Bosch levantó la cabeza del diario y vio el rostro mugriento pero familiar del indigente que había hecho de la puerta del tribunal su territorio. Bosch lo había visto allí todos los días durante la semana del proceso de selección del jurado, haciendo sus rondas en busca de monedas y cigarrillos. El hombre llevaba pantalones de pana y una chaqueta de mezclilla raída encima de dos jerséis. Cargaba sus pertenencias en una bolsa de plástico y agitaba un vaso grande delante de la gente al tiempo que solicitaba una moneda. También llevaba siempre un bloc amarillo lleno de anotaciones.
Bosch se palpó los bolsillos instintivamente y se encogió de hombros. No tenía cambio.
– Si no tiene cambio, deme un dólar.
– No tengo un dólar suelto.
El indigente se olvidó de Bosch y miró en el cenicero, donde crecían colillas amarillas como en un huerto de cáncer. Se puso el bloc debajo del brazo y buscó entre las colillas aquellas en las que quedaba al menos medio centímetro de tabaco. Ocasionalmente encontraba un cigarrillo casi entero y chascaba la lengua para manifestar su satisfacción. Guardó la cosecha del cenicero en el vaso de plástico.
El hombre, satisfecho con sus hallazgos, retrocedió desde el cenicero y miró la estatua. Observó a Bosch y le guiñó un ojo antes de empezar a mover las caderas en una lasciva imitación del acto sexual.
– ¿Qué te parece mi chica? -dijo.
El hombre se besó la mano y se estiró para darle una palmadita a la estatua.
Antes de que a Bosch se le ocurriera qué decir, sonó el busca que llevaba en la cintura. El indigente retrocedió otros dos pasos y levantó la mano que tenía libre como si quisiera avisar de algún peligro desconocido. Bosch captó la expresión de pánico, la mirada desquiciada de un hombre cuyas hendiduras sinápticas cerebrales estaban demasiado separadas, lo cual entorpecía las conexiones. El hombre se volvió y se escabulló hacia Spring Street, con su vaso de cigarrillos a medio fumar.
Bosch observó hasta que el tipo desapareció y después se sacó el busca del cinturón. Reconoció el número de la pantallita. Era la línea directa del teniente Harvey Pounds de la comisaría de Hollywood. Aplastó lo que le quedaba del cigarrillo en la arena y volvió a meterse en el juzgado. Había una fila de teléfonos públicos cerca de las salas de vistas de la segunda planta, a la que se accedía mediante una escalera mecánica.
– Harry, ¿qué está pasando ahí?
– Lo habitual. Esperando. Ya tenemos jurado, así que los letrados están dentro con el juez, hablando de los preliminares. Belk dijo que no hacía falta que me quedara, así que he salido a dar una vuelta. -Miró el reloj. Eran las doce menos diez-. Pronto harán una pausa para comer.
– Bien. Te necesito.
Bosch no protestó. Pounds le había prometido que lo dejaría fuera de la rotación de casos hasta la finalización del juicio. Una semana más, a lo sumo dos. Era una promesa a la que Pounds estaba obligado, puesto que Bosch no podía asumir la investigación de un homicidio mientras se hallaba en el tribunal federal cuatro días a la semana.
– ¿Qué pasa? Pensaba que estaba fuera de la ronda.
– Estás fuera de la ronda. Pero puede que tengamos un problema. Y te afecta a ti.
Bosch dudó un momento. El trato con Pounds era siempre así. Harry se fiaría antes de un confidente que de Pounds. Siempre tenía un motivo manifiesto y otro oculto. Al parecer, el teniente se disponía a realizar otro de sus bailes característicos, hablando con frases elípticas, tratando de que Bosch mordiera el anzuelo.
– ¿Un problema? -preguntó Bosch por fin. Una respuesta adecuada, no comprometida.
– Bueno, supondré que has leído el periódico de hoy, el artículo del Times sobre el caso.
– Sí, acabo de leerlo.
– Bueno, pues tenemos otra nota.
– ¿Una nota? ¿De qué está hablando?
– Estoy hablando de que alguien ha dejado una nota en el mostrador de la calle. Dirigida a ti. Y que me parta un rayo si no suena como una de esas notas del Fabricante de Muñecas.
Bosch sabía que Pounds estaba disfrutando de alargar la tensión.
– Si estaba dirigida a mí, ¿cómo sabe lo que dice?
– No la han enviado por correo. Iba sin sobre. Es sólo una página doblada con tu nombre en la parte de arriba. La dejaron en la recepción. Alguien la leyó, y ya puedes imaginarte el resto.
– ¿Qué dice la nota?
– Bueno, no te va a gustar, Harry, el momento es espantoso, pero básicamente la nota dice que te equivocaste de tipo. Que el Fabricante de Muñecas sigue suelto. El autor presume de que es el verdadero Fabricante de Muñecas y que la cuenta de víctimas continúa. Dice que mataste a otro tipo.
– Es mentira. Las cartas del Fabricante de Muñecas se publicaron en el diario y en el libro de Bremmer sobre el caso. Cualquiera puede haber captado el estilo y escrito la nota. No…
– ¿Me tomas por imbécil, Bosch? Ya sé que cualquiera podría haber escrito esto, pero también lo sabe el autor. Por eso ha incluido un pequeño mapa del tesoro. Supongo que puede llamarse así. Pistas hacia el cadáver de otra víctima.
La línea se llenó de un largo silencio mientras Bosch pensaba y Pounds esperaba.
– ¿Y? -dijo Bosch al fin.
– Y envié a Edgar al lugar esta mañana. ¿Te acuerdas del Bing's, en Western?
– ¿Bing's? Sí, al sur del bulevar. Una sala de billar. ¿No lo destrozaron en los disturbios del año pasado?
– Sí -dijo Pounds-. Completamente quemado. Lo saquearon y le prendieron fuego. Sólo quedaron los cimientos de hormigón y tres paredes. Hay una orden municipal de demolición, pero todavía no la han ejecutado. Da igual, el caso es que es ese sitio, según la nota que recibimos. La nota decía que la chica estaba enterrada bajo la losa del suelo. Edgar acudió con una brigada municipal, un martillo neumático, de todo…
Pounds se estaba alargando. Menudo capullo, pensó Bosch. Esta vez aguardó un poco más y cuando el silencio se hizo exasperante, Pounds habló finalmente.
– Encontró un cadáver. Donde decía la nota, debajo del hormigón. Es…
– ¿Cuánto hace que la mataron?
– Todavía no lo sabemos, pero es viejo. Por eso te llamaba. Necesito que vayas allí durante la pausa para comer y veas qué puedes averiguar. Quiero que me digas si es una víctima del Fabricante de Muñecas o tenemos a otro zumbado tocándonos los cojones. Tú eres el experto. Sal cuando el juez ordene la pausa para comer. Nos reuniremos allí. Y volverás a tiempo para las exposiciones iniciales.
Bosch se sintió entumecido. Ya necesitaba otro cigarrillo. Trató de situar todo lo que Pounds acababa de decirle y darle cierto orden. El Fabricante de Muñecas, Norman Church, llevaba cuatro años muerto. No hubo ningún error. Bosch lo supo esa noche. Todavía lo sabía instintivamente. Church era el Fabricante de Muñecas.
– Entonces, ¿esa nota acaba de aparecer en el mostrador?
– El sargento de guardia la encontró en el mostrador de información hace cuatro horas. Nadie vio quién la dejó. Entra y sale mucha gente por las mañanas. Además, tenemos cambio de turno. Le pedí a Meehan que subiera y hablara con los uniformados de la entrada. Nadie recuerda nada de la nota hasta que la vieron.
– Mierda. Léamela.
– No puedo. La tienen los de investigaciones científicas. No creo que haya ninguna huella, pero hay que cumplir con el protocolo. Conseguiré una copia y la llevaré a la escena del crimen, ¿de acuerdo?
Bosch no contestó.
– Ya sé qué estás pensando -dijo Pounds-. Pero vamos a calmarnos hasta que veamos de qué se trata. Todavía no hay razón para preocuparse. Puede ser alguna maniobra de esa abogada, Chandler. Haría cualquier cosa para arrancar otra cabellera de un poli del departamento. Le encanta salir en los periódicos.
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