa y ocho , lograba que funcionase haciendo que sus hombres trabajaran en solitario excepto en casos clave, en misiones peligrosas o cuando tenían que arrestar a alguien. A Bosch no le importaba porque le gustaba trabajar solo, pero los demás detectives se quejaban.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Bosch a Edgar-. ¿Moore?

Edgar asintió. Estaban solos en la mesa. Shelby Dunne y Karen Moshito solían entrar a las nueve y Lucius Porter llegaba a las diez, si es que estaba suficientemente sobrio.

– Hace un momento Noventa y ocho ha anunciado que las huellas dactilares del cadáver coinciden con las de Moore. Ya no hay duda de que el tío se voló la tapa de los sesos.

Permanecieron en silencio unos minutos. Harry comenzó a hojear los papeles esparcidos sobre su mesa, pero no consiguió sacarse a Moore de la cabeza. Se imaginó a Irving, Sheehan o quizá Chastain, llamando a Sylvia Moore para comunicarle que la identificación había sido confirmada. Harry sintió que se evaporaba ante sus ojos la débil conexión que tenía con el caso. En ese momento notó que había alguien detrás de él. Y efectivamente, allí estaba Pounds.

– Harry, ven.

Una invitación a la «pecera». Bosch miró a Edgar, que hizo un gesto de «ni idea», y siguió al teniente hasta el fondo de la oficina. El despacho de Pounds era una pequeña habitación con ventanas en tres de las paredes, lo cual le permitía controlar a sus subordinados, al tiempo que le servía para limitar su contacto con ellos; gracias a él no tenía que oírlos, olerlos o conocerlos. Esa mañana, las persianas con las que se protegía de ellos, estaban subidas.

– Siéntate, Harry. Ya sabes que no se puede fumar. ¿Has pasado unas buenas Navidades?

Bosch lo miró sin decir nada. Le incomodaba que aquel hombre le llamara Harry y le preguntara sobre la Navidad. Dudó unos momentos antes de sentarse.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– No te pongas agresivo, Harry. Soy yo el que debería estar enfadado. Acabo de enterarme de que pasaste casi toda la noche de Navidad en ese motel, el Hideaway. No me parece normal que te presentaras allí, especialmente cuando te dijeron que no te necesitaban y que Robos y Homicidios estaba llevando la investigación.

– Estaba de servicio -le replicó Bosch-. Tendrían que haberme avisado. Fui a ver qué pasaba y al final resultó que Irving me necesitó.

– Está bien, pero ya vale. Me han pedido que te diga que te olvides del caso Moore.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que he dicho.

– Mira, si…

– Dejémoslo, ¿vale? -Pounds levantó las ma nos en un gesto conciliador. A continuación se pellizcó la nariz al notar los primeros síntomas de un dolor de cabeza; abrió el cajón central de su mesa y sacó un pequeño frasco de aspirinas.

»Ya basta -insistió Pounds. Hizo una pausa para tragarse dos aspirinas sin agua-. No me parece… no creo que haga falta…

Pounds tosió y se levantó de la mesa de un salto. Tras sortear a Bosch y salir de la «pecera», se dirigió hacia el surtidor de agua situado junto a la puerta de la oficina. Bosch ni siquiera lo miró. Al cabo de unos instantes Pounds regresó y continuó con su discurso.

– Perdona. Bueno, lo que iba diciéndote es que no quiero discutir cada vez que te llamo a mi despacho. Creo que tienes que resolver este problema tuyo con la estructura jerárquica del departamento. Porque te pasas de la raya.

Bosch se fijó en el polvo de aspirina que se acumulaba en la comisura de los labios de Pounds. El teniente volvió a aclararse la garganta.

– Sólo quería hacerte un comentario por tu propio bi…

– ¿Por qué no se lo haces a Irving?

– Yo no he dicho… Mira, Bosch, olvídalo. Te he avisado y basta. Si tienes alguna teoría sobre el caso Moore, olvídala. Ya está controlado.

– Seguro.

Dándose por avisado, Bosch se levantó. Aunque sentía ganas de arrojar a ese tío por la ventana de su propio despacho, decidió que se conformaría con fumarse un pitillo junto a la celda de borrachos.

– Siéntate -le ordenó Pounds-. No te he llamado por eso.

Bosch volvió a sentarse y esperó en silencio, al tiempo que Pounds intentaba recobrar la compostura. El teniente sacó una regla de madera de su cajón y comenzó a juguetear con ella mientras hablaba.

– Harry, ¿sabes cuántos casos de homicidio ha llevado nuestra división este año?

La pregunta no venía a cuento. Harry se preguntó qué se traía entre manos el teniente Pounds. Bosch sabía que él había llevado once casos, pero había estado fuera de servicio durante seis semanas en verano mientras se recuperaba en México de una herida de bala. En todo el año, calculó que la unidad de homicidios habría llevado unos setenta casos.

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