Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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– Ocurre con frecuencia, detective Bosch. Seguramente llegaron a un acuerdo el viernes y decidieron tomarse el fin de semana para ver si alguien cambiaba de opinión. Además, mire, un día menos que tienen que ir a trabajar.

Ya en el coche, cogió la radio de nuevo.

– Edgar, ¿estás ahí?

– Bueno, aún no. ¿Y tú?

– Tengo que dar la vuelta. Ya hay un veredicto. ¿Puedes encargarte tú de esto?

– Claro. ¿De qué me tengo que encargar?

– De la casa de Chandler. Es rubia. No se ha presentado hoy en el juzgado.

– Vale, ya entiendo.

Bosch no se habría imaginado jamás que algún día desearía ver a Honey Chandler en el juzgado, en la mesa de la parte contraria a la suya, pero así era, lo deseaba. Sin embargo, no estaba allí. Un hombre al que Harry no reconoció estaba sentado con la demandante.

Cuando se dirigió a la mesa de la defensa, Bosch vio que unos cuantos periodistas, incluido Bremmer, estaban ya en la sala del tribunal.

– ¿Quién es ése? -le preguntó a Belk, refiriéndose al hombre que estaba sentado junto a la viuda.

– Dan Daly. Keyes ha echado mano de él en el pasillo para que se sentara con la mujer durante la lectura del veredicto. Parece ser que Chandler ha desaparecido. No la encuentran.

– ¿Ha ido alguien a su casa?

– No lo sé. Supongo que han llamado. ¿Qué más le da? Debería estar preocupado por el veredicto.

El juez Keyes salió y ocupó su puesto. Asintió con la cabeza a la secretaria, que hizo entrar al jurado. Ninguno de los miembros del jurado miró a Bosch al entrar, prácticamente todos dirigieron la vista hacia el hombre que estaba sentado j.unto a Deborah Church.

– Nuevamente -comenzó el juez-, una incompatibilidad de horarios ha impedido a la señora Chandler estar presente aquí. El señor Daly, un excelente abogado, ha accedido a ocupar su puesto. Entiendo que, según me ha informado el alguacil, han emitido su veredicto.

Varias cabezas de entre las doce asintieron. Bosch al fin vio que un hombre lo miraba. Pero luego apartó la vista. Sentía latir su corazón con fuerza, pero dudaba de si la razón era el inminente veredicto o la desaparición de Honey Chandler. O ambas cosas.

– ¿Puedo ver el veredicto, por favor?

El presidente del jurado le entregó un taco de papeles al alguacil, éste se los pasó a la secretaria del tribunal, quien a su vez se los entregó al juez. Era insoportable verlo. El juez tuvo que ponerse unas gafas para leer y, a continuación, se tomó su tiempo para estudiar los documentos. Finalmente, le devolvió los documentos a la secretaria y le dijo:

– Haga público el veredicto.

La secretaria realizó mentalmente una primera lectura de prueba y luego comenzó.

– En relación con el asunto arriba descrito sobre la pregunta de si el demandado Hieronymus Bosch privó a Norman Church de sus derechos civiles a la protección contra el registro y la detención ilegal, fallamos a favor de la demandante.

Bosch no se movió. Miró a su alrededor y vio que en aquel momento todos los miembros del jurado tenían la vista puesta en él. Él se volvió para mirar a Deborah Church y vio cómo cogía del brazo al hombre que tenía sentado a su lado, a pesar de que no sabía quién era, y sonreía. Ella estaba volviendo aquella sonrisa victoriosa hacia Bosch cuando Belk lo agarró del brazo.

– No se preocupe -susurró-. Lo que cuenta son los daños y perjuicios.

La secretaria continuó.

– Por la presente, el jurado concede a la demandante en concepto de daños y perjuicios la cantidad de un dólar.

Bosch oyó que Belk dijo en voz baja un eufórico «¡Sí!».

– En la cuestión de daños punitivos, el jurado concede a la demandante la cantidad de un dólar.

Belk volvió a decirlo, con la diferencia de que en aquella ocasión lo hizo lo suficientemente alto como para que lo oyeran en el pasillo. Bosch miró a Deborah Church en el preciso instante en que la victoria se desvaneció de su sonrisa y la mirada se le quedó vacía. A Bosch todo aquello le resultaba surrealista, como si estuviera viendo una obra de teatro pero subido al escenario con los actores. El veredicto no significaba nada para él. Simplemente observaba a todo el mundo.

El juez Keyes comenzó su discurso de agradecimiento al jurado diciéndoles que habían cumplido con sus obligaciones constitucionales y que debían sentirse orgullosos de haber servido y de ser ciudadanos estadounidenses. Bosch dejó de escuchar y permaneció sentado sin más. Pensó en Sylvia y deseo poder hablar con ella.

El juez levantó la sesión y el jurado salió por última vez. Acto seguido, el magistrado abandonó su lugar en la tribuna y Bosch pensó que tal vez se apreciaba un gesto de enfado en su rostro.

– Harry -dijo Belk-, es un veredicto magnífico.

– ¿En serio? No lo sé.

– Bueno, es un veredicto mixto. Básicamente lo que ha pasado es que el jurado ha fallado lo que nosotros ya habíamos admitido. Dijimos que usted había cometido errores entrando allí de esa manera, pero que su departamento ya le había sancionado por ello. El jurado ha fallado que, según la ley, no debería haber derribado la puerta de esa forma. Sin embargo, al conceder sólo dos dólares están diciendo que le creen a usted. Church realizó el movimiento sospechoso. Y Church era el Fabricante de Muñecas.

Le dio unas palmadas a Bosch en la espalda. Posiblemente esperaba que Harry le diera las gracias, pero no fue así.

– ¿Y Chandler?

– Ahí está el problema, digamos. El jurado ha fallado a favor de la demandante, así que nosotros pagamos la cuenta. Supongo que pedirá entre unos ciento ochenta y doscientos. Probablemente lo arreglaremos con noventa. No está mal, Harry. Nada mal.

– Tengo que irme.

Bosch se levantó y se abrió paso entre la marabunta de público y periodistas. Se dirigió a toda prisa a las escaleras mecánicas y una vez en ellas comenzó a buscar a tientas para sacar el último cigarrillo del paquete. Bremmer se subió de un salto al escalón de detrás, libreta en mano, preparado para tomar notas.

– Enhorabuena, Harry -le dijo.

Bosch lo miró. El periodista parecía decirlo con sinceridad.

– ¿Por qué? Dicen que soy algo así como un matón constitucional.

– Sí, pero les ha salido por un par de dólares. No está mal.

– Sí, bueno…

– Bueno, ¿algún comentario oficial? Deduzco que lo de «matón constitucional» no cuenta.

– Sí, te lo agradezco. Hum, ¿sabes qué?, déjame pensarlo un rato. Ahora tengo que irme, pero te llamaré más tarde. ¿Por qué no vuelves a subir y hablas con Belk? Necesita ver su nombre en el periódico.

En la calle, Bosch encendió el cigarrillo y sacó la radio del bolsillo.

– Edgar, ¿estás ahí?

– Sí.

– ¿Qué tal?

– Mejor te cuento fuera de antena. Se nos está echando encima todo el mundo.

Bosch tiró la colilla al cubo de la basura.

No habían tenido ningún éxito en el intento de que no saltara la noticia. Cuando Bosch llegó a la casa de Carmelina, ya había un helicóptero de una cadena sobrevolando el edificio y otros dos canales en tierra. El lugar no tardaría en convertirse en un circo. El caso tendría dos grandes atracciones: el Discípulo y Honey Chandler.

Bosch tuvo que aparcar dos casas más allá debido a la aglomeración de coches y furgonetas oficiales a ambos lados de la calle. Los agentes encargados de controlar el tráfico comenzaban en aquel momento a colocar balizas y a cerrar la vía pública.

La propiedad había quedado acordonada por cintas de plástico amarillas de la policía. Bosch firmó en el registro de asistencia que llevaba un policía uniformado y se coló por debajo de la cinta. Era una casa de dos pisos estilo Bauhaus ubicada en una ladera. Desde fuera, Bosch vio que las ventanas que abarcaban desde el suelo hasta el techo ofrecerían una vista excelente. Contó dos chimeneas. Era una casa agradable en un agradable vecindario habitado por agradables abogados y catedráticos de la Universidad de California en Los Ángeles. Ya no lo sería más. Al entrar lamentó no tener un cigarrillo.

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