Toda su vida Harry había creído que estaba malviviendo para llegar a algo mejor, que la vida tenía un significado. En el refugio para jóvenes, en los hogares de acogida, en el ejército y Vietnam, y por último en el departamento, Harry siempre tenía la sensación de estar luchando por alcanzar algún tipo de decisión o para establecer un objetivo claro. Sabía que había algo bueno en él o para él, pero la espera era dura. Una espera que a menudo le dejaba un vacío en el alma. Harry creía que la gente podía verlo; que al mirarlo se daban cuenta de que estaba vacío por dentro. Había aprendido a llenar el hueco con aislamiento y trabajo A veces con la bebida y el sonido del saxofón, pero nunca con personas. Nunca había dejado que nadie se le acercase del todo.
Sin embargo, en ese momento pensaba que había visto los ojos de Sylvia Moore, sus ojos de verdad, y se preguntaba si ella sería la persona que iba a llenarlo.
– Quiero volver a verte -le había dicho Bosch cuando se separaron en The Fountains.
– Sí -fue su única respuesta. Sylvia le acarició la mejilla y se metió en el coche.
Mientras conducía, Harry pensaba en el significado de esa única palabra y esa caricia. Se sentía feliz. Y eso era algo nuevo para él.
Al doblar la última curva Bosch aminoró para dejar pasar un coche con las luces largas, mientras recordaba el tiempo que ella había pasado mirando el marco antes de decir que no lo reconocía. ¿Había mentido? ¿Cuántas posibilidades había de que Cal Moore hubiera comprado un marco tan caro después de mudarse a un piso tan cochambroso como aquél? No muchas, la verdad.
Cuando llegó al garaje de su casa, era un hervidero de sentimientos contradictorios. ¿Qué había en la foto? ¿Qué importancia tenía que ella le hubiese mentido? Si es que lo había hecho. Todavía en el coche, Bosch abrió la cerveza y se la bebió tan rápido que unas gotas le resbalaron por el cuello. Sabía que esa noche dormiría bien.
Una vez dentro de casa, se dirigió a la cocina, metió la pistola de Porter en un armario y echó un vistazo al contestador. No había ningún mensaje. Ni una llamada de Porter para explicarle por qué se había escapado. Ni de Pounds preguntando cómo iba. Ni de Irving diciendo que sabía lo que Bosch se traía entre manos.
Después de dos noches sin apenas dormir, Bosch se moría de ganas de acostarse. Casi siempre le sucedía lo mismo y ya formaba parte de su rutina: noches de descanso intermitente y pesadillas, seguidas de una noche en que el agotamiento lo vencía y lo sumía en un sueño profundo.
Al meterse en la cama, notó que todavía quedaban restos del aroma del perfume de Teresa Corazón en las sábanas y almohadas. Cerró los ojos y pensó en ella un momento, pero pronto su imagen fue desplazada por el rostro de Sylvia Moore. No el de la foto de la bolsa ni el de la mesilla de noche, sino su cara de verdad. Tenía una expresión cansada, pero fuerte, con los ojos fijos en los de Bosch.
El sueño que Harry tuvo aquella noche se parecía a otros que había tenido anteriormente. Estaba en un sitio oscuro; le envolvía una negrura cavernosa donde sólo se oía su propia respiración. Bosch sentía, o más bien, sabía -con la certeza habitual que poseía en sus sueños- que la oscuridad terminaba más adelante y que él debía atravesarla. Pero, a diferencia de otras ocasiones, esa vez no se hallaba solo. Estaba con Sylvia, y los dos se abrazaban en la oscuridad. El sudor empañaba sus frentes; Harry la agarraba a ella y ella a Harry, pero no hablaban.
Los dos comenzaron a avanzar por la oscuridad hacia la tenue luz que se distinguía en la distancia. Bosch extendía hacia delante la mano en que empuñaba la Smith & Wesson, mientras su mano derecha sujetaba la de Sylvia para guiarla. Al final del túnel, Calexico Moore estaba esperándolos con la escopeta. No se escondía, pero su silueta se recortaba contra la luz que entraba en el pasadizo. Sus ojos verdes estaban ocultos en la sombra y sonreía. Entonces alzó la escopeta.
– ¿Quién dices que la ha cagado? -preguntó.
El estruendo en la oscuridad fue ensordecedor. Bosch vio las manos de Moore salir volando por encima de su cuerpo como aves apresadas que intentaban remontar el vuelo. Moore se internó rápidamente en la oscuridad y se esfumó. No había caído, sino que había desaparecido. Se había ido. Lo único que quedaba tras él era la luz al final del túnel. Harry seguía agarrando a Sylvia con una mano, pero en la otra ahora sostenía la pistola humeante.
Entonces abrió los ojos.
Bosch se sentó en la cama. Los rayos del sol se filtraban por las cortinas de las ventanas que daban al este. El sueño le había parecido muy breve, pero la luz le indicó que había dormido hasta la mañana. Cuando consultó su reloj eran las seis. Bosch no tenía despertador porque no lo necesitaba. A continuación se frotó la cara con las manos e intentó reconstruir la escena, algo poco habitual en él. Una de las especialistas en problemas de sueño de la clínica de la Asociación de Veteranos le había aconsejado que siempre escribiera todo lo que recordase de sus pesadillas. Según ella, era un buen ejercicio para intentar informar a la mente consciente de lo que estaba diciendo el subconsciente. Durante meses Bosch guardó obedientemente una libreta y un bolígrafo en la mesilla de noche a fin de describir todos sus recuerdos matinales. Pero descubrió que no le servían de nada. Por muy bien que comprendiera el origen de sus pesadillas, no lograba eliminarlas. Por esa razón hacía años que Harry había dejado la terapia contra el insomnio.
Curiosamente esa mañana no recordaba nada. El rostro de Sylvia desapareció entre las sombras y lo único que Bosch sabía era que había sudado mucho. Harry se levantó, sacó las sábanas y las arrojó dentro de una cesta en el armario. Después fue a la cocina y encendió la cafetera. Acto seguido se duchó, se afeitó y se vistió con unos téjanos, una camisa de pana verde y una cazadora negra; ropa para conducir. Finalmente volvió a la cocina y llenó un termo con café.
Lo primero que se llevó al coche fue su pistola. Tras levantar la moqueta que cubría el fondo del maletero, Bosch extrajo la rueda de repuesto y el gato. Entonces metió la Smith & Wesson, que había sacado de su funda y envuelto con un hule, y colocó la rueda encima. Luego volvió a depositar la moqueta en su sitio y puso el gato encima. Para rematar, metió la maleta y una bolsa que contenía ropa limpia para un par de días. Todo parecía normal, y además dudaba que llegasen a registrarlo.
Bosch volvió adentro y sacó su otra pistola del armario del recibidor. Era una cuarenta y cuatro con la empuñadura y el seguro diseñados para una persona diestra. El tambor también se abría por la izquierda, por lo que él -que era zurdo- no podía usarla. Sin embargo, la había guardado durante seis años porque se la regaló el padre de una chica que habían violado y asesinado. Harry había herido levemente al asesino en el transcurso de su captura cerca de la presa de Sepúlveda, en Van Nuys. El asesino sobrevivió y cumplía cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, pero aquel castigo no había sido suficiente para el padre. Después del juicio le dio su pistola a Bosch y éste la aceptó porque no hacerlo habría sido como negar el dolor del hombre. El mensaje implícito en aquel regalo era: «la próxima vez haga bien su trabajo. Dispare a matar». Harry se quedó con la pistola pero nunca la llevó a un armero para que la adaptara para una persona zurda. Eso habría sido darle la razón al padre y Harry no estaba seguro de poder hacerlo.
La pistola se había pasado seis años en un armario. Bosch comprobó que todavía funcionaba y la cargó. Después de colocarla en su pistolera, estuvo listo para partir.
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