– O sea, que van a hacerle todos los honores.
– Creo que sí.
«Una despedida de héroe», pensó Bosch. Al departamento no le gustaba la autoflagelación. No iban a anunciar a bombo y platillo que un policía corrupto había sido ejecutado por la gente corrupta para la que trabajaba. No si podían evitarlo. Preferirían ofrecer un funeral de héroe para los medios de comunicación y disfrutar viendo artículos de apoyo en siete canales distintos cada noche de la semana. En esos momentos el departamento necesitaba todo el apoyo posible.
Bosch también comprendió que una muerte en acto de servicio significaba que la viuda obtendría todos los derechos a la pensión de su marido. Si Sylvia Moore llevaba un vestido negro, se enjugaba los ojos con un pañuelo en los momentos adecuados y mantenía la boca cerrada, recibiría la paga de su marido el resto de su vida. No estaba mal. Si Sylvia fue la que avisó a Asuntos Internos, se arriesgaba a perder la pensión si perseveraba con el tema o éste salía a la luz. El departamento podría decir que Cal había muerto por culpa de sus actividades ilegales y entonces adiós pensión. Bosch estaba seguro de que ella no necesitaba que se lo explicaran.
– ¿Cuándo es el funeral? -preguntó Bosch.
– El lunes a la una. En la capilla de la misión de San Fernando. El entierro es en Oakwood, cerca de Chatsworth.
Bosch pensó que si iban a montar todo el espectáculo, aquél era el lugar idóneo. La foto de doscientos policías motorizados subiendo en formación por el sinuoso Valley Circle Boulevard siempre quedaba bien en primera plana.
– Señora Moore, ¿por qué ha venido aquí a las… -Bosch consultó su reloj: eran las once menos cuarto- tan tarde para recoger el uniforme de gala de su marido?
– Llámame Sylvia, por favor. ¿Puedo tutearte?
– Sí, claro.
– Pues si quieres que te diga la verdad, no lo sé. No he dormido muy bien, bueno nada, desde… desde que lo encontraron. Me apetecía dar una vuelta en coche. De todos modos no he recibido la llave hasta hoy.
– ¿Quién te la dio?
– El subdirector Irving. Vino a mi casa, me dijo que habían terminado en el apartamento y que si había algo que quisiera llevarme podía hacerlo. La verdad es que no quiero nada. Esperaba no tener que ver nunca este sitio. Luego llamó el hombre de la funeraria y me dijo que necesitaba el uniforme de gala. Y aquí estoy.
Bosch recogió la bolsa de fotografías del sofá y se la ofreció.
– ¿Y esto? ¿Las quieres?
– No.
– ¿Las habías visto antes?
– Creo que algunas sí, al menos me sonaban. Las otras seguro que no.
– ¿Cómo se explica eso? Un hombre que guarda unas fotos toda su vida y ni siquiera se las enseña a su mujer.
– No lo sé.
– Es raro. -Bosch abrió la bolsa y mientras repasaba las fotos preguntó-: ¿Sabes qué le pasó a su madre?
– Murió antes de que yo lo conociera. Tuvo un tumor cerebral cuando él tenía unos veinte años.
– ¿Y su padre?
– Cal me contó que había muerto, pero ya te dije que no sé si es verdad porque nunca me explicó cómo o cuándo. Cuando se lo preguntaba, me decía que no quería hablar sobre el tema así que al final nunca lo hicimos.
Bosch le mostró la foto de los dos chicos en la mesa de picnic.
– ¿Quién es éste?
Ella se acercó a Harry para ver la foto. Él, en cambio, estudió la cara de ella y las chispas verdes de sus ojos castaños. Había un ligero aroma a perfume en el aire.
– No sé quién es. Un amigo, supongo.
– ¿Y un hermano?
– No, nunca mencionó un hermano. Cuando nos casamos me dijo que yo era su única familia. Me dijo… me dijo que estaba solo aparte de mí.
Bosch miró la foto.
– Yo creo que se parecen.
Ella no hizo ningún comentario.
– ¿Y el tatuaje?
– ¿Qué pasa con el tatuaje?
– ¿Te contó dónde se lo hizo o qué significaba?
– Me dijo que se lo hizo en el pueblo donde creció cuando era niño. Bueno, no era un pueblo, sino un barrio. Lo llamaban Santos y Pecadores. Eso es lo que significa el tatuaje: Santos y Pecadores. Según él, se llamaba así porque sus habitantes no sabían lo que eran ni lo que serían en el futuro.
Bosch pensó en la nota que encontraron en el bolsillo trasero de Cal Moore: «He descubierto quién era yo». Se preguntó si ella relacionaba el significado de esta frase con el lugar donde creció su marido. Un sitio donde cada joven tenía que descubrir qué era: santo o pecador.
Sylvia interrumpió sus pensamientos.
– ¿Sabes qué? Aún no me has dicho por qué estabas aquí. Sentado a oscuras, pensando. ¿Tenías que venir aquí para hacer esto?
– Supongo que vine a mirar. Quería ver si se me ocurría algo, algo que me ayudara a comprender a tu marido. ¿Te parece ridículo?
– A mí no.
– Menos mal.
– ¿Y se te ha ocurrido algo?
– Aún no lo sé. A veces me cuesta un poco.
– ¿Sabes? Le he preguntado a Irving por ti y me ha dicho que no estabas investigando el caso y que sólo viniste a avisarme la otra noche porque los otros detectives estaban ocupados con los periodistas y con… con el cadáver.
Como un niño, Harry notó un cosquilleo de emoción. Ella había preguntado por él. No importaba que hubiera descubierto que iba por libre, lo importante era que se había interesado por él.
– Bueno -contestó Bosch-, eso es cierto, pero no del todo. Teóricamente no estoy investigando el caso de tu marido, pero tengo otros casos que parecen estar relacionados con su muerte.
Sylvia clavó sus ojos en los de él. Bosch notaba que ella quería preguntar qué casos eran, pero era la mujer de un policía; conocía las reglas. En ese momento estuvo seguro de que ella no se merecía lo que le había caído encima.
– No fuiste tú, ¿verdad? La que avisó a Asuntos Internos. La de la carta.
Ella negó con la cabeza.
– Pero no te creen. Piensan que tú lo empezaste todo.
– Pero no fui yo.
– ¿Y qué te dijo Irving? Cuando te dio la llave del apartamento.
– Me dijo que si quería el dinero de la pensión, que me olvidara; que no me hiciera ilusiones. ¡Ilusiones! Como si a mí me importara. Yo sabía que Cal fue por el mal camino. No sé lo que hizo exactamente, pero lo sé. Una mujer nota esas cosas sin necesidad de que se las cuenten. Y ése fue uno de los factores que acabaron con nuestro matrimonio. Pero yo no envié ninguna carta; me comporté como la mujer de un policía hasta el final. Se lo dije a Irving y al tío que vino ese día, pero a ellos no les importa; sólo quieren cargarse a Cal.
– El tío que fue a verte ese día era Chastain, ¿no?
– Sí, ése era.
– ¿Y qué quería exactamente? ¿Dijiste que buscaba algo dentro de la casa?
– Chastain me mostró la carta y me dijo que sabía que la había escrito yo. Me repitió varias veces que era mejor que se lo contara todo. Yo le contesté que yo no había sido y le pedí que se fuera. Pero al principio no quiso irse.
– ¿Qué dijo que quería, concretamente?
– Pues… no me acuerdo muy bien. Quería ver el saldo del banco y qué propiedades teníamos. Creía que yo lo estaba esperando para entregarle a mi marido. Me dijo que le diera la máquina de escribir y yo le contesté que no teníamos. Así que lo empujé y cerré la puerta.
Bosch asintió e intentó encajar aquellos datos junto a los otros que tenía. Era un verdadero rompecabezas.
– ¿No recuerdas nada de lo que decía la carta?
– No pude verla bien. Chastain no me la dejó leer porque pensaba y sigue pensando que la escribí yo. Sólo leí un poco antes de que la guardara en la maleta. Decía algo de que Cal trabajaba para un mexicano, al que daba protección. Algo así como si hubiera hecho un pacto faustiano. Sabes lo qué es, ¿no? Un pacto con el diablo.
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