Michael Connelly - Hielo negro

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Cal Moore, del departamento de narcóticos, fue encontrado en un motel con un tiro en la cabeza cuando estaba investigando sobre una nueva droga de diseño llamada “hielo negro”. Para el detective Harry Bosch, lo importante no son los hechos aislados, sino el hilo conductor que los mantiene unidos. Y sus averiguaciones sobre el sospechoso suicidio de Moore parecen trazar una línea recta entre los traficantes que merodean por Hollywood Boulevard y los callejones más turbios de la frontera de México.

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Aunque la brigada BANG tenía un nombre contundente y llamativo muy del gusto del departamento, en realidad sólo eran cinco polis que trabajaban en un almacén reconvertido y patrullaban de noche por Hollywood Boulevard, arrestando a cualquiera que llevase un porro en el bolsillo. BANG era una brigada de números, es decir, un equipo creado para realizar el mayor número posible de detenciones a fin de justificar la solicitud de más personal, equipamiento y, sobre todo, dinero para pagar horas extra en el presupuesto del año siguiente. Había brigadas de números en todas las divisiones; no importaba que la oficina del fiscal del distrito concediera libertad bajo fianza a la mayoría de casos y soltara al resto. Lo que contaban eran esas estadísticas de arrestos. Y si el Canal 2, el Canal 4 o un periodista del Times de la sección del Westside venía una noche a escribir un artículo sobre el BANG, mejor que mejor.

Al llegar a Western y enfilar hacia el norte, Bosch divisó las sirenas azules y amarillas de los coches patrulla y la luz estroboscópica de los focos de televisión. En Hollywood aquel espectáculo solía señalar el final violento de una vida o el estreno de una película. Bosch sabía que en aquel barrio ya sólo se estrenaban prostitutas de trece años.

Después de aparcar a media manzana del Hideaway, Harry encendió un cigarrillo. Algunas cosas de Hollywood nunca cambiaban; sólo pasaban a llamarse de otra manera. Aquel sitio había sido un hotelucho de mala muerte treinta años antes, bajo el nombre de El Río. Y seguía siendo un hotelucho de mala muerte. Bosch nunca había estado allí, pero había crecido en Hollywood y se acordaba. Se había alojado en muchos lugares parecidos con su madre. Antes de que muriera. El Hideaway tenía un patio central construido en los años cuarenta y durante el día gozaba de la sombra de una gran higuera de Bengala que crecía en el centro. Por la noche las catorce habitaciones del motel quedaban sumidas en una oscuridad que sólo rompía el neón rojo de la entrada. Harry se fijó en que las letras BA del rótulo que anunciaba HABITACIONES BARATAS estaban apagadas.

Cuando Bosch era niño y el Hideaway se llamaba El Río, la zona ya iba de capa caída. Pero no había tantas luces de neón y al menos los edificios, aunque no la gente, ofrecían un aspecto menos ruinoso. Al lado del motel, por ejemplo, había habido un bloque de oficinas de la compañía Streamline Moderne con aspecto de transatlántico. Obviamente el edificio había levado anclas hacía mucho tiempo y el solar había sido ocupado por unas pequeñas galerías comerciales.

Mirando el Hideaway desde el coche, Harry supo que era un sitio deprimente para pasar la noche. Y aún más triste para morir.

Bosch salió del vehículo y caminó hacia el motel. La entrada al patio estaba acordonada por agentes de uniforme y la cinta amarilla que se usa para demarcar la escena de un crimen. Junto a ella, los potentes focos de las cámaras de televisión iluminaban a un grupo de hombres trajeados. El que hablaba más tenía la cabeza afeitada y reluciente. Cuando Harry se aproximó se dio cuenta de que las luces los cegaban y les impedían ver más allá de los entrevistadores. Bosch aprovechó la circunstancia para mostrar su placa rápidamente a uno de los policías de uniforme, firmar en la lista de asistencia y colarse por debajo de la cinta amarilla.

La puerta de la habitación siete estaba abierta y un cono de luz iluminaba la moqueta del pasillo. De ella salía también el sonido de un arpa electrónica, lo cual quería decir que Art Donovan estaba trabajando en el caso. El experto en huellas siempre llevaba consigo un transistor para escuchar The Wave, la emisora de música new-age . Según decía, la música traía paz a un lugar donde se había cometido un asesinato.

Bosch franqueó la puerta, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo. Todo fue inútil; el olor inconfundible de la muerte le asaltó en cuanto traspasó el umbral. En ese mismo instante, vio a Donovan de rodillas, empolvando los mandos del aparato de aire acondicionado situado en la pared bajo la única ventana de la habitación.

– Hola -le saludó Donovan. Llevaba una máscara de pintor para protegerse del olor y del polvo negro que empleaba para detectar las huellas dactilares-. Está en el cuarto de baño.

Bosch dio un vistazo rápido a su alrededor, consciente de que los de la central lo echarían en cuanto descubrieran su presencia. En la habitación había una cama de matrimonio con una colcha rosa desteñida y una sola silla con un diario: el Times de hacía seis días. Junto a la cama había un mueble tocador en el que descansaba un cenicero con la colilla de un cigarrillo a medio fumar y a su lado una Special de treinta y ocho milímetros en una pistolera de nailon, así como una cartera y un estuche para la placa, todos ellos cubiertos del polvo negro de Donovan. Sin embargo, Harry no vio lo que esperaba encontrar en el tocador: una nota de suicidio.

– No hay nota -dijo más para sí mismo que para Donovan.

– No, ni aquí ni en el baño. Puedes echar un vistazo… Bueno, si no te importa vomitar tu cena de Navidad.

Harry se dirigió hacia el corto pasillo que arrancaba del lado izquierdo de la cama. A medida que se acercaba a la puerta del lavabo, sentía que su aprensión aumentaba. Creía firmemente que todo policía había considerado en un momento u otro poner fin a su propia vida.

Bosch se detuvo en el umbral. El cuerpo yacía sobre el suelo de baldosas blancas, con la espalda apoyada contra la bañera. Lo primero en lo que reparó fue en las botas: vaqueras, de cocodrilo gris. Moore las llevaba el día que quedaron en el bar. Una de ellas seguía en el pie derecho. Bosch tomó nota mental de la marca del fabricante: una S como una serpiente grabada en la suela gastada del tacón. La otra bota se hallaba junto a la pared, y el pie con el calcetín puesto estaba envuelto con una bolsa de la policía. Bosch supuso que el calcetín habría sido blanco, pero ahora era de un color grisáceo. El pie parecía ligeramente hinchado.

En el suelo, junto a la jamba de la puerta, había una escopeta de dos cañones de calibre veinte. La parte inferior de la culata estaba rota; a su lado había una astilla de unos diez centímetros de longitud, que Donovan o uno de los directores había marcado con un círculo azul.

Bosch no disponía de tiempo para considerar todos esos hechos, así que se concentró en ver lo máximo posible. Cuando levantó la cabeza para mirar el cadáver, descubrió que Moore llevaba téjanos y un suéter de algodón. Sus manos yacían inertes a ambos lados del cuerpo y su piel era de un gris cerúleo. Tenía los dedos hinchados por la putrefacción y los antebrazos más inflados que Popeye. En el brazo derecho, llevaba un tatuaje desdibujado que mostraba la cara sonriente de un demonio bajo la aureola de un ángel.

El cuerpo estaba recostado contra la bañera como si Moore hubiese echado la cabeza hacia atrás para lavarse el pelo. Pero Bosch se dio cuenta de que sólo daba esa impresión porque la cabeza simplemente no estaba allí, ya que había sido destruida por el impacto de la escopeta de dos cañones. El alicatado azul celeste que rodeaba la bañera estaba cubierto de sangre seca. Y en el interior de ésta aún quedaba el rastro marrón de las gotas de sangre. Bosch se fijó en que algunos azulejos estaban agrietados allí donde habían impactado las balas de la escopeta.

De pronto sintió una presencia detrás de él y, al volverse, topó con la mirada del subdirector Irvin Irving. Irving no llevaba máscara ni se estaba tapando la boca o la nariz.

– Buenas noches, jefe.

Irving lo saludó con la cabeza y preguntó:

– ¿Qué hace usted por aquí, detective?

Bosch había visto lo suficiente como para poder deducir lo que había ocurrido, así que sorteó a Irving y se dirigió hacia la salida. El subdirector del departamento lo siguió y ambos pasaron por delante de dos hombres de la oficina del forense, vestidos con monos azules idénticos. Una vez fuera, Harry tiró su pañuelo en una papelera de la policía. Mientras encendía otro cigarrillo, reparó en que Irving llevaba un sobre de color marrón en la mano.

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