Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Sylvia había estado hojeando una revista del hotel llena de sugerencias para turistas sobre qué hacer en la ciudad. Ninguna de ellas era el tipo de cosas que hacía la gente que vivía allí. La cerró y la dejó encima de la mesa. Miró a Bosch y luego apartó la vista. Empezó ella antes de que él pudiera pronunciar una sola palabra.

– Harry, quiero que te vayas a casa.

Él se sentó en el borde de la cama, apoyó los codos sobre las rodillas y recorrió su cabello con las manos. No tenía ni la menor idea de qué estaba pasando.

– ¿Qué quieres decir?

– Demasiadas muertes.

– ¿Pero, Sylvia…?

– Harry, le he dado tantas vueltas este fin de semana que ya soy incapaz de pensar. Pero eso sí lo tengo claro, tenemos que separarnos una temporada. Necesito aclararme con algunas cosas. Tu vida es…

– Hace dos días decías que el problema era que yo te ocultaba cosas. Y ahora dices que no quieres saber nada más de mí. Tú…

– No estoy hablando de ti. Estoy hablando de lo que haces.

Él sacudió la cabeza.

– Es lo mismo, Sylvia. Deberías saberlo.

– Mira, han sido dos días muy duros. Lo único que necesito es un poco de tiempo para decidir si esto es lo mejor para mí. Para los dos. Créeme, lo hago también pensando en ti. No estoy segura de que sea la persona adecuada para ti.

– Yo sí, Sylvia.

– No digas eso, por favor. No lo compliques más. Yo…

– No quiero volver a estar sin ti, Sylvia. Eso es lo único que tengo claro ahora mismo. No quiero estar solo.

– Harry, no quiero hacerte daño ni quiero volver a pedirte nunca más que cambies por mí. Te conozco y no creo que pudieras cambiar, aunque quisieras hacerlo. Por eso, ahora, lo que tengo que decidir es si yo puedo vivir con eso y vivir contigo… Yo te quiero, Harry, pero necesito un tiempo…

En aquel momento Sylvia estaba llorando. Bosch lo veía en el espejo. Quería levantarse y abrazarla, pero sabía que sería un error. Él era el motivo de sus lágrimas. Se produjo un largo silencio, con los dos sentados en la intimidad de su propio sufrimiento. Ella miraba hacia abajo, hacia su regazo, donde sus manos se entrelazaban. Él miraba hacia el océano, y vio un pesquero que surcaba la trayectoria que reflejaba la luna, camino de las islas Channel.

– Dime algo -dijo ella al fin.

– Haré lo que tú quieras -dijo él-. Ya lo sabes.

– Yo iré al cuarto de baño y esperaré allí a que te vistas y te vayas.

– Sylvia, pero yo quiero saber que estás a salvo. Me gustaría pedirte que me dejaras dormir en la otra parte de la habitación. Por la mañana pensaremos en algo. Y entonces me iré.

– No. Los dos sabemos que no va a pasar nada. Ese hombre, Locke, seguramente estará ya muy lejos, huyendo de ti, Harry. No me ocurrirá nada. Mañana cogeré un taxi para ir a clase y estaré a salvo. Pero dame un tiempo.

– Un tiempo para decidir.

– Sí, para decidir.

Ella se levantó y pasó deprisa junto a él para entrar en el baño. Él extendió el brazo, pero ella lo rozó y pasó de largo. Cuando cerró la puerta, Harry oyó desde fuera que ella sacaba de la caja pañuelos de papel. Escuchó que lloraba.

– Vete, Harry, por favor -dijo después de un rato-. Por favor.

Sylvia abrió el grifo para no oírle, por si decía algo. Bosch se sintió ridículo al verse allí vestido con aquel lujoso albornoz. Al quitárselo, se rasgó.

Aquella noche sacó una manta del maletero del Caprice y se hizo una cama en la arena a unos cien metros del hotel, pero no durmió. Se sentó de espaldas al océano, con la vista puesta en la puerta corredera con cortinas del cuarto balcón. A través de la fachada de cristal del hotel veía también la puerta de la habitación, así sabría si alguien se acercaba. Hacía frío en la playa, aunque para mantenerse despierto no le hacía falta el fresco de la brisa marina.

Capítulo 30

El lunes por la mañana, Bosch llegó diez minutos tarde al juzgado. Quiso comprobar que Sylvia tomaba un taxi y se iba a clase sin problemas antes de pasar por su casa y ponerse el mismo traje que había usado el viernes. Sin embargo, cuando entró precipitadamente vio que el juez Keyes no ocupaba su lugar en la sala del tribunal y que Chandler no estaba en la mesa de la demandante. La viuda de Church estaba sola, mirando al frente y en posición de rezar.

Harry se sentó junto a Belk y dijo:

– ¿Qué ocurre?

– Estábamos esperando a que llegaran Chandler y usted. Ahora la estamos esperando sólo a ella. Al juez no le ha hecho ninguna gracia.

Bosch vio que la secretaria del tribunal se levantaba y llamaba a la puerta del despacho del juez. Luego asomó la cabeza y él la oyó decir: «El detective Bosch ya está aquí. La secretaria de Chandler no ha conseguido localizarla todavía.»

Entonces empezó a notar la sensación de opresión en el pecho. Bosch sintió inmediatamente que había comenzado a sudar. ¿Cómo no había caído en la cuenta? Se inclinó hacia adelante y apoyó el rostro sobre las manos.

– Tengo que hacer una llamada -dijo, y se levantó.

Belk se volvió, probablemente para decirle que no fuera a ninguna parte, pero se quedó callado cuando se abrió la puerta del despacho del juez. El juez Keyes salió caminando a grandes pasos y dijo:

– Permanezcan sentados.

Tomó su asiento en la tribuna y le dijo a la secretaria del tribunal que hiciera pasar al jurado. Bosch se sentó.

– Vamos a continuar y a pedirles que comiencen sin la presencia de la señora Chandler. Más tarde arreglaremos el asunto de su retraso.

Los miembros del jurado entraron en fila y el juez les preguntó si había algo que quisieran comentar, alguna incompatibilidad de horarios o alguna otra cosa. Nadie dijo nada.

– Está bien. En ese caso, les vamos a pedir que continúen las deliberaciones. El alguacil irá después a hablarles de la comida. Por cierto, a la señora Chandler le ha surgido un problema esta mañana y ésa es la razón de que ustedes no la vean sentada en la mesa del demandante. Es un dato que no deben tener en cuenta. Muchas gracias.

El jurado abandonó la sala. El juez ordenó de nuevo a las partes presentes que no se alejaran un radio de más de quince minutos del juzgado, luego le dijo a la secretaria del tribunal que continuara intentando localizar a Chandler. Dicho aquello, se puso en pie y regresó a su despacho.

Bosch se levantó a toda prisa y abandonó la sala. Se dirigió a las cabinas de teléfono y marcó el número del centro de comunicaciones. Después de dar su nombre y su número de placa, le pidió a la telefonista que ordenara una búsqueda de código tres en tráfico con el nombre de Honey Chandler. Dijo que necesitaba la dirección y que esperaría.

La radio no funcionó hasta que Bosch salió del garaje subterráneo del juzgado. Una vez en Los Angeles Street, lo intentó de nuevo y conectó con Edgar, quien tenía la radio encendida. Le pidió que anotara la dirección de Chandler que le habían dado, Carmelina Street, en Brentwood.

– Nos vemos allí.

– Voy para allá.

Condujo hasta la Tercera y tomó esta calle hasta pasar el túnel y salir a la autovía del puerto. Estaba a punto de llegar a la autovía de Santa Mónica cuando sonó su busca. Miró el núme ro mientras conducía, pero no lo reconoció. Salió de la autovía y se detuvo en una tienda de alimentación de Korea Towii que tenía un teléfono público en la pared de la fachada.

– Juzgado número cuatro -dijo la mujer que contestó a su llamada.

– Soy el detective Bosch, ¿me ha llamado alguien al busca?

– Sí, hemos sido nosotros. Tenemos el veredicto. Tiene que venir inmediatamente.

– ¿Cómo es posible? Acabo de estar allí. ¿Cómo van a…?

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