Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Michael Connelly La Rubia de Hormigón 03 Serie Bosch Dedicado a Susan Paul - фото 1

Michael Connelly

La Rubia de Hormigón

03 Serie Bosch

Dedicado a Susan, Paul y Jamie Bob y Marlen, Ellen, Jane y Damián

Prologo

La casa de Silverlake estaba a oscuras, sus ventanas tan vacías como los ojos de un cadáver. Era una construcción antigua, de estilo California Craftsman, con un porche que se extendía por toda la fachada y dos ventanas de buhardilla en la larga pendiente del tejado. No se veía ninguna luz encendida tras los cristales, ni tampoco encima del dintel. La casa proyectaba una oscuridad ominosa que ni siquiera el resplandor de la farola de la calle lograba penetrar. Si había un hombre aguardando en el porche, Bosch probablemente no podría verlo.

– ¿Está segura de que es aquí? -le preguntó a la mujer.

– No es en la casa -dijo ella-. Es detrás, en el garaje. Si adelanta lo verá al final del camino.

Bosch pisó el acelerador del Caprice y pasó de largo junto al sendero de entrada.

– Allí-dijo ella.

Bosch detuvo el vehículo. Había un garaje detrás de la casa y encima de éste un apartamento con una luz sobre la puerta y una escalera de madera en un costado. Dos ventanas, luz en el interior.

– Vale -dijo Bosch.

Ambos se quedaron mirando el garaje durante unos segundos. Bosch no sabía qué era lo que esperaba ver. Tal vez nada. El perfume de la prostituta llenaba el coche, y el detective bajó la ventanilla. No sabía si debía fiarse de ella o no. Lo único que sabía era que no podía pedir refuerzos. No se había llevado radio, y el coche carecía de teléfono.

– ¿Qué va a…? ¡Ahí viene! -dijo ella con apremio.

Bosch lo había visto, la sombra de una figura cruzando detrás de la ventanita. El baño, supuso.

– Está en el baño -dijo ella-. Allí es donde lo vi todo.

Bosch apartó la mirada de la ventana y observó a la joven.

– ¿Qué vio?

– Yo, eh, revisé el botiquín. Bueno, cuando estaba allí, sólo para ver qué tenía. Una chica tiene que ser cuidadosa. Y vi todo aquello. Maquillaje. Rímel, pintalabios, toallitas y potingues. Así fue como supuse que era él. Usa todo eso para pintarlas cuando ha terminado, bueno, cuando las ha matado.

– ¿Por qué no me lo dijo por teléfono?

– No me lo preguntó.

Vio que la silueta pasaba por detrás de las cortinas de la otra ventana. La mente de Bosch se había disparado y su corazón aceleraba a plena potencia.

– ¿Cuánto hace que salió de ahí?

– Joder, no lo sé. Tuve que caminar hasta Franklin antes de encontrar a alguien que me llevara al bulevar. Estuve en el coche unos diez minutos, así que no lo sé.

– Inténtelo. Es importante.

– No lo sé, ha pasado más de una hora.

Mierda, pensó Bosch. Ella se había hecho un cliente antes de llamar a la poli, lo cual mostraba un alto grado de preocupación. «Podría haber refuerzos arriba y estoy aquí mirando.»

Aceleró calle arriba y encontró un espacio junto a una boca de incendios. Apagó el motor, pero dejó las llaves en el contacto. Después de bajar, volvió a asomar la cabeza por la ventanilla abierta.

– Escuche, voy a subir. Quédese aquí. Si oye disparos, o si no vuelvo en diez minutos trate de que le abra algún vecino y llame a la policía. Diga que un agente necesita ayuda. Hay un reloj en el salpicadero. Diez minutos.

– Diez minutos, cariño. Ahora vaya a hacerse el héroe, pero yo me llevaré esa recompensa.

Bosch sacó la pistola mientras corría por el sendero. La escalera del costado del garaje era vieja y los peldaños estaban combados. Los subió de tres en tres, haciendo el menor ruido posible. Aun así, tenía la sensación de que estaba anunciando a gritos su llegada. En lo alto, levantó el brazo y con la culata del arma rompió la bombilla desnuda que había sobre el dintel. Retrocedió en la oscuridad hasta la barandilla. Levantó la pierna izquierda, cargó todo su peso e impulsó en el talón y asestó una patada seca justo encima del pomo.

La puerta se abrió con un fuerte crujido y Bosch traspuso el umbral agachado en la posición de combate clásica. Enseguida lo vio al fondo de la habitación, de pie al otro lado de una cama. El hombre estaba desnudo y no sólo era calvo, sino que no tenía ni un pelo en el cuerpo. Bosch se concentró en los ojos del tipo y vio que el terror los invadía.

– ¡Policía! -gritó Bosch con voz tensa-. ¡No se mueva!

El hombre se quedó paralizado durante un instante, pero enseguida empezó a agacharse y estiró el brazo izquierdo hacia la almohada. Dudó una fracción de segundo y continuó el movimiento. Bosch no podía creerlo. ¿Qué coño estaba haciendo? El tiempo se detuvo. La adrenalina que fluía por su organismo le daba a Bosch la claridad de una película a cámara lenta. Sabía que el hombre buscaba la almohada para tener algo con lo que cubrirse, o bien estaba…

La mano del hombre se metió bajo la almohada.

– ¡No lo haga!

La mano del sospechoso, que en ningún momento había apartado los ojos de Bosch, se estaba cerrando en torno a algo. Entonces Bosch se dio cuenta de que su expresión no era de terror. Era otra cosa. ¿Furia? ¿Odio? La mano estaba saliendo de debajo de la almohada.

– ¡No!

Bosch disparó una vez y el retroceso levantó la pistola que sostenía con ambas manos. El impacto de la bala propulsó hacia arriba y hacia atrás al hombre desnudo, que rebotó en la pared de paneles de madera y cayó sobre la cama, retorciéndose y vomitando sangre. Bosch avanzó con rapidez y saltó a la cama.

La mano izquierda del hombre volvía a buscar la almohada. Bosch levantó la pierna izquierda y se arrodilló en la espalda del hombre para inmovilizarlo. Sacó las esposas del cinturón, le cogió la mano izquierda y luego la derecha y lo esposó con las manos a la espalda. El hombre desnudo estaba jadeando y gimiendo.

– No puedo, no puedo… -dijo, pero su frase se perdió en un acceso de tos sanguinolenta.

– ¿No podía hacer lo que le he dicho? Le he dicho que no se moviera.

«Muérete, tío», pensó Bosch, pero no lo dijo. Será más fácil para todos.

Rodeó la cama hasta llegar a la almohada. La levantó, miró lo que había debajo durante un par de segundos y la dejó caer. Cerró los ojos un momento.

– ¡Mierda! -dijo en la nuca del hombre desnudo-. ¿Qué estaba haciendo? Joder, tengo una pistola y… ¡Le dije que no se moviera!

Bosch rodeó la cama a fin de ver el rostro del hombre. De su boca seguía cayendo sangre que manchaba la deslucida sábana blanca. Bosch sabía que le había alcanzado en los pulmones. El hombre se estaba muriendo.

– No tenía que morir -le dijo Bosch.

El hombre expiró.

Bosch miró por la habitación. No había nadie más. Ninguna sustituta de la prostituta que había huido. Se había equivocado con esa suposición. Se metió en el cuarto de baño y abrió el botiquín de debajo del lavabo. Bosch reconoció algunas de las marcas: Max Factor, L'Oréal, Cover Girl, Revlon. Todo parecía encajar.

Miró a través de la puerta del baño al cadáver que estaba en la cama. El aire todavía olía a pólvora. Encendió un cigarrillo y había tal silencio que pudo escuchar el crujido del tabaco al quemarse a medida que él inhalaba el humo tranquilizador.

No había teléfono en el apartamento. Bosch se sentó en la cocina americana y aguardó. Al mirar a través de la habitación hacia el cadáver, se dio cuenta de que su corazón seguía latiendo con rapidez y que él se había mareado. También reparó en que no sentía nada -ni compasión ni culpa ni pena- por el hombre que yacía en la cama. Nada en absoluto.

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