Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Capítulo 20

Calexico era como la mayoría de ciudades fronterizas: polvorienta y construida a ras de suelo. La calle principal era una abirragada mezcla de letreros de neón y plástico donde los omnipresentes arcos dorados de MacDonald's eran el único icono reconocible -aunque no necesariamente reconfortante- entre las oficinas de seguros de automóviles y las tiendas de recuerdos mexicanos.

En la ciudad la ruta 86 se une a la 111, una carretera que conduce directamente a la frontera. Se había formado una cola de cinco manzanas hasta la garita de cemento ennegrecida por el humo de los tubos de escape donde la policía federal mexicana controlaba el paso de vehículos. A Bosch le recordó la caravana de las cinco de la tarde para entrar en la autopista 101 desde Broadway. Antes de quedarse atrapado en ella, Harry torció al este en Fifth Street, pasó por delante del Hotel de Anza y condujo dos manzanas hasta la comisaría de policía. Ésta se albergaba en un edificio de dos plantas pintado de un amarillo chillón. Por los rótulos de fuera Bosch comprendió que también hacía las veces de ayuntamiento. Y de cuartel de bomberos. Y de sede de la Asociación Histórica.

Bosch encontró un espacio para aparcar justo delante. Al abrir la puerta del coche, cubierto de polvo tras el largo viaje, oyó gente que cantaba en el parque al otro lado de la calle. Cinco mexicanos bebían Budweiser alrededor de una mesa de picnic. Un sexto hombre, que lucía una camisa de vaquero negra con bordados blancos y un Stetson de paja, tocaba la guitarra y entonaba una canción en español. Como cantaba despacio, Harry no tuvo problema en entenderla:

No sé cómo quererte,

ni siquiera sé como abrazarte,

porque lo que nunca me deja

es este dolor que me atormenta.

La voz quejumbrosa del cantante se oía claramente por todo el parque. A Bosch le encantó la canción, así que se apoyó contra el coche y se quedó fumando hasta que el hombre hubo acabado.

Los besos que me diste, mi amor

son los que me están matando.

Pero mis lágrimas se están secando

con mi pistola y mi corazón,

y aquí como siempre voy viviendo,

con la pistola y el corazón.

Al terminar, los hombres de la mesa de picnic aplaudieron y brindaron con las cervezas.

Bosch se dirigió hacia la puerta de cristal marcada con la palabra «Policía» y entró en una habitación maloliente del tamaño de la parte trasera de una camioneta. A la izquierda había una máquina de Coca-Cola, enfrente una puerta de cierre electrónico y a la derecha una ventanilla de cristal grueso con una bandeja para pasar objetos de un lado a otro. Detrás del cristal se hallaba un agente uniformado y, al fondo, una mujer sentada frente a una centralita de radio. Un poco más allá de la centralita había una pared con unas taquillas cuadradas de unos treinta por treinta centímetros.

– No se puede fumar -le advirtió el hombre.

El agente, un hombre gordo con gafas de espejo, lucía una placa con su nombre sobre el bolsillo de la camisa. Se llamaba Gruber. Bosch retrocedió, abrió la puerta y arrojó la colilla fuera.

– No sé si sabe que en Calexico ensuciar las calles se castiga con una multa de cien dólares.

Harry le mostró su placa e identificación.

– Mándeme la factura -dijo-. Necesito consignar una pistola.

Gruber sonrió de manera burlona, revelando unas feas encías liliáceas.

– Yo masco tabaco. Así me evito ese problema.

– Ya lo veo.

Gruber frunció el ceño y tuvo que pensar un momento antes de comprender el comentario.

– Pues démela -dijo finalmente-. Para consignar una pistola primero hay que entregarla.

Gruber se volvió hacia la operadora para ver si lo apoyaba en este duelo verbal, pero ella permaneció impasible. Mientras observaba la presión que ejercía la barriga de Gruber sobre los botones de su uniforme, Bosch se sacó la cuarenta y cuatro de la funda y la depositó en la bandeja.

– Cuarenta y cuatro -anunció Gruber, al tiempo que levantaba la pistola para examinarla-. ¿Quiere dejar la funda?

Bosch no había pensado en eso. Necesitaba la pistolera; si no, tendría que meterse la Smith en la cintura y arriesgarse a que se le cayera si tenía que correr.

– No -respondió-. Sólo la pistola.

Gruber le guiñó el ojo y se la llevó a las taquillas, abrió una y metió la pistola dentro. Después de cerrarla, cogió la llave y volvió a la ventanilla.

– ¿Me deja ver su identificación? Tengo que hacerle un recibo.

Bosch dejó caer su cartera en la bandeja y contempló a Gruber mientras rellenaba lentamente un recibo por duplicado. El hombre parecía tener que consultar el documento de identidad cada dos letras.

– ¿De dónde ha sacado ese nombre?

– Puede escribir Harry para abreviar.

– No pasa nada. Ya se lo escribo, pero no me pida que lo pronuncie.

Cuando Gruber terminó, puso los recibos en la bandeja y le pidió a Harry que los firmara, cosa que éste hizo con su propio bolígrafo.

– Vaya, vaya. Un zurdo que deja una pistola para diestros -comentó Gruber-. Qué cosa tan rara.

Gruber volvió a guiñarle el ojo a Bosch, pero éste simplemente lo miró.

– Sólo era un comentario -se disculpó el agente.

Harry dejó uno de los recibos en la bandeja y, a cambio, Gruber le entregó la llave numerada de la taquilla.

– Cuidado, no la pierda -le dijo.

Cuando Bosch volvió al Caprice, los hombres seguían en la mesa de picnic, pero ya no cantaban. Entró en el coche y guardó la llave de la consigna en el cenicero, que nunca usaba cuando fumaba. Al arrancar, Harry se fijó en un viejo de pelo blanco que abría la puerta bajo el rótulo de Sociedad Histórica. Finalmente Bosch dio marcha atrás y puso rumbo al hotel.

El Hotel de Anza era un edificio de tres pisos de estilo colonial con una antena parabólica en el tejado.

Bosch aparcó en el sendero enladrillado de la entrada; su plan era registrarse, dejar las bolsas en la habitación, lavarse la cara y después cruzar la frontera hacia Mexicali. Cuando entró en el establecimiento, vio a un chico tras el mostrador vestido con una camisa blanca y una pajarita marrón a conjunto con el chaleco. No tendría mucho más de veinte años. En el chaleco, una chapa lo identificaba como Miguel, auxiliar de recepción.

Bosch pidió una habitación, rellenó un impreso y se lo devolvió al recepcionista.

– Ah sí, señor Bosch. Tenemos varios mensajes para usted.

Entonces Miguel se dirigió hacia una cesta metálica y sacó tres papelitos. Dos de los recados eran de Pounds y el otro de Irving. Bosch comprobó la hora de cada llamada y descubrió que las tres se habían producido en las últimas dos horas. Primero Pounds, luego Irving, luego Pounds otra vez.

– ¿Tenéis un teléfono? -le preguntó a Miguel.

– Sí, señor. Allá a la derecha.

Harry se quedó mirando el auricular pensando en qué hacer. Pasaba algo ya que, de otro modo, no habrían intentado localizarlo con tanta urgencia. Algo había ocurrido que les había obligado a llamarlo a su casa y oír el mensaje grabado en el contestador. ¿Qué podía haber sucedido? Usando su tarjeta de crédito telefónica, Bosch llamó a la mesa de Homicidios con la esperanza de que algún colega le contara lo que estaba pasando. Jerry Edgar contestó casi inmediatamente.

– Jed, ¿qué pasa? Me salen mensajes de los jefazos hasta de las orejas.

Hubo un largo silencio. Demasiado largo.

– ¿Jed?

– Harry, ¿dónde estás?

– En el sur.

– ¿Dónde?

– ¿Qué pasa, tío?

– Estés donde estés, Pounds te quiere aquí. Nos ha ordenado que te dijéramos que volvieses a toda leche. Dice que…

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

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