Bosch asintió, recordando que ella era profesora. En ese momento también se dio cuenta de que llevaban diez minutos de pie en el salón pero no hizo ningún gesto para sentarse. Temía que cualquier movimiento brusco rompiera el encanto, la ahuyentara del apartamento y de él.
– Bueno -continuó Sylvia-. Yo no sé si hubiera sido tan alegórica, pero básicamente la carta decía la verdad. Es decir, que algo había pasado. Yo no sabía qué era, pero veía que algo estaba matando a Cal por dentro.
»Un día, esto fue antes de que se marchara, finalmente le pregunté qué estaba pasando y él me dijo que había cometido un error y estaba intentando corregirlo él solo. No quiso decirme más; me dejó totalmente fuera.
Finalmente ella se sentó al borde de una butaca tapizada, sosteniendo el uniforme de gala en su regazo. La butaca era de un verde horrible y tenía quemaduras de cigarrillo en el brazo izquierdo. Bosch se sentó en el sofá junto a la bolsa de fotos.
– Irving y Chastain no me creen -insistió ella-. Cuando niego que fui yo asienten con la cabeza y dicen que la carta tenía demasiados detalles íntimos; que tenía que ser yo. Mientras tanto supongo que hay alguien ahí fuera que estará contento. Su maldita carta lo mató.
Bosch pensó en Kapps y se preguntó si él conocería suficientes detalles sobre Moore para haber escrito la carta. Kapps había tendido una trampa a Dance. Tal vez también había intentado tenderle una trampa a Moore, pero parecía muy improbable. Quizá la carta venía del propio Dance porque quería subir en el escalafón y Moore lo molestaba.
Harry recordó el café que había visto en el armario de la cocina y se preguntó si debería ofrecerle una taza a Sylvia. No quería que acabase su tiempo con ella. Quería fumar pero no arriesgarse a que ella le pidiera que no lo hiciera.
– ¿Quieres un café? Hay un poco en la cocina.
Ella miró a la cocina como si su respuesta dependiera de su situación o estado de limpieza. A continuación contestó que no, que no planeaba quedarse tanto tiempo.
– Mañana me voy a México -anunció Bosch.
– ¿A Mexicali?
– Sí.
– ¿Por los otros casos?
– Sí.
Entonces Bosch se lo contó todo. Lo del hielo negro, Jimmy Kapps y Juan 67. Y lo que los relacionaba con su marido y Mexicali. Era allí donde esperaba resolver el jeroglífico. Bosch terminó su historia diciendo:
– Como te puedes imaginar, la gente como Irving no quiere que esto salga a la luz. A ellos no les importa quién mató a Cal porque se había pasado al otro bando. Se quieren olvidar de él como de una mala deuda. No van a seguir con el caso porque podría explotarles en las narices. ¿Me entiendes?
– Pues claro. Fui la mujer de un policía.
– Entonces lo sabes. La cuestión es que a mí sí me importa. Tu marido estaba preparando un dossier para mí; un dossier sobre el hielo negro. Eso me hace pensar que tal vez estaba intentando hacer algo bueno. Quizás intentaba hacer lo imposible: volver a pasarse de bando. Y puede que eso lo matara. Si ésa fue la razón, no quiero olvidarme del caso.
Hubo un largo silencio. Sylvia continuaba pareciendo triste, pero sus ojos seguían vivos y sin lágrimas. Ella enderezó el uniforme en su regazo, mientras Bosch escuchaba el ruido de un helicóptero trazando círculos en la lejanía. Los Ángeles no sería Los Ángeles sin helicópteros de la policía y focos rastreando la noche.
– Hielo negro… -susurró ella al cabo de un rato.
– ¿Qué pasa?
– Nada, que es curioso. -Ella se quedó callada unos instantes y miró la habitación como dándose cuenta por primera vez de que aquél era el sitio donde había venido a vivir su marido después de su separación-. Lo del hielo negro. Yo crecí en la zona de la Bahía, en los alrededores de San Francisco, y siempre nos decían que tuviéramos cuidado con eso. Aunque se referían al otro hielo negro.
Cuando ella lo miró, vio que Bosch no la comprendía.
– En el invierno, en esos días que hace mucho frío después de llover, cuando el agua se hiela en la carretera; eso es hielo negro. Está en la carretera, en el asfalto negro, pero no se ve. Recuerdo que mi padre me enseñó a conducir y siempre me decía: «¡Ten cuidado con el hielo negro, niña! No se ve el peligro hasta que se está encima. Y entonces es demasiado tarde porque se empieza a patinar y se pierde el control».
Ella sonrió al recordar aquello.
– Bueno, ése era el hielo negro que yo conocía, al menos de pequeña. Igual que la coca; antes era un refresco. El significado de las palabras puede cambiar con el tiempo.
Bosch se limitó a mirarla, pero deseaba volver a abrazarla, a sentir la suavidad de aquella mejilla sobre la suya.
– ¿No te dijo tu padre que tuvieras cuidado con el hielo negro? -preguntó ella.
– A mi padre no lo conocí. Aprendí a conducir yo solo.
Ella asintió sin decir nada, pero tampoco desvió la mirada.
– Me costó tres coches aprender a conducir -explicó Bosch-. Cuando finalmente le cogí el tranquillo, nadie se atrevía a dejarme un coche. Y nadie me contó lo del hielo negro.
– Yo te lo he contado.
– Gracias.
– ¿Tú también estás colgado del pasado, Harry?
Él no contestó.
– Supongo que todos lo estamos -se contestó ella misma-. Estudiando nuestro pasado aprendemos sobre nuestro futuro, ¿no? A mí me pareces un hombre que sigue estudiando, ¿me equivoco?
Los ojos de Sylvia parecían leerle el pensamiento. Eran ojos con mucha sabiduría. Y Bosch se dio cuenta de que a pesar de todos sus deseos la otra noche, ella no necesitaba que la abrazaran o aliviaran de su dolor. Era ella quien poseía el poder de la curación. ¿Cómo podía Cal Moore haber huido de aquella maravilla?
Bosch cambió de tema, sin saber por qué. Sólo sabía que debía desviar la atención de sí mismo.
– Hay un marco en el dormitorio, de madera de cerezo, pero sin foto. ¿Lo recuerdas?
– Tendría que verlo.
Ella se levantó, dejó el traje de su marido en la silla y se dirigió al dormitorio. Examinó el marco que estaba en el cajón superior durante un buen rato antes de decir que no lo reconocía. No miró a Bosch hasta después de decirlo.
Se quedaron de pie al lado de la cama, mirándose en silencio. Harry finalmente levantó la mano y luego dudó. Ella dio un paso hacia él, y él lo interpretó como una invitación a que la tocase. Harry le acarició la mejilla, de la misma manera en que ella lo había hecho unos momentos antes cuando estudió la foto y pensó que estaba sola. A continuación le pasó la mano por el lateral del cuello y la nuca de Sylvia.
Los dos se miraron fijamente hasta que Sylvia se aproximó y acercó su boca a la de Bosch. Lo cogió por la nuca, tiró suavemente de él y se besaron. Sylvia lo abrazó con una intensidad que revelaba su necesidad de ternura. Al verla besándole con los ojos cerrados, comprendió que ella era un reflejo exacto de su propia hambre y soledad.
Hicieron el amor en la cama deshecha de su marido, sin prestar atención a dónde estaban ni lo que eso significaría el día, la semana o el año siguiente. Bosch mantuvo los ojos cerrados; quería concentrarse en otros sentidos para apreciar el olor, el sabor y el tacto de Sylvia.
Cuando acabaron, él recostó su cabeza sobre ella, entre sus pechos pecosos. Ella le acariciaba el cabello y jugaba con sus rizos. Harry oía latir el corazón de Sylvia al compás del suyo.
Era más de la una de la madrugada cuando Bosch llegó a Woodrow Wilson e inició la larga y sinuosa ascensión a su casa. Por el camino contempló los focos de los estudios Universal trazando ochos sobre las nubes bajas. Bosch se vio obligado a ir sorteando los coches aparcados en doble fila debido a las numerosas fiestas navideñas que se celebraban esos días. También tuvo que evitar un árbol de Navidad que el viento había derribado sobre la carretera y de la que colgaba una sola guirnalda de espumillón. En el asiento junto a él llevaba la Budweiser solitaria del refrigerador de Cal Moore y la pistola de Lucius Porter.
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