Ella alzó la mano para pedirle que no la interrumpiera y Bosch se limitó a observarla mientras hablaba.
– Allí estaré, señora Fontenot, llámeme para decirme la hora y la dirección…, sí…, sí, no se preocupe. Y vuelvo a decirle, no sabe cuánto lo siento. Beatrice era una alumna y una joven estupenda. Yo estaba muy orgullosa de ella. Ay, Dios mío…
En cuanto colgó, Sylvia no pudo contener el torrente de lágrimas. Bosch se acercó a ella y le puso la mano en el cuello.
– ¿Una alumna?
– Beatrice Fontenot.
– ¿Qué ha pasado?
– Está muerta.
Bosch se inclinó y la abrazó. Ella lloraba.
– Esta ciudad… -dijo sin acabar la frase-. Es la que escribió lo que te leí la otra noche sobre El día de la langosta.
Bosch se acordó. Sylvia había dicho que aquella chica le preocupaba. Él quiso decir algo, pero sabía que no había nada que pudiera decir. Esta ciudad. Eso lo decía todo.
Pasaron todo el día en casa, haciendo tareas domésticas. Bosch sacó los troncos quemados de la chimenea y luego salió al patio de atrás, donde Sylvia estaba arrancando malas hierbas y cortando flores para hacer un ramo para la señora Fontenot.
Trabajaron juntos, pero Sylvia apenas habló. De cuando en cuando dejaba escapar una frase. Explicó que había sido un tiroteo desde un coche en Normandie. Dijo que había sucedido la noche anterior y que la habían llevado al hospital Martin Luther King Jr., donde ingresó clínicamente muerta. Al día siguiente, desconectaron la máquina y se procedió a la donación de los órganos para trasplantes.
– Es curioso, ¿verdad? Eso de que los órganos se trasplanten como las plantas y los árboles -dijo ella.
A media tarde Sylvia entró en la cocina y preparó un sandwich de ensalada de huevo y otro de atún. Los partió por la mitad y comieron los dos una mitad de cada sandwich. Bosch hizo té frío y puso rodajas de naranja en los vasos. Sylvia dijo que, después de los bistecs tan inmensos que se habían comido la noche anterior, no quería volver a comer carne nunca más. Fue el único intento del día de hacer una broma, pero ninguno de los dos sonrió. A continuación, puso los platos en el fregadero, pero no se molestó en lavarlos. Se dio la vuelta, se apoyó en la encimera y se quedó mirando fijamente al suelo.
– La señora Fontenot dijo que el funeral será la semana que viene, seguramente el miércoles. Creo que voy a llevar a toda la clase. En un autobús.
– Eso estaría muy bien. La familia te lo agradecerá.
– Sus dos hermanos mayores son camellos. Ella me dijo que venden crack.
Bosch no dijo nada. Sabía que probablemente ése era el motivo por el que la chica estaba muerta. Desde la tregua de bandas entre los Bloods y los Crips, el tráfico en la calle había perdido la estructura de mando en South Central. Se invadían permanentemente el terreno unos a otros. Muchos tiroteos desde coches, muchos muertos inocentes.
– Creo que voy a preguntarle a su madre si puedo leer el comentario que hizo del libro. En el oficio, o después. A lo mejor así se enteran de la pérdida que supone.
– Posiblemente ya lo saben.
– Ya.
– ¿Quieres echarte la siesta, intentar dormir un rato?
– Sí, creo que sí. ¿Y tú qué vas a hacer?
– Tengo cosas que hacer, algunas llamadas. Sylvia, esta noche voy a tener que estar fuera. Espero que no sea mucho tiempo. Volveré en cuanto pueda.
– No te preocupes, Harry.
– Está bien.
Bosch entró a verla a eso de las cuatro y dormía profundamente. Aún se veían en la almohada las manchas húmedas de las lágrimas.
Recorrió el pasillo hasta una habitación que se usaba como estudio donde había una mesa con un teléfono. Cerró la puerta para no molestarla.
La primera llamada que realizó fue a los detectives de la comisaría de la calle Setenta y siete. Preguntó por la sección de homicidios y le pusieron con un detective llamado Hanks. No le dijo el nombre de pila, pero Bosch no lo conocía. Harry se identificó y le preguntó por el caso Fontenot.
– ¿Desde qué ángulo me llama, Bosch? ¿Hollywood, me ha dicho?
– Sí, Hollywood, pero no hay ningún ángulo. Es un asunto personal. La señora Fontenot llamó esta mañana a la profesora de la chica. La profesora es amiga mía. Está destrozada y, bueno, yo estoy intentando saber qué ocurrió.
– Mire, no tengo tiempo de atender peticiones de la gente. Estoy trabajando en un caso.
– En otras palabras, que no tiene nada.
– Usted nunca ha trabajo en la siete siete, ¿verdad?
– No. ¿Ahora es cuando viene la parte en la que me cuenta lo duro que es?
– Eh, Bosch, vayase a la mierda. Lo que sí le digo es que al sur de Pico los testigos no existen. La única forma de aclarar un caso es tener suerte y conseguir huellas o tener más suerte aún y que el tipo entre por la puerta y diga: «Yo lo hice. Lo siento.» ¿Y a que no adivina cuántas veces pasa eso?
Bosch no dijo nada.
– Mire, la profesora no es la única que está destrozada, ¿lo entiende? Este caso es uno de los malos. Todos son malos, pero hay malos dentro de los malos y éste es uno de ellos. Chica de dieciséis años en casa leyendo un libro mientras cuidaba a su hermano pequeño.
– ¿Desde un coche?
– Exacto. Doce agujeros en la pared. Era una AK. Doce agujeros en la pared y una bala en la nuca de la chica.
– No llegó a enterarse, ¿verdad?
– No, no llegó a saberlo. Le debieron de dar a la primera. No llegó a agacharse.
– Y la bala iba dirigida a uno de los hermanos mayores, ¿no?
Hanks se quedó en silencio unos instantes. Bosch oía el murmullo de una radio al fondo de la central de patrullas.
– ¿Cómo lo sabe? ¿La profesora?
– La chica le dijo que sus hermanos vendían crack.
– ¿Sí? Pues esta mañana vagaban lloriqueando por el Martin Luther King como dos angelitos. Lo investigaré, Bosch. ¿Algo más en lo que pueda ayudarle?
– Sí, el libro. ¿Qué estaba leyendo?
– ¿El libro?
– Sí.
– Se titulaba El sueño eterno. Y eso es lo que le dieron. Uf…
– ¿Puede hacerme un favor, Hanks?
– Dígame.
– Si habla con algún periodista de esto, no le diga lo del libro.
– ¿A qué se refiere?
– No se lo diga y punto.
Bosch colgó. Se sentó en la mesa y se sintió avergonzado de que la primera vez que Sylvia le habló de la chica, él hubiera desconfiado del buen trabajo que había hecho en la escuela.
Después de unos minutos pensando en ello, cogió el teléfono de nuevo y llamó al despacho de Irving. Le contestaron de inmediato.
– Buenas tardes. Le habla el ayudante del inspector Irving del Departamento de Policía de Los Ángeles. Soy el teniente Hans Rollenberger. ¿En qué puedo ayudarle?
Bosch se imaginó que Hans Off aguardaba la llamada del propio Irving y que por eso había soltado toda la retahila oficial al coger el teléfono, a pesar de que, en el departamento, la mayoría no cumplía jamás con esa fórmula.
Bosch colgó sin responder y volvió a marcar para que el teniente tuviera que repetir toda la cantinela.
– Soy Bosch. Sólo llamaba para ver qué tal.
– Bosch, ¿acabas de llamar tú hace un momento?
– No, ¿por qué?
– Por nada. Estoy aquí con Nixon y Johnson. Acaban de llegar, y Sheehan y Opelt están ahora con Mora.
Bosch se percató de que Rollenberger no se atrevía a llamarlos los presidentes cuando ellos estaban delante.
– ¿Alguna novedad hoy?
– No, el sujeto ha pasado la mañana en casa y hace un rato se fue al valle de San Fernando y visitó algunos almacenes más. Nada sospechoso.
– ¿Dónde está ahora?
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