– ¿Lo dice por alguna razón?
Bosch recordó la advertencia de Corvo de no confiar en la policía local.
– Por curiosidad -contestó-. Es por otro caso.
Inmediatamente Bosch se sintió culpable de no haber sido sincero con Águila. Al fin y al cabo también era policía y Bosch sentía que merecía, al menos, el beneficio de la duda. Aunque, según Corvo, no era así. Después de esa conversación viajaron un rato en silencio. Estaban alejándose de la ciudad y la comodidad de los edificios y el tráfico. Las oficinas, tiendas y restaurantes daban paso a cabañas y chabolas de cartón. Harry vio una cámara refrigeradora al lado de la carretera que era el hogar de alguien. La gente que veían al pasar estaba sentada en piezas de motor oxidadas o bidones, y les miraban con ojos huecos. Bosch intentó fijar la vista en la carretera polvorienta.
– Me ha parecido que le llamaban Charlie Chan. ¿Por qué?
Bosch lo preguntaba más que nada porque estaba nervioso y pensaba que la conversación tal vez lo distraería de su desasosiego y la desagradable tarea que les esperaba.
– Sí-respondió Águila-. Es porque soy chino.
Bosch se volvió y lo miró. Al estar de perfil logró ver detrás de las gafas de espejo y comprobó que Águila tenía los ojos un poco rasgados. Sí, era cierto.
– Bueno, no del todo. Uno de mis abuelos lo era. Hay una gran comunidad chino-mexicana en Mexicali.
– Ah.
– Mexicali fue fundada alrededor del 1900 por la Compañía de la Tierra del Río Colorado. Ellos eran los propietarios de grandes extensiones de terreno a ambos lados de la frontera y necesitaban mano de obra barata para la recolecta del algodón y varios alimentos -explicó Águila-. Así que se establecieron en Mexicali, al otro lado de Calexico, supongo que con la idea de que fueran ciudades gemelas. Trajeron a diez mil chinos, todos hombres, y formaron una ciudad: la ciudad de la compañía.
Bosch asintió. No conocía la historia y le pareció muy interesante. De todos modos, aunque había visto muchos restaurantes chinos y rótulos en chino al atravesar la ciudad, no recordaba demasiadas caras asiáticas.
– ¿Y se quedaron todos… los chinos? -inquirió Bosch.
– La mayoría sí, pero ya le he dicho que eran diez mil hombres y ninguna mujer. La compañía no lo permitía porque creían que perjudicaría el rendimiento. Entonces los chinos se casaron con mujeres mexicanas; la sangre se mezcló. De todos modos, aún conservamos gran parte de nuestra cultura. Hoy podemos tomar comida china a la hora de almorzar, ¿qué le parece?
– Muy bien.
– El trabajo policial sigue dominado por los mexicanos de origen hispano. No hay muchos como yo en la Policía Judicial del Estado y por eso me llaman Charlie Chan. Los demás me consideran un extraño, alguien de fuera.
– Le comprendo perfectamente.
– Llegará un momento, detective Bosch, en que confiará en mí. A mí no me importa esperar para hablar de ese otro caso que ha mencionado.
Bosch asintió, avergonzado, e intentó concentrarse en la carretera. Enseguida, Águila lo dirigió hacia un camino estrecho y sin asfaltar que atravesaba el corazón de un barrio de los suburbios. Allí los edificios eran bloques de cemento con techos planos y mantas colgadas en lugar de puertas. Muchos poseían anexos construidos con conglomerado y planchas de aluminio. Por el suelo había basura y escombros desperdigados. Hombres desaliñados y hambrientos pululaban por las calles y se quedaban mirando el Caprice con matrícula de California.
– Pare delante del edificio de la estrella -le instruyó Águila.
Bosch la vio enseguida. Estaba pintada a mano en la pared de una de las chabolas. Sobre la estrella se leían las palabras «Almas Perdidas» y, debajo, «Honorable Alcalde» y «Sheriff». Harry aparcó el Caprice delante de aquella casucha y esperó instrucciones.
– No es ni un alcalde ni un sheriff, si eso es lo que está pensando -explicó Águila-. Arnolfo Muñoz de la Cruz simplemente se dedica a salvaguardar la paz; está aquí para imponer un poco de orden en un lugar de caos total. Al menos lo intenta. Es el sheriff oficioso de la Ciudad de las Personas Perdidas. Fue él quien nos informó de que Fernal Gutiérrez-Llosa había desaparecido de su casa.
Bosch salió del coche con el expediente de Juan 67. Mientras daba la vuelta al Caprice, volvió a llevarse la mano a la chaqueta, al lugar donde normalmente llevaba la pistola. Era un gesto que hacía inconscientemente cuando estaba de servicio cada vez que salía del coche. Sin embargo, en esa ocasión echó a faltar la tranquilidad de palpar la pistola y por primera vez fue consciente de que era un extranjero desarmado en un país extraño. No podía sacar la Smith del maletero mientras Águila estuviera delante. Al menos hasta que lo conociera mejor.
Águila hizo sonar una campana de barro que colgaba junto a la entrada de la chabola. No había puerta; sólo una manta colgada de un listón de madera que atravesaba el umbral. Una voz del interior dijo «Adelante» y Bosch y Águila entraron.
Muñoz era un hombre bajito, muy bronceado y con el pelo gris atado con un nudo detrás de la cabeza. No llevaba camisa, dejando al descubierto una estrella de sheriff tatuada en la parte derecha del pecho y el símbolo del fantasma en la izquierda. Cuando entraron, Muñoz miró a Águila y luego a Bosch, a quien se quedó observando con curiosidad. Águila presentó a Harry y explicó por qué habían venido. Hablaba despacio para que Bosch pudiera seguir la conversación. Águila le pidió al viejo que echase un vistazo a unas fotografías. Eso confundió a Muñoz hasta que Bosch sacó las instantáneas del depósito y el viejo comprendió que las fotos eran de un hombre muerto.
– ¿Es Fernal Gutiérrez-Llosa?-preguntó Águila después de que el hombre las hubiera estudiado el tiempo suficiente.
– Sí, es él.
Muñoz desvió la mirada. Entonces Bosch miró a su alrededor por primera vez. La chabola contaba con una sola habitación, muy parecida a una celda grande. Sólo contenía lo más imprescindible: una cama, una caja de ropa, una toalla sobre el respaldo de una vieja silla, una vela y una taza con un cepillo de dientes que descansaba sobre la caja de cartón junto a la cama. Olía a miseria y Bosch se sintió avergonzado de haber irrumpido en el hogar de Muñoz de aquella manera.
– ¿Dónde vivía Gutiérrez-Llosa? -le preguntó Bosch a Águila en inglés.
Águila miró a Muñoz.
– Siento mucho la muerte de su amigo, señor Muñoz. Es mi deber informar a su mujer. ¿Sabe si está aquí?
El viejo asintió y dijo que la mujer estaba en su casa.
– ¿Quiere venir a ayudarnos?
Muñoz asintió de nuevo, cogió una camisa blanca de la cama y se la puso. A continuación se dirigió a la puerta, retiró la cortina y la aguantó para que pasaran.
Bosch fue primero al maletero del Caprice para sacar su equipo de huellas dactilares. Después todos caminaron un poco más por la calle polvorienta hasta que llegaron a una chabola de conglomerado con un toldo de lona. Águila tocó a Bosch en el hombro.
– El señor Muñoz y yo hablaremos con la mujer aquí fuera. Mientras, usted puede entrar, recoger las huellas y hacer lo que crea necesario.
Muñoz gritó el nombre de Marita y, al cabo de un momento, una mujer menuda se asomó por la cortina de ducha blanca que colgaba de la puerta. En cuanto vio a Muñoz y Águila, salió a su encuentro. Por la cara que puso, Bosch supo que ya adivinaba la noticia que habían venido a darle. Las mujeres siempre lo sabían. Harry recordó la noche en que conoció a Sylvia Moore; ella también lo había adivinado. Todas lo adivinan. Bosch le pasó la carpeta a Águila, por si la mujer quería ver las fotos, y se adentró en el hogar que habían compartido ella y Juan 67.
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