Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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En ese momento Bosch lo supo.

En el piso superior de un rascacielos de Pershing Avenue, la recepcionista del despacho de abogados le dijo que Haller se había jubilado recientemente por enfermedad. Su dirección no aparecía en la guía telefónica, pero sí en el censo electoral del Partido Demócrata. Vivía en Canor Drive, en Beverly Hills. Bosch nunca olvidaría los rosales que flanqueaban el camino de entrada de la mansión de su padre. Las rosas eran perfectas.

La doncella que abrió la puerta le informó de que el señor Haller no recibía visitas. Bosch le rogó que le dijera al señor Haller que el hijo de Margene Lowe había venido a presentarle sus respetos. Diez minutos más tarde, lo condujeron al dormitorio del abogado, pasando por delante de los miembros de su familia, que estaban en el pasillo y lo miraban desconcertados. El viejo les había ordenado que salieran de su habitación y enviaran a Bosch solo. De pie junto a la cama, Harry calculó que Haller pesaría unos cuarenta kilos; no tuvo que preguntar qué le pasaba porque era evidente que el cáncer se lo estaba comiendo por dentro.

– Creo que sé por qué has venido -dijo con voz cascada.

– Sólo quería… no sé.

Bosch se quedó un buen rato en silencio, viendo lo mucho que le costaba al hombre mantener los ojos abiertos. También se fijó en que, debajo de las sábanas había un tubo conectado a una máquina que pitaba cuando bombeaba morfina a la sangre del moribundo. El viejo, por su parte, observaba a Bosch sin decir nada.

– No quiero nada de usted -dijo Bosch finalmente-. No lo sé, creo que sólo quería que supiese que he sobrevivido. Estoy bien. Por si se había preocupado.

– ¿Fuiste a la guerra?

– Sí, pero eso ya ha pasado.

– Mi hijo… mi otro hijo, él… yo no permití que fuera… ¿Qué vas a hacer ahora?

– No lo sé.

Al cabo de más silencio, el viejo pareció asentir con la cabeza.

– Te llamas Harry. Tu madre me lo dijo. Me contó muchas cosas de ti… Pero yo no habría podido… ¿Lo entiendes? Eran otros tiempos. Y después, cuando habían pasado tantos años ya no podía… dar marcha atrás.

Bosch se limitó a asentir. No había venido para causar más daño a aquel hombre. Permanecieron unos segundos más en silencio durante los cuales Bosch escuchó su dificultosa respiración.

– Harry Haller -susurró el viejo, con una media sonrisa en los labios finos y pelados por la quimioterapia-. Ése podrías haber sido tú. ¿Has leído a Hesse?

Bosch no comprendía, pero volvió a asentir. Entonces oyó un pitido. Se quedó un minuto mirando, a la espera de que la dosis de morfina surtiera efecto. El viejo cerró los ojos y suspiró.

– Más vale que me vaya -dijo Harry-. Cuídese.

Bosch tocó la mano frágil y azulada del hombre. Ésta le agarró los dedos con fuerza, casi desesperadamente y después lo soltó. Cuando Bosch se disponía a abrir la puerta, oyó el carraspeo del viejo.

– Perdón, ¿qué ha dicho?

– He dicho que sí. Que me preocupé por ti.

Una lágrima asomó por el rabillo del ojo del viejo y se deslizó hasta desaparecer entre sus cabellos blancos. Bosch volvió a asentir. Dos semanas más tarde se hallaba en una colina sobre la zona del Good Shepherd en Forest Lawn, contemplando el entierro de un padre al que nunca conoció. En el cementerio distinguió a un grupito de personas que debían de ser sus hermanastras y su hermanastro. Éste nacido probablemente unos cuantos años antes que Bosch, lo estuvo observando durante la ceremonia. Cuando ésta terminó, Harry dio media vuelta y se marchó.

Cerca de las diez Bosch se detuvo en un restaurante de carretera llamado El oasis verde, donde se comió unos huevos rancheros. Desde su mesa se contemplaba el lago de aguas plateadas llamado Saltón Sea y, en la lejanía, las montañas Chocolate. Bosch disfrutó en silencio de la belleza y la amplitud del paisaje. Cuando hubo acabado y la camarera le hubo llenado el termo de café, Harry caminó hacia el aparcamiento de tierra donde había dejado el Caprice. Al llegar al coche, Bosch se apoyó un momento en el parachoques para respirar el aire puro y fresco, y volver a admirar el paisaje. Su hermanastro se convirtió en un conocido abogado defensor, mientras que él era policía. Había una extraña coherencia en aquello que a Bosch le parecía bien. Hasta entonces nunca habían hablado y seguramente nunca lo harían.

Bosch continuó hacia el sur por la ruta 86 atravesando la llanura que iba de Saltón Sea a las montañas de Santa Rosa. La tierra era de cultivo e iba descendiendo lentamente hasta más abajo del nivel del mar: el famoso valle Imperial. El terreno estaba surcado por acequias, por lo que, durante gran parte del viaje, lo acompañó el aroma a abono y verduras frescas. De vez en cuando, salían camiones de las granjas cargados con cajas de lechugas, espinacas o cilantro. Aunque le impedían ir más deprisa, a Harry no le importaba y simplemente esperaba con paciencia la oportunidad de adelantarlos.

Cerca de un pueblo llamado Vallecito, Bosch se detuvo un momento a un lado de la carretera para contemplar un escuadrón de aviones que sobrevolaba con estrépito una de las montañas del sudoeste. Los aparatos cruzaron la 86 y pasaron por encima de las aguas de Saltón Sea. A pesar de que Bosch no sabía nada de aviones de guerra modernos -mucho más rápidos y sofisticados que los que recordaba haber visto en Vietnam-, éstos volaban lo suficientemente bajo para distinguir las mortíferas municiones bajo sus alas. Bosch observó a los tres bombarderos formar un triángulo compacto y dar media vuelta. Después de que lo sobrevolaran, Harry consultó sus mapas y encontró un área al sudoeste cerrada al público; se trataba de la Base de Artillería Naval de Estados Unidos en el monte Superstition. El mapa decía que era una zona de pruebas con fuego real y advertía a la gente que se alejara.

Bosch sintió que una vibración sorda sacudía el coche ligeramente y, a continuación, oyó el estruendo. Al alzar la vista, le pareció distinguir una columna de humo que se elevaba de la base de Superstition. Acto seguido, sintió y oyó caer otra bomba. Y luego otra.

Reflejando los rayos del sol, los aviones de piel plateada pasaron otra vez por encima de su cabeza dispuestos a iniciar una segunda maniobra. En ese momento, Bosch volvió a la carretera y fue a parar detrás de un camión con dos adolescentes sentados en la parte trasera. Los chicos eran jornaleros mexicanos con ojos cansados que ya parecían conocer la larga y dura vida que les esperaba. Tendrían la misma edad que los dos muchachos que aparecían sobre la mesa de picnic en la foto de Moore y miraban a Bosch con indiferencia.

Enseguida tuvo ocasión de adelantar al camión. Siguió oyendo explosiones procedentes de la montaña Superstition durante un buen rato pese a que se alejaba. Por el camino pasó por delante de más granjas, restaurantes para toda la familia y una fábrica de azúcar donde había un enorme silo con una línea pintada que indicaba el nivel del mar.

El verano después de haber hablado con su padre Bosch se compró los libros de Hesse. Sentía curiosidad por saber qué había querido decir el viejo y encontró la respuesta en el segundo libro que leyó. En aquel texto Harry Haller era un personaje, un hombre solitario y desilusionado, un hombre sin verdadera identidad. Harry Haller era el lobo estepario.

Ese agosto Bosch entró en la policía.

Bosch sintió que el terreno se elevaba y se le taparon los oídos. La tierra de labranza daba paso a un terreno árido en el que el polvo formaba remolinos que se alzaban sobre el vasto paisaje. Harry supo que se hallaba cerca de la frontera bastante antes de pasar el rótulo verde que indicaba que Calexico estaba a treinta y dos kilómetros de distancia.

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