Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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– ¿Vais a poder determinar cuánto tiempo lleva muerta?

– Probablemente a partir del cadáver no. La identificaremos y después vosotros descubriréis cuándo desapareció. Ésta será la manera.

Bosch miró los dedos de la víctima. Eran palillos oscuros, casi tan delgados como lápices.

– ¿Y las huellas?

– Las conseguiremos, pero no de los dedos.

Bosch vio que Sakai sonreía.

– ¿Qué? ¿Las dejó en el hormigón?

La sonrisa de Sakai quedó aplastada como una mosca. Bosch le había arruinado la sorpresa.

– Sí, exacto. Podríamos decir que dejó una impresión. Vamos a obtener huellas, puede que incluso un molde de su rostro, si podemos sacar el trozo de hormigón. Quien preparó el material puso demasiada agua. Es muy fino. Es una suerte, tendremos las huellas.

Bosch se inclinó sobre la camilla para examinar la nudosa tira de cuero enrollada en torno al cuello del cadáver. Era un cuero negro fino y distinguió las marcas de la costura en los bordes. Otra tira cortada de un bolso. Como todas las demás. Se acercó más y el olor del cadáver le embotó la nariz y la boca. La circunferencia de la tira de cuero en torno al cuello era pequeña, tal vez del tamaño de una botella de vino. Lo suficientemente pequeña para ser fatal. Vio dónde había cortado la ennegrecida piel para arrancarle la vida a la víctima. Se fijó en el nudo. Un nudo corredizo apretado en el lado derecho con la mano izquierda. Como todos los demás. Church era zurdo.

Faltaba comprobar algo más. Lo llamaban la firma.

– ¿No había ropa? ¿Zapatos?

– Nada, como los demás, ¿recuerdas?

– Abre la bolsa del todo, quiero ver el resto.

Sakai abrió la cremallera hasta los pies. Bosch no estaba seguro de si Sakai conocía cuál era la firma, pero él no pensaba decírselo. Se inclinó sobre el cadáver y lo examinó como si estuviera interesado en todo, cuando en realidad sólo le importaban las uñas de los pies. Los dedos estaban arrugados, negros y quebradizos. Las uñas también estaban quebradas y en algunos dedos habían desaparecido por completo. Sin embargo, Bosch vio que la pintura en los dedos gordos estaba intacta. Rosa intenso, apagado por los fluidos de descomposición, el polvo y la edad. Y en el dedo gordo del pie derecho vio la firma. O lo que quedaba de ella. Una minúscula cruz blanca pintada cuidadosamente en la uña. La firma del Fabricante de Muñecas. No faltaba en ninguno de los cadáveres.

Bosch sentía que su corazón latía con fuerza. Miró el interior de la furgoneta y empezó a sentir claustrofobia. La primera sensación de paranoia empezaba a asomar en su cerebro. Su mente hervía con las posibilidades. Si el cadáver cumplía con todas las características conocidas de un asesinato del Fabricante de Muñecas, entonces Church era el asesino. Si Church era el asesino de esa mujer y estaba muerto, entonces ¿quién había dejado la nota en la comisaría de Hollywood?

Se irguió y miró a la víctima en su conjunto por primera vez. Desnuda y encogida, olvidada. Se preguntó si habría más cadáveres en el hormigón, esperando a ser descubiertos.

– Ciérralo -le dijo a Sakai.

– Es él, ¿no? El Fabricante de Muñecas.

Bosch no contestó. Saltó de la furgoneta y se bajó un poco la cremallera del mono.

– Eh, Bosch -lo llamó Sakai desde dentro de la furgoneta-. Es sólo curiosidad. ¿Cómo lo habéis encontrado? Si el Fabricante de Muñecas está muerto, ¿quién os ha dicho dónde mirar?

Bosch tampoco contestó a esta pregunta. Caminó lentamente de nuevo debajo de la lona. Parecía que todavía no se les había ocurrido la forma de sacar el trozo de hormigón donde habían descubierto el cuerpo. Edgar estaba por ahí, tratando de no ensuciarse. Bosch hizo una señal a su antiguo compañero y a Pounds y los tres se reunieron a la izquierda de la zanja, en un lugar donde podían hablar sin que nadie les oyera.

– ¿Y bien? -preguntó Pounds-. ¿Qué tenemos?

– Parece un trabajo de Church -dijo Bosch.

– Mierda -exclamó Edgar.

– ¿Cómo puedes estar seguro? -preguntó Pounds.

– Por lo que he visto, coincide en todos los detalles con el Fabricante de Muñecas. Incluida la firma.

– ¿La firma? -preguntó Edgar.

– La cruz blanca en el dedo gordo del pie. Nos lo reservamos durante la investigación, pactamos con todos los periodistas no hacerlo público.

– ¿Y un imitador? -propuso Edgar, esperanzado.

– Podría ser. Nunca se mencionó la cruz blanca hasta que el caso se cerró. Después, Bremmer del Times escribió un libro sobre el caso. Lo mencionaba.

– Así que tenemos un imitador -sentenció Pounds.

– Todo depende de cuándo murió -dijo Bosch-. El libro se publicó un año después de la muerte de Church. Si murió después de esa fecha, probablemente tenemos un imitador. Si la metieron en el hormigón antes, entonces no lo sé…

– Mierda -dijo Edgar.

Bosch pensó un momento antes de volver a hablar.

– Podemos estar tratando con un montón de cosas diferentes. Está el imitador. O quizá Church tenía un compañero al que nunca vimos. O quizá… maté a quien no debía. Quizá quien escribió la nota que encontramos está diciendo la verdad.

La idea quedó flotando en el silencio, como una cagada de perro en la acera. Todo el mundo la rodea cuidadosamente sin mirarla de cerca.

– ¿Dónde está la nota? -preguntó finalmente Bosch a Pounds.

– En mi coche. Iré a buscarla. ¿Qué quieres decir con que podría tener un compañero?

– Me refiero a que si Church hizo esto, ¿de dónde salió la nota, si está muerto? Tenía que ser alguien que sabía que lo había hecho y dónde había escondido el cadáver. Si esto es así, ¿quién es la segunda persona? ¿Un socio? ¿Church tenía un socio del que nunca supimos nada?

– ¿Recuerdas al Estrangulador de la Colina? -preguntó Edgar-. Resultó que había estranguladores. En plural. Dos primos con el mismo gusto de matar mujeres jóvenes.

Pounds dio un paso atrás y negó con la cabeza como para conjurar la idea de un caso que potencialmente podía amenazar su carrera.

– ¿Y Chandler, la abogada? -sugirió Pounds-. Supongamos que la mujer de Church sepa dónde enterró los cuerpos. Se lo dice a Chandler y ella trama este montaje. Escribe una nota como si fuera el Fabricante de Muñecas y la deja en comisaría. Así te jode toda tu defensa.

Bosch pensó en esta posibilidad. A primera vista funcionaba, pero enseguida vio diversos inconvenientes.

– Pero ¿por qué iba Church a sepultar unos cadáveres y no otros? El psiquiatra que asesoró al equipo de investigación de entonces dijo que era un exhibicionista, que le gustaba exponer a sus víctimas. Hacia el final, después de la séptima víctima, empezó a dejarnos notas a nosotros y al periódico. No tiene sentido que dejara algunos cadáveres para que los encontrásemos y otros sepultados en hormigón.

– Cierto -dijo Pounds.

– Me gusta la idea del imitador -dijo Edgar.

– Pero ¿por qué copiar el perfil completo de alguien, firma incluida, y luego sepultar el cadáver? -preguntó Bosch.

En realidad no se lo estaba preguntando a ellos. Era una pregunta que tendría que responderse a sí mismo. Los tres se quedaron allí en silencio durante un largo momento, todos ellos pensando que la posibilidad más plausible era que el Fabricante de Muñecas seguía vivo.

– Quienquiera que haya sido, ¿por qué la nota? -dijo Pounds. Parecía muy agitado-. ¿Por qué iba a dejarnos la nota? Se había escapado.

– Porque busca atención -dijo Bosch-. Como la que tenía el Fabricante de Muñecas. Como la que va a generar este juicio.

El silencio volvió a instalarse durante unos segundos.

– La clave -dijo Bosch por fin- es identificar a la víctima, descubrir cuánto tiempo ha estado en el hormigón. Entonces sabremos lo que tenemos.

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