Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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– Fue una pelea de navajas -explicó, tocándose la cicatriz-. En Zihuatenajo. Yo estaba trabajando infiltrado en un caso. Llevaba la pipa en la bota, pero el tío me rajó antes de que pudiera sacarla. Allá abajo apenas tienen hospitales. Me curaron de puta pena y así he quedado. Ya no puedo trabajar de incógnito; demasiado reconocible.

Bosch notó que Corvo disfrutaba contando la historia; estaba orgulloso. Seguramente era la única vez que había estado cerca de la muerte. Harry sabía que Corvo estaba esperando la pregunta, pero se la hizo igualmente.

– ¿Y al tío que te rajó? ¿Qué le pasó?

– Me lo cargué en cuanto saqué la pistola.

Corvo había encontrado una manera de que sonara heroico (al menos para él) matar a un hombre que había llevado una navaja a una pelea de pistolas. Probablemente contaba la historia a menudo, cada vez que descubría a alguien mirando la cicatriz. Bosch asintió respetuosamente, se levantó y puso dinero en la barra.

– Recuerda nuestro trato. No vayáis a por Zorrillo sin avisarme. Díselo a Ramos.

– Tranquilo -dijo Corvo-. Pero no te puedo garantizar que la detención ocurra mientras estés allí. No vamos a precipitarnos. Además, a Zorrillo ya lo hemos perdido. Al menos de momento.

– ¿Qué quieres decir con que lo hemos perdido?

– Pues que nadie lo ha visto con seguridad desde hace unos diez días. Creemos que sigue en el rancho, pero que está saliendo poco y cambiando su rutina diaria.

– ¿Qué rutina?

– El Papa es un hombre al que le gusta que lo vean. Le encanta provocarnos; normalmente conduce por la finca en un jeep, caza coyotes, dispara su UZI y admira sus toros. Tiene un favorito: un toro de lidia que mató a un torero en una cogida. Se llama El Temblar y es un poco como Zorrillo. Muy orgulloso.

»Zorrillo no ha aparecido por la plaza de toros, que era su costumbre del domingo. No lo han visto paseando por los barrios bajos, como solía hacer para recordar de dónde vino. Allí es una figura muy conocida y a él le encanta toda esta mierda del Papa de Mexicali.

Bosch intentó imaginarse la vida de Zorrillo, una celebridad en un ciudad sin nada que celebrar.

Encendió un cigarrillo, deseando salir de allí inmediatamente.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vieron?

– Si sigue allí, no ha salido de la finca desde el quince de diciembre. Eso fue un domingo; estuvo en la plaza viendo sus toros. Es la última vez que lo vieron. Después varios confidentes afirman que el día dieciocho estuvo paseándose por la finca, Pero eso es todo. O se ha ido o se está ocultando.

– Quizá por haber ordenado que mataran a un policía.

Corvo asintió. Acto seguido, Bosch se marchó solo. Se fue solo, ya que Corvo le dijo que necesitaba telefonear. En cuanto Harry salió, notó el aire fresco de la noche y le dio una última calada al cigarrillo. De pronto le llamó la atención un movimiento brusco en la oscuridad al otro lado de la calle. Entonces un vagabundo loco entró en el cono de luz de una de las farolas. Era un hombre negro que brincaba y agitaba de los brazos de forma extraña. Con la misma rapidez, dio media vuelta y volvió a internarse en la oscuridad. Entonces Bosch comprendió que el hombre tocaba el trombón en una banda de otro mundo.

Capítulo 18

El apartamento donde había vivido Calexico Moore estaba en un bloque de tres plantas. Parecía un pegote en Franklin Avenue como los taxis en los aeropuertos. Era uno de los muchos edificios de estuco construidos después de la guerra que flanqueaban las calles de aquella zona. El barrio en sí se llamaba The Fountains, pero las fuentes a las que hacía referencia el nombre hacía tiempo que habían sido tapadas con tierra y convertidas en parterres. El edificio de Moore se hallaba a una manzana de la mansión que albergaba la sede central de la Iglesia de la Cienciología, cuyo rótulo de neón blanco proyectaba un brillo siniestro sobre la acera donde estaba Bosch. Afortunadamente eran casi las diez de la noche, por lo que no había peligro de que lo asaltaran con un test de personalidad. Bosch se quedó fumando y observando el apartamento durante media hora hasta que decidió entrar, pese al riesgo que aquello suponía.

A pesar de que el edificio tenía entrada de seguridad, no era muy seguro. Bosch abrió el cerrojo de la verja delantera con un cuchillito que guardaba junto con su ganzúa en la guantera del Caprice. La siguiente puerta, la que daba al vestíbulo, fue aún más fácil porque necesitaba que la engrasaran y por eso no se cerraba del todo. Bosch traspasó el umbral, comprobó la lista de residentes y encontró el nombre de Moore junto al número siete, en el tercer piso.

El apartamento de Moore estaba al fondo de un pasillo que dividía la planta por la mitad. Aunque había dos apartamentos más, Bosch no oyó voces ni la televisión en ninguno de ellos. Al llegar a la puerta de Moore, Harry vio que estaba sellada con un adhesivo de la policía. Después de cortarlo con la pequeña navaja de su llavero, se arrodilló para examinar la cerradura. La iluminación del pasillo era buena, así que no necesitó la linterna. Moore tenía una cerradura corriente; usando un gancho curvado y un peine de púas, Bosch la abrió en menos de dos minutos.

Harry se quedó con la mano -envuelta con un pañuelo- en el pomo de la puerta, considerando la prudencia de sus acciones. Si Irving o Pounds lo descubrían, lo mandarían de una patada a patrullar a la calle. Bosch echó una última ojeada y abrió la puerta. Tenía que entrar. A nadie más parecía importarle lo que le había ocurrido a Cal Moore. A él sí, aunque ignoraba por qué. Harry pensaba que tal vez encontraría el motivo en aquel apartamento.

Una vez dentro, Bosch volvió a cerrar la puerta y permaneció unos instantes inmóvil, en la entrada, intentando acostumbrarse a la oscuridad. El sitio olía a humedad y no se veía nada aparte del brillo fluorescente del rótulo de la Iglesia de la Cienciología que se filtraba por las cortinas de la ventana. Bosch encendió una lámpara junto a un sofá viejo y deformado. La luz descubrió una sala de estar con la misma decoración de hacía veinte años. La moqueta azul marino estaba más gastada que una pista de tenis; incluso se habían formado caminitos que iban del sofá a la cocina y al pasillo del fondo.

Bosch se internó un poco más para echar un vistazo rápido a la cocina, el dormitorio y el baño. Le asombró lo vacío que estaba el piso. No había nada personal: ni cuadros en las paredes, ni notas en la nevera, ni una chaqueta colgada en el respaldo de una silla. Ni siquiera había un plato en el fregadero. Moore había vivido allí, pero era casi como si no hubiera existido.

Como no sabía lo que buscaba, Bosch empezó por la cocina. Abrió los armarios y los cajones, pero sólo encontró un paquete de copos de maíz, un bote de café y una botella casi vacía de bourbon Early Times. En otro armario encontró una botella sin abrir de ron dulce con una etiqueta mexicana. Dentro de la botella había una rama de caña de azúcar. En los cajones había algunos cubiertos y utensilios de cocina y vanas cajas de cerillas de bares de la zona de Hollywood, como el Ports y el Bullet.

El congelador estaba vacío, a excepción de dos bandejas de cubitos de hielo. En el estante superior de la nevera había un bote de mostaza, un paquete sin terminar de salchichas ahumadas -que se había vuelto rancio- y una solitaria lata de Budweiser, todavía con la anilla de plástico que llevan los paquetes de seis. En el estante inferior de la puerta había un kilo de azúcar Domino.

Harry examinó el azúcar. El paquete estaba sin abrir, pero pensó: «A la mierda, ahora ya he llegado hasta aquí». Lo sacó, lo abrió y lo fue vertiendo en el fregadero. A Bosch le parecía azúcar y le sabía a azúcar. Después de comprobar que no había nada más en la bolsa, abrió el grifo del agua caliente y contempló cómo el montículo blanco iba desapareciendo por el agujero de la cañería.

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