Salió del despacho con la nota y el sobre cogidos por una esquina y con los guantes puestos. Tenía que subir las escaleras para buscar a un técnico con bolsas de pruebas y meterlos dentro. Se asomó a la puerta del dormitorio y vio al técnico del juzgado de instrucción y a dos encargados del traslado de cuerpos extendiendo una bolsa de plástico sobre una camilla. La exhibición pública de Honey Chandler estaba a punto de llegar a su fin. Bosch se retiró para evitar presenciarlo. Edgar lo siguió tras leer la nota, a la que el técnico le estaba poniendo una etiqueta.
– ¿Le envió la misma nota a ella? ¿Para qué?
– Supongo que quería asegurarse de que nosotros no ocultáramos la nuestra. Si lo hubiéramos hecho, él contaba con que Chandler sacaría la suya.
– Pero si ella ha tenido la nota todo el tiempo, ¿por qué quería que presentáramos la nuestra como prueba? Le habría bastado con presentar la suya ante el tribunal.
– Supongo que pensó que sacaría más provecho de la nuestra. Si lograba que la policía entregara la suya, eso le daría mayor legitimidad ante los ojos del jurado. Si simplemente hubiera presentado ésta, mi abogado podría haberlo tirado por tierra. No lo sé. Sólo son suposiciones.
Edgar asintió.
– Por cierto-dijo Bosch-, ¿cómo entraste al llegar?
– La puerta principal no estaba cerrada con llave. No hay arañazos en la cerradura ni indicios de que haya sido forzada.
– El Discípulo llegó y ella le dejó pasar… No la atrajo a donde estaba él. Algo está pasando. Está cambiando. Muerde y quema. Comete errores. Le está afectando algo. ¿Por qué ha ido a por ella en lugar de ceñirse al esquema de escoger a sus víctimas de la sección contactos de sexo?
– Lo peor es que Locke es el sospechoso. Estaría bien preguntarle qué significa todo esto.
– ¡Detective Harry Bosch! -gritó una voz desde el piso de abajo-. ¡Harry Bosch!
Bosch se dirigió a la escalera y miró hacia abajo. Un joven policía, el mismo que controlaba el acceso a la escena del crimen junto a la cinta, miraba hacia arriba desde el recibidor.
– Hay un tipo en el cordón que quiere entrar. Dice que es un psiquiatra que ha estado colaborando con usted.
Bosch se volvió hacia Edgar. Sus miradas se encontraron.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Bosch al policía.
El policía consultó su carpeta y leyó:
– John Locke, de la Universidad del Sur de California.
– Que pase.
Bosch comenzó a bajar las escaleras y le hizo una señal a Edgar con la mano. Le dijo:
– Lo voy a llevar al despacho de Chandler. Díselo a Hans Off y baja.
Bosch pidió a Locke que se sentara en la silla del escritorio; él prefirió permanecer de pie. A través de la ventana que había tras el psicólogo, Bosch veía a los periodistas agrupándose para la rueda de prensa que iba a ofrecer algún miembro de la unidad de relaciones con los medios.
– No toque nada -dijo Bosch-. ¿Qué está haciendo aquí?
– He venido en cuanto me he enterado -dijo Locke-. Pero creí que me había dicho que tenían al sospechoso bajo vigilancia.
– Lo teníamos, pero no era él. ¿Cómo se ha enterado?
– Están informando en todas las emisoras de radio. Lo oí cuando regresaba en coche y me vine directamente. No dijeron la dirección exacta, pero una vez en Carmelina, no fue difícil encontrarlo. Sólo había que seguir a los helicópteros.
Edgar entró sigilosamente en la habitación y luego cerró la puerta.
– Detective Jerry Edgar, el doctor John Locke.
Edgar hizo un movimiento con la cabeza, pero no le tendió la mano. Permaneció alejado, apoyado contra la puerta.
– ¿Dónde ha estado? Llevamos desde ayer intentando localizarlo.
– En Las Vegas.
– ¿En Las Vegas? ¿A qué ha ido a Las Vegas?
– A qué iba a ser, a jugar. También estoy pensando en un proyecto de un libro sobre las prostitutas legales que trabajan al norte de… Miren, no hay tiempo que perder. Quisiera ver el cuerpo in situ. Así podría hacerles una lectura.
– El cuerpo ya ha sido trasladado, doctor -dijo Edgar.
– ¿Ah sí? Vaya. Tal vez pueda inspeccionar la escena del crimen y…
– Ahora mismo hay ya demasiada gente arriba -dijo Bosch-. Tal vez más tarde. ¿Cómo interpretaría unas marcas de mordiscos? ¿Y quemaduras de cigarrillo?
– ¿Quieren decir que eso es lo que se han encontrado esta vez?
– Y que no era una chica de compañía -dijo Edgar-. Él vino aquí, ella no fue a buscarlo.
– Cambia muy rápido. Todo parece bastante arbitrario. O alguna fuerza o razón desconocida le está forzando a hacerlo.
– ¿Como qué? -preguntó Bosch.
– No lo sé.
– Intentamos llamarlo a Las Vegas. No llegó a presentarse en el hotel.
– Ah, ¿en el Stardust? Ya, es que al llegar vi el MGM nuevo que acababan abrir y pregunté si tenían habitación. Les quedaba sitio y me alojé allí.
– ¿Había alguien con usted? -preguntó Bosch.
– ¿Todo el tiempo? -añadió Edgar.
Un gesto de desconcierto se apoderó del semblante de Locke.
– ¿Qué pasa…? -Entonces lo entendió. Movió la cabeza con incredulidad-. Harry, ¿me está tomando el pelo?
– Yo no. ¿Y usted a mí, apareciendo aquí de esta manera?
– Creo que…
– No, no conteste a eso. Le diré lo que vamos a hacer. Seguramente lo mejor para todos será que conozca cuáles son sus derechos antes de continuar. Jerry, ¿tienes una tarjeta?
Edgar sacó su cartera y de ella extrajo una tarjeta blanca plastificada con los derechos constitucionales del detenido. Comenzó a leérselos a Locke. Tanto Edgar como Bosch se sabían el texto de memoria, pero en una circular del departamento que se había difundido junto con la tarjeta plastificada se recomendaba que lo leyeran. Así resultaba más difícil que el abogado defensor pudiera censurar ante el tribunal el modo en que la policía había dado a conocer sus derechos a su cliente.
Mientras Edgar leía la tarjeta, Bosch contemplaba por la ventana el enjambre de periodistas que rodeaba a uno de los subdirectores. Vio que Bremmer estaba en el grupo. Las palabras del subdirector no debían de tener mucho interés porque el periodista del Times no estaba tomando nota de nada. Simplemente estaba junto a la aglomeración y fumaba. Seguramente permanecía a la espera de la auténtica información, la que darían los auténticos jefes, Irving y Rollenberger.
– ¿Estoy detenido? -preguntó Locke cuando Edgar acabó.
– Aún no -dijo Edgar.
– De momento necesitamos aclarar algunas cosas -dijo Bosch.
– Esto es humillante.
– Lo comprendo. Ahora bien, ¿quiere aclararnos lo del viaje a Las Vegas? ¿Había alguien con usted?
– Desde las seis de la mañana del viernes hasta que salí del coche hace diez minutos una manzana más allá ha habido una persona conmigo todas las horas del día excepto cuando he ido al cuarto de baño. Esto es ridí…
– ¿Y quién es esa persona?
– Una amiga mía. Se llama Melissa Mencken.
Bosch se acordó de la joven llamada Melissa que trabajaba en el despacho de Locke.
– ¿La especialista en psicología infantil? ¿La de su despacho? ¿La rubia?
– Eso es -contestó Locke de mala gana.
– ¿Y ella nos confirmará que han estado juntos todo el tiempo? La misma habitación, el mismo hotel, el mismo todo, ¿verdad?
– Sí. Ella les confirmará todo. Estábamos llegando cuando oímos esto en la radio. En la KFWB. Está ahí fuera, esperándome en el coche. Vayan a hablar con ella.
– ¿Qué coche es?
– Un Jaguar azul. Mire, Harry, vaya a hablar con ella y aclárelo todo. Si ustedes no sacan a relucir que estoy con una alumna, yo no mencionaré este… este interrogatorio.
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