– Van a quedarse en los dos sitios. Ahora estoy tratando de conseguir una orden de registro. Pero no creo que tengamos indicios razonables.
Bosch sabía que seguramente tenía razón. El hecho de que Mora lo hubiera identificado como el hombre que se había introducido en el círculo de la pornografía y de que los nombres de tres de las víctimas aparecieran en su libro no constituía una causa razonable para registrar su casa.
Le dijo a Edgar que había localizado a Sylvia y que se iba a reunir con ella. Al despedirse, se dio cuenta de que la visita a casa de los Fontenot podía haberle salvado la vida. Lo concibió como un favor simbiótico. Una vida arrebatada por una vida salvada.
Antes de abrir la puerta de su casa anunció en voz alta que había llegado, luego giró la llave y se dejó caer en los brazos temblorosos de Sylvia. La apretó contra su pecho y dijo por radio: «Aquí estamos todos bien.» Luego la apagó.
Se sentaron en el sofá y Bosch le contó todo lo que había sucedido desde la última vez que se habían visto. Observó en los ojos de ella que le aterrorizaba más saber lo que estaba ocurriendo que no saberlo.
Cuando él acabó, Sylvia le contó que había tenido que salir de la casa porque el agente inmobiliario iba a enseñársela a posibles compradores. Por eso había ido directamente a casa de Bosch al salir de casa de los Fontenot. Él le explicó que no se acordaba de que iban a enseñar la casa.
– Puede que después de lo de hoy tengas que contratar a otro agente inmobiliario -dijo él.
Los dos se rieron para liberar parte de la tensión.
– Lo siento -dijo él-. Esto no debería haber llegado a afectarte.
Se sentaron en silencio durante un rato. Ella se apoyó en él como si la tensión la hubiera dejado exhausta.
– ¿Por qué haces esto, Harry? Tienes que hacer frente a tantas cosas, tratar con las personas más horribles del mundo y con las cosas que hacen. ¿Por qué sigues en esto?
Él se quedó pensando, pero sabía que en realidad no tenía una respuesta y que ella no esperaba que se la diera.
– No quiero quedarme aquí-dijo después de un rato.
– A las cuatro podemos volver a mi casa.
– No, vamonos de aquí y ya está.
Desde la suite de dos ambientes del hotel Loews, en Santa Mónica, tenían una panorámica del océano más allá de una playa inmensa. Era el tipo de habitación que incluía albornoces largos de rizo y bombones envueltos en papel dorado encima de las almohadas. La puerta delantera de la suite estaba situada en el cuarto piso de un edificio de cinco plantas con una fachada de cristal que daba al Pacífico, desde la que se alcanzaba a ver todo el arco de la puesta de sol.
Había un porche con dos sofás y una mesa en la que el servicio de habitaciones les servía la comida. Bosch se había llevado consigo la radio, pero estaba apagada. Se mantendría en contacto para saber cómo avanzaba la búsqueda de Locke, pero se retiraba hasta el día siguiente.
Había llamado y había hablado con Edgar y con Irving. Les había dicho que él se quedaría con Sylvia, aunque parecía poco probable que el Discípulo fuera a actuar. En cualquier caso, no lo necesitaban, porque el operativo tenía que permanecer a la espera, aguardar hasta que Locke apareciera o sucediera alguna otra cosa.
Irving explicó que los presidentes se habían puesto en contacto con el decano de la facultad de psicología de la Universidad del Sur de California quien, a su vez, había contactado con una de las becarias de Locke. Ésta explicó que Locke había comentado el viernes que pasaría el fin de semana en Las Vegas y que se alojaría en el Stardust. Los lunes no tenía clase, de modo que no volvería a la universidad hasta el martes.
– Hemos preguntado en el Stardust-dijo Irving-. Locke tenía una reserva, pero no ha aparecido por allí.
– ¿Y la orden de registro?
– Nos la han negado ya tres jueces. Cuando un juez no te concede una orden de registro sabes que no tienes nada. Tendremos que dejarlo estar un tiempo. Mientras tanto, continuaremos vigilando su casa y su despacho. Prefiero hacerlo así hasta que aparezca y podamos hablar con él.
Bosch detectó el tono de duda que había en la voz de Irving. Se preguntaba cómo le habría explicado Rollenberger el giro que había dado la investigación para que Mora hubiera dejado de ser el sospechoso y hubiera pasado a serlo Locke.
– ¿Cree que nos estamos equivocando? -Bosch se dio cuenta de que había un atisbo de duda en su propia voz.
– No lo sé. Hemos seguido la pista de la nota. La dejaron en el mostrador de información en algún momento del sábado por la noche. El recepciomsta fue a tomar café sobre las nueve, el vigilante lo entretuvo y cuando salió la encontró sobre el mostrador. Le pidió a un agente que la pusiera en su buzón. Lo único que está claro es que nos equivocamos con Mora. De todas formas, podríamos equivocarnos otra vez. Hasta ahora no tenemos más que presentimientos. Buenos presentimientos, entiéndame, pero nada más. Esta vez me gustaría actuar con un poco más de cautela.
La traducción era: lo has echado todo a perder con tu corazonada de que era Mora, esta vez iremos con más calma. Bosch lo entendió así.
– ¿Y si el viaje a Las Vegas fuera una tapadera? La nota dice algo de que se va a marchar. Tal vez Locke está huyendo.
– Tal vez.
– ¿Deberíamos poner una orden de búsqueda y captura, o conseguir una orden de arresto?
– Creo que vamos a esperar al menos hasta el martes, detective. Bríndele la oportunidad de regresar. Son sólo dos días más.
No cabía duda de que Irving no quería actuar. Iba a esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos para decidir cuál sería el siguiente paso a dar.
– Está bien, volveré a llamar más tarde.
Durmieron la siesta en la cama de matrimonio hasta que oscureció y entonces Bosch puso las noticias para ver si se había filtrado algo de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas.
No había sido así, pero a la mitad del telediario del Canal 2, Bosch dejó de hacer zapping. La historia que lo detuvo fue una noticia actualizada sobre el asesinato de Beatrice Fontenot. Una foto de la chica con un peinado de trenzas aparecía a la derecha de la pantalla.
La presentadora rubia dijo: «La policía ha anunciado hoy que han identificado a un hombre armado como sospechoso de la muerte de la joven de dieciséis años Beatrice Fontenot. El hombre al que están buscando es un presunto traficante de drogas enemistado con los hermanos mayores de Beatrice, según ha afirmado el detective Stanley Hanks. Este mismo agente ha declarado que los disparos realizados contra la residencia de los Fontenot iban, con toda probabilidad, dirigidos a los hermanos. Sin embargo, una de las balas alcanzó en la cabeza a Beatrice, una aplicada estudiante del Grant High, en el valle de San Fernando. El funeral se celebrará esta misma semana.»
Bosch apagó la televisión y volvió la mirada hacia Sylvia, que estaba recostada en la pared con dos almohadas. No dijeron nada.
Después de cenar en la habitación prácticamente sin cruzar palabra, se ducharon de uno en uno. Bosch fue el segundo y, mientras el agua se le clavaba como agujas en el cuero cabelludo, decidió que había llegado el momento de quitarse la máscara, de destaparse. Confiaba en la fe que tenía en ella, en el deseo de Sylvia de saberlo todo sobre él. Y sabía que si no hacía algo, cada día que se guardara para sí los secretos de su vida, estaría arriesgando lo que tenían. Sabía que, de alguna forma, enfrentarse a ella era enfrentarse a sí mismo. Tenía que aceptar quién era, de dónde venía y en qué se había convertido si quería que ella lo aceptara también.
Llevaban puestos los albornoces de aquel blanco inmaculado; ella estaba sentada junto a la puerta corredera, él de pie junto a la cama. A través de la puerta, por detrás de Sylvia, veía el reflejo cambiante que la luna llena proyectaba en el Pacífico. No sabía cómo empezar.
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