La plaza estaba llena de gente y de vendedores ambulantes de artesanía y sobre todo de comida. En las escaleras frontales del edificio, varias niñas se acercaron a él con la mano extendida, intentando venderle goma de mascar o pulseritas hechas con hilos de colores. Bosch dijo que no gracias. Cuando abrió la puerta del vestíbulo, casi se estrelló contra una mujer bajita que llevaba en el hombro una bandeja con seis empanadas.
Dentro del edificio, Bosch pasó a una sala de espera con cuatro filas de sillas de plástico de cara a un mostrador en el que se apoyaba un agente de uniforme. Casi todas las sillas estaban ocupadas y casi todo el mundo tenía la vista fija en el agente. El hombre llevaba gafas de espejo y estaba leyendo el periódico.
Bosch se acercó y le dijo en español que tenía una cita con el investigador Carlos Águila. Después abrió la cartera que contenía su placa y la depositó sobre el mostrador. El hombre no parecía impresionado, pero lentamente alargó el brazo y sacó un teléfono. Era un viejo aparato de disco, mucho más antiguo que el edificio donde estaban y a Bosch le pareció que tardaba años en marcar el número.
Al cabo de un momento, el agente se puso a hablar en un español tan rápido que Harry sólo comprendió unas pocas palabras: «capitán», «gringo», «sí», «Departamento de Policía de Los Ángeles», «investigador». También le pareció que el hombre decía «Charlie Chan». Después de escuchar unos momentos, el agente colgó y, sin mirar a Bosch, le indicó con el pulgar una puerta situada detrás de él. Luego reanudó su lectura. Harry pasó al otro lado del mostrador, abrió la puerta y llegó a un pasillo que se bifurcaba a izquierda y derecha con muchas puertas a cada lado, así que volvió a la sala de espera, golpeó suavemente la espalda al agente y le preguntó cómo ir.
– Al fondo, la última puerta -respondió el agente en inglés y apuntó al pasillo de la izquierda.
Bosch siguió sus instrucciones hasta llegar a una sala amplia en la que encontró varios hombres, unos de pie y otros sentados en sofás. En las paredes donde no había sofás, había bicicletas apoyadas. Y en la única mesa de la oficina una chica escribía a máquina mientras un hombre parecía dictarle algo. Harry se fijó en que el hombre llevaba una Beretta de nueve milímetros metida en la cintura de sus pantalones de lana gruesa. Entonces comprobó que los demás también llevaban pistolas en el cinto o en los pantalones, por lo que dedujo que se hallaba en la oficina de detectives.
En cuanto repararon en su presencia, los detectives se callaron. Bosch preguntó al hombre más cercano por Carlos Águila y éste gritó hacia una puerta al fondo de la sala. De nuevo, hablaba demasiado deprisa, pero Bosch volvió a oír la palabra «Chan» y se preguntó qué quería decir en español. El hombre señaló con el pulgar a la puerta y Bosch caminó hacia allá. Oyó unas risitas a sus espaldas, pero no se volvió.
La puerta que le habían indicado daba a un pequeño despacho con una sola mesa. Detrás de ella estaba sentado un hombre de pelo gris y ojos cansados fumando un cigarrillo. Los únicos objetos que había sobre la mesa eran un diario mexicano, un cenicero de cristal y un teléfono. Otro hombre más joven, sentado en una silla junto a la pared, parecía observar a Bosch a través de las omnipresentes gafas de espejo. A no ser que estuviera durmiendo.
– Buenos días -lo saludó en español el hombre mayor, que inmediatamente pasó al inglés-: Usted es el detective Harry Bosch, ¿no? Yo soy el capitán Gustavo Greña. Hablamos ayer.
Bosch alargó el brazo y le dio la mano. Entonces Greña le indicó al hombre de las gafas de espejo.
– Y éste es el investigador Águila, la persona que ha venido a ver. ¿Qué ha traído de Los Ángeles?
Águila, el agente que había enviado la solicitud de información al consulado de México en Los Ángeles, era un hombre pequeño de pelo moreno y piel clara. Aunque tenía la frente y la nariz rojas por el sol, Bosch atisbo la piel blanca que asomaba por el cuello abierto de la camisa. Águila llevaba téjanos y botas de cuero negro. Saludó a Bosch con la cabeza, pero no se molestó en darle la mano.
Como no había ninguna silla donde sentarse, Harry simplemente se acercó a la mesa y depositó el archivo. Acto seguido abrió la carpeta y sacó las fotos del cadáver de Juan 67 tomadas en el depósito; una de la cara y otra del tatuaje. Se las pasó a Greña, quien las estudió un momento y volvió a dejarlas sobre la mesa.
– ¿También está buscando aun hombre? ¿Al asesino, quizá? -preguntó Greña.
– Existe la posibilidad de que lo mataran aquí y de que los asesinos se llevaran el cuerpo a Los Ángeles. De ser así, su departamento debería buscar al culpable…
Greña lo miró desconcertado.
– No lo entiendo -dijo-. ¿Por qué? ¿Por qué iban a hacer eso? Me parece que se equivoca, detective Bosch.
Bosch se encogió de hombros. No quería insistir, de momento.
– Bueno, primero me gustaría confirmar la identificación y luego ya veremos.
– Muy bien -respondió Greña-. Le dejo con el investigador Águila, pero debo informarle de que la empresa que mencionó ayer por teléfono, EnviroBreed… Bueno, yo he hablado personalmente con el director y él me ha asegurado que su hombre no trabajó allí. Ya ve, le he ahorrado el trabajo de ir.
Greña asintió con la cabeza como diciendo que no había sido ninguna molestia y que no hacía falta que se lo agradeciera.
– ¿Cómo pueden saberlo si todavía no tenemos la identificación?
Greña dio una profunda calada al cigarrillo, dándose más tiempo para pensar la respuesta.
– Cuando mencioné el nombre de Fernal Gutiérrez-Llosa, el director me dijo que nunca había tenido un empleado con ese nombre. EnviroBreed es una empresa contratada por el gobierno de Estados Unidos; debemos ir con cuidado… No queremos perjudicar nuestras relaciones comerciales con el extranjero.
Greña se levantó, dejó su cigarrillo en el cenicero y, tras despedirse de Águila con un gesto, salió del despacho. Bosch se quedó mirando las gafas de espejo mientras se preguntaba si Águila habría entendido una sola palabra de lo que habían dicho.
– No se preocupe por el idioma -le tranquilizó Águila después de que se fuera Greña-. Hablo inglés.
Bosch insistió en conducir con la excusa de que el coche no era suyo y no quería dejarlo en el aparcamiento. Lo que no le contó a Águila era que no deseaba alejarse de su arma, que todavía seguía en el maletero. Cuando atravesaron la plaza, se sacaron de encima a los niños con la mano.
– ¿Cómo vamos a identificar el cuerpo sin huellas dactilares? -preguntó Bosch ya en el Caprice.
Águila cogió la carpeta del asiento.
– Sus amigos y su mujer mirarán las fotos.
– ¿Vamos a su casa? Porque entonces puedo sacar huellas y llevarlas a Los Ángeles para que alguien les eche un vistazo. Eso lo confirmará.
– No es una casa, detective Bosch. Es una chabola.
Bosch asintió y arrancó el coche. Águila lo guió hacia al sur, hasta el boulevard Lázaro Cárdenas donde giraron al oeste antes de girar otra vez al sur por la avenida Canto Rodado.
– Vamos a uno de los barrios -le informó Águila-. A la Ciudad de las Personas Pérdidas.
– Eso es lo que significa el tatuaje del cadáver, ¿no? ¿El fantasma representa las almas de la gente?
– Sí.
Bosch reflexionó un instante antes de preguntar:
– ¿Qué distancia hay entre el barrio de las Almas Perdidas y el de Santos y Pecadores?
– También está en el sector suroeste, no muy lejos de Almas Perdidas. Si quiere se lo enseño.
– Sí, quizá sí.
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