Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Pidieron una sala de interrogatorios en el despacho de detectives de Van Nuys. Bosch conocía el lugar porque había trabajado allí en robos justo después de conseguir su placa de detective.

Lo que estaba claro desde el primer momento es que el hombre al que Edgar había visto entrar en el callejón con Georgia Stern no era un cliente. Era un camello y probablemente ella había entrado en el callejón a pincharse. Tal vez había pagado el pico con sexo, pero eso no convertía al camello en un putero.

Independientemente de quién fuera él y de qué hiciera ella, iba hasta arriba cuando Bosch y Edgar la llevaron allí y, por lo tanto, fue prácticamente inútil. Tenía los ojos pequeños y las pupilas dilatadas y se quedaba absorta mirando a lo lejos. Incluso dentro de la sala de interrogatorios, de tres por tres, parecía que estaba observando algo a un kilómetro de distancia.

Estaba despeinada y las raíces oscuras eran más largas que en la foto que tenía Edgar. Tenía una pústula en la piel, bajo la oreja izquierda, el tipo de heridas que les salen a los drogadictos de rascarse en el mismo sitio una y otra vez. Sus brazos eran tan delgados como las patas de la silla en la que estaba sentada. El deterioro físico se veía empeorado por la camiseta, que era varias tallas más grande que ella. Llevaba el escote tan caído que asomaba la parte superior de su pecho y Bosch vio que se pinchaba en las venas del cuello para inyectarse heroína. Observó también que, a pesar de estar escuálida, conservaba unos pechos grandes y protuberantes. Silicona, suponía, y por un momento se le vino a la cabeza la imagen del cuerpo disecado de la rubia de hormigón.

– ¿Señorita Stern?-comenzó Bosch-. ¿Georgia? ¿Sabe por qué está usted aquí? ¿Se acuerda de lo que le dije en el coche?

– Sí, sí me acuerdo.

– Vale. ¿Y recuerda la noche que aquel hombre intentó matarla? ¿Hace más de cuatro años? ¿Una noche como ésta? Un diecisiete de junio. ¿Lo recuerda?

Asintió con gesto somnoliento y Bosch se preguntó si sabría de qué le estaba hablando.

– ¿El Fabricante de Muñecas, se acuerda?

– Está muerto.

– Eso es, pero aun así necesitamos hacerle algunas preguntas sobre él. Usted nos ayudó a dibujarlo, ¿se acuerda?

Bosch desdobló el retrato robot que había sacado del expediente del Fabricante de Muñecas. El dibujo no se parecía ni a Church ni a Mora, pero se sabía que el Fabricante de Muñecas se disfrazaba, de modo que resultaba lógico pensar que el Discípulo hacía lo mismo. A pesar de todo, siempre existía la opción de que un rasgo físico, como podía ser la mirada penetrante de Mora, le refrescara la memoria.

Miró al retrato robot durante un buen rato.

– Lo mataron los polis -dijo-. Se lo merecía.

Aunque viniera de ella, a Bosch le resultó reconfortante oír a alguien decir que el Fabricante de Muñecas había recibido lo que se merecía. Pero él sabía algo que ella no sabía, que no estaban hablando del Fabricante de Muñecas.

– Vamos a enseñarle algunas fotos. ¿Tienes el pack de seis, Jerry?

Ella levantó la mirada de repente y Bosch cayó en la cuenta del error. Georgia Stern había creído que hablaban de cerveza, pero un pack de seis en la terminología policial era un conjunto de seis caras fotografiadas que se les mostraba a las víctimas y a los testigos. Normalmente se componían con las fotos de cinco policías y un sospechoso, con la esperanza de que el testigo señalara al sospechoso y confirmara que se trataba de la persona que buscaban. En esta ocasión el paquete contenía fotos de seis policías. La de Mora era la segunda.

Bosch las colocó en fila sobre la mesa, delante de ella, y ella las observó durante un buen rato. Se echó a reír.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

Señaló la cuarta foto.

– Creo que follé con él una vez. Pero creía que era un poli.

Bosch vio que Edgar negaba con la cabeza. La foto que había señalado era la de un agente secreto de narcóticos de la División de Hollywood que se llamaba Arb Danforth. Si a Georgia no le fallaba la memoria, seguramente Danforth salía por su zona del valle de San Fernando a obtener sexo de las prostitutas. Bosch supuso que les pagaría con heroína que robaba de los sobres de pruebas o a sospechosos. Lo que ella acababa de afirmar debía remitirse en un informe a asuntos internos, pero tanto Bosch como Edgar sabían, sin necesidad de decirlo, que ninguno de los dos lo haría. Sería un suicidio dentro del departamento. Si lo hicieran ningún poli de calle volvería a confiar en ellos. Sin embargo, Bosch sabía que Danforth estaba casado y que la prostituta tenía el sida. Decidió que le enviaría un anónimo diciéndole que se hiciera unos análisis de sangre.

– ¿Y qué me dice de los demás, Georgia? -dijo Bosch-. Míreles los ojos. Los ojos no cambian cuando uno se disfraza. Míreles los ojos.

Cuando se inclinó para mirar de cerca las fotografías, Bosch observó a Edgar, que negó con la cabeza. De allí no iba a salir nada en claro, le estaba diciendo. Bosch asintió. Después de más o menos un minuto, sacudió la cabeza como para detener el balanceo.

– Está bien, Georgia, no ve nada, ¿verdad?

– No.

– ¿No lo ve?

– No, está muerto.

– Está bien, está muerto. Quédese aquí. Vamos a salir al pasillo a hablar un momento. Volvemos enseguida.

Fuera de la sala de interrogatorios decidieron que tal vez merecía la pena acusarla de consumo de sustancias ilegales, ingresarla en Sybil Brand y volver a intentarlo cuando se le pasara el colocón. Bosch se percató de que Edgar apoyaba la idea e incluso se ofreció a llevarla a Sybil. Bosch tenía muy claro que Edgar no hacía aquello porque quisiera que a aquella mujer la atendieran en la unidad de estupefacientes de Sybil y pudiera recobrar la conciencia al menos un tiempo. La compasión no tenía nada que ver en ello.

Capítulo 26

Sylvia había cerrado las gruesas cortinas del dormitorio y la habitación permaneció a oscuras hasta mucho después de que saliera el sol aquel sábado por la mañana. Cuando Bosch se despertó solo en la cama de ella, cogió su reloj de la mesita de noche y vio que ya eran las once. Había soñado, pero al despertar, el sueño se sumergió de nuevo en la oscuridad y fue incapaz de rescatarlo. Bosch se quedó allí tumbado durante casi un cuarto de hora, tratando de recordarlo, pero se había esfumado por completo.

De cuando en cuando oía a Sylvia hacer los ruidos típicos de las tareas domésticas: fregar el suelo de la cocina, vaciar el lavavajillas. Se notaba que intentaba no hacer ruido, pero aun así, él la oía. La puerta de atrás se abrió y Bosch oyó el agua que regaba las macetas que se alineaban en el porche. No había llovido desde hacía al menos siete semanas.

A las once y veinte sonó el teléfono y Sylvia contestó enseguida. Pero Bosch sabía que era para él. Se le tensaron los músculos mientras esperaba a que se abriera la puerta del dormitorio y ella le avisara de la llamada. Le había dado el número de Sylvia a Edgar la noche anterior, cuando se marcharon de la comisaría de Van Nuys, siete horas antes.

Sin embargo, Sylvia no llegó a aparecer y cuando él se relajó de nuevo, empezó a oír fragmentos de la conversación que ella mantenía por teléfono. Daba la sensación de que estaba asesorando a un alumno. Después de un rato, a Bosch le pareció que estaba llorando.

Bosch se levantó, se vistió y salió del dormitorio tratando de alisarse el pelo. Sylvia estaba sentada en la cocina, sujetando el teléfono inalámbrico contra su oreja. Dibujaba círculos con el dedo en el mantel y, efectivamente, estaba llorando.

– ¿Qué pasa? -preguntó él en voz baja.

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