– Y esta vez no la caguéis -dijo tras restablecer parte de su papel de mando.
A continuación anunció que se celebraría una reunión del equipo de investigación el domingo a mediodía, al cabo de poco más de seis horas. Dijo que entonces discutirían si solicitaban una orden para registrar la casa y el despacho de Locke y decidirían cómo actuar. Cuando se dirigía hacia la puerta, Rollenberger miró a Bosch y le dijo:
– Ve a soltarlo. Luego, lo mejor será que te vayas a dormir un rato, Bosch. Lo vas a necesitar.
– ¿Y qué va a pasar con usted? ¿Cómo va a abordar este asunto con Irving?
Rollenberger miraba la placa dorada de detective que tenía en la mano. Era de Mora. Cerró la mano y se la metió en el bolsillo de la cazadora. Luego miró a Bosch.
– Eso es problema mío, ¿no te parece, Bosch? No te preocupes por eso.
Cuando los demás se hubieron ido, Bosch y Edgar subieron al gimnasio. Mora estaba en silencio y evitó mirarlos cuando le quitaron las esposas. No dijeron nada, lo dejaron allí con la toalla todavía alrededor del cuello, como una soga, contemplando su imagen fragmentada en el espejo de la pared.
Bosch encendió un cigarrillo y miró el reloj al llegar al coche. Eran las seis y veinte y estaba demasiado alterado para irse a casa a dormir. Entró en el coche y sacó la radio del bolsillo.
– Frankie, ¿estás ahí?
– Sí -respondió Sheehan.
– ¿Alguna novedad?
– Acabamos de llegar. No hay movimiento. No sé si está dentro o no. La puerta del garaje está cerrada.
– Vale.
A Bosch se le ocurrió una idea. Cogió el libro de Locke y le quitó la cubierta. La dobló, se la metió en el bolsillo y arrancó el coche.
Después de parar a tomarse un café en un WinchelPs, Bosch llegó sobre las siete al Sybil Brand Institute. Dada la hora que era, tuvo que pedir autorización al jefe de vigilancia para interrogar a Georgia Stern.
Se percató de que estaba con el mono en cuanto entró en la sala del interrogatorio. La mujer se sentó encorvada y con los brazos cruzados por delante, como si se le hubiera roto una bolsa de la compra y tratara de impedir que se cayera algo.
– ¿Se acuerda de mí? -preguntó él.
– Eh, tiene que sacarme de aquí.
– No puedo. Pero puedo pedirles que la trasladen a la clínica. Allí le darán metadona en el zumo de naranja.
– Quiero salir de aquí.
– Pediré que la lleven a la clínica.
Ella dejó caer la cabeza en señal de derrota. Comenzó a acunarse ligeramente, hacia atrás y hacia adelante. A Bosch le inspiró compasión, pero sabía que no podía dejarse llevar. Había cosas más importantes y ella ya no tenía salvación.
– ¿Se acuerda de mí? -volvió a preguntar-. ¿De la otra noche?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Recuerda que le enseñamos unas fotos? Pues tengo otra.
Puso la sobrecubierta del libro encima de la mesa. Ella contempló la foto de Locke bastante tiempo.
– ¿Y bien?
– ¿Qué? Lo he visto. Habló conmigo una vez.
– ¿Sobre qué?
– Sobre las películas. Era, eh, creo que es un entrevistador.
– ¿Un entrevistador?
– O sea, como un escritor. Dijo que era para un libro. Le pedí que no usara ninguno de mis nombres, pero no llegué a comprobarlo nunca.
– Georgia, trate de recordar. Concéntrese. Es muy importante. ¿Podría ser también el hombre que la atacó?
– ¿Se refiere al Fabricante de Muñecas? El Fabricante de Muñecas está muerto.
– Sí, eso ya lo sé. Pero creo que fue otra persona la que la atacó. Mire la foto. ¿Fue él?
Miró la foto y dijo que no con la cabeza.
– No lo sé. A mí me dijeron que había sido el Fabricante de Muñecas, así que me olvidé de su cara cuando lo mataron.
Bosch se recostó sobre el asiento. Era inútil.
– ¿Sigue pensando en pedirles que me lleven a la clínica? -preguntó tímidamente al percatarse de que el humor de Bosch había cambiado.
– Sí, ¿quiere que les diga que tiene el virus?
– ¿Qué virus?
– El sida.
– ¿Para qué?
– Para que le den las medicinas que necesite.
– Pero si yo no tengo el sida.
– Mire, sé que la última vez que la detuvieron los de antivicio de Van Nuys, llevaba AZT en el bolso.
– Es por protección. Lo pillé de un amigo que está enfermo. Me dio el bote y yo lo llené de maicena.
– ¿Protección?
– No quiero trabajar para ningún chulo. Si te viene algún capullo y te dice que él es tu hombre, le enseño la mierda ésta, le digo que tengo el virus y así se larga. No quieren chicas con sida. No es bueno para el negocio.
Esbozó una sonrisa picara y Bosch cambió su opinión acerca de ella. Al fin y al cabo, tal vez podría salvarse. Tenía el instinto de una superviviente.
La oficina de detectives de la comisaría de Hollywood estaba completamente desierta, algo habitual en un domingo por la mañana. Después de robar un vaso de café de la oficina de guardia mientras el sargento estaba ocupado con el mapa de la pared, Bosch fue a la mesa de homicidios y llamó a Sylvia, pero no la encontró. Se preguntó si estaría otra vez trabajando en el jardín o habría salido, tal vez a comprar el periódico del domingo para leer el artículo sobre Beatrice Fontenot.
Bosch se recostó en la silla. No sabía cuál debía ser el siguiente paso. Utilizó la radio para consultar con Sheehan, que volvió a decirle que no se había producido movimiento alguno en la casa de Locke.
– ¿Crees que deberíamos subir y llamar? -preguntó Sheehan.
No esperaba una respuesta y Bosch no se la dio. Sin embargo, se puso a pensar en ello. Aquello le dio otra idea. Decidió que iría a casa de Locke para ponerlo a prueba con la máxima discreción, para ponerle al corriente de la historia de Mora, ver cómo reaccionaba y comprobar si seguía afirmando que el poli de antivicio era el Discípulo.
Tiró el vaso vacío de café a la papelera y se asomó por la ranura del buzón de notas y correo que había en la pared. Vio que allí había algo. Se levantó y llevó a su mesa tres notas rosas de recados recibidos por teléfono y un sobre blanco. Leyó los mensajes y uno a uno los descartó al considerar que no eran importantes y los metió en el pincho de los mensajes para más tarde. Dos eran de periodistas de televisión y el tercero de un fiscal que solicitaba pruebas de uno de sus otros casos. Todas las llamadas se habían producido el viernes.
Luego miró el sobre y sintió un escalofrío, como si una fría bola de acero descendiera por detrás de su cuello. En el exterior sólo estaba escrito su nombre, pero la característica letra no dejaba lugar a dudas. Dejó el sobre en la mesa, abrió el cajón y rebuscó entre libretas, bolígrafos y pinzas de papel hasta que encontró un par de guantes de goma. Luego abrió cuidadosamente el mensaje del Discípulo.
Cuando el cadáver deje de apestar, yo seguiré presente en tu pesar por haberte arrancado a tu querida rubia de esas manos vulgares
Ella será entonces mi muñequita tras una dulce y deliciosa cita. Después emprenderé viaje rumbo a nuevos lugares
No le llegará el aire, no podrá resistir Pero a por mí, no te atrevas a ir Su última palabra, será, oh Dios, Una que sonará igual que Boschhhhhh
Al salir de la comisaría, atravesó la oficina de guardia, le faltó poco para llevarse por delante al sobresaltado teniente que estaba de servicio y gritó:
– ¡Póngase en contacto con el detective Jerry Edgar! Dígale que conecte la radio. El sabrá lo que quiero decir.
Entrar en la autovía fue tan desesperante que Bosch tenía la sensación de que notaba realmente cómo le subía la tensión. Sentía la piel de alrededor de los ojos tirante y tenía la cara cada vez más caliente. Había algún tipo de actuación dominical matutina en el Hollywood Bowl y la caravana en Highland llegaba hasta Fountain. Bosch trató de meterse por calles secundarias, pero allí también había mucha gente que se dirigía al Bowl. Sentía que se hundía en aquel apuro hasta que comenzó a tirarse de los pelos por no haberse acordado de que tenía las luces y la sirena. Al trabajar en homicidios, había pasado tanto tiempo desde la última vez que tuvo que salir corriendo, que ya ni lo recordaba.
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