Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Se agarró a él y lo besó en la boca.

– Harry, anoche fue la mejor noche que hemos pasado juntos. Fue la mejor noche que recuerdo haber pasado con alguien. Y no fue por el sexo. De hecho, otras veces se nos ha dado mejor.

– Siempre hay espacio para mejorar. ¿Qué tal si practicamos un poco antes de cenar?

Ella sonrió, pero le dijo que no tenían tiempo.

Atravesaron en coche el valle de San Fernando y llegaron a Saddie Peak Lodge por el cañón de Malibú. Era una antigua casa de cazadores y el menú era la pesadilla de un vegetariano. No había más que carne, desde venado hasta búfalo. Los dos comieron bistec y Sylvia pidió una botella de merlot. Bosch bebió vino con calma. La cena y la velada le parecieron maravillosas. Charlaron poco sobre el caso y tampoco comentaron muchas otras cosas. Buena parte del tiempo la pasaron mirándose el uno al otro.

Cuando regresaron a casa, Sylvia bajó el termostato del aire acondicionado y encendió un fuego en la chimenea del salón. Harry se limitó a contemplarla porque nunca se le había dado bien encender fuegos que duraran. Incluso con el aire a quince grados hacía calor. Hicieron el amor en una manta que ella extendió delante de la chimenea. Los dos estaban maravillosamente relajados y se movían con suavidad.

Después, Harry vio el fuego reflejado en el ligero brillo que el sudor creaba en el pecho de ella. La besó allí y apoyó la cabeza para escuchar su corazón. El latido era fuerte y palpitaba como contrapunto del suyo. Cerró los ojos y comenzó a pensar en maneras de no perder a aquella mujer.

El fuego había quedado reducido a rescoldos cuando se despertó en la oscuridad. Sonaba un ruido estridente y tenía mucho frío.

– Tu busca -dijo Sylvia.

Él se arrastró hasta el montón de ropa que había junto al sofá, siguió el rastro del sonido y lo apagó.

– Uf, pero ¿qué hora es? -dijo ella.

– No lo sé.

– Qué miedo. Me acuerdo de cuando…

No quiso continuar. Bosch sabía que lo que iba a contar era una historia sobre su marido. Seguramente había decidido no permitir que su recuerdo irrumpiera en aquel momento. Pero ya era demasiado tarde. Bosch se descubrió a sí mismo preguntándose si Sylvia y su marido habrían bajado el termostato en una noche de verano y habrían hecho el amor delante de la chimenea sobre aquella misma manta.

– ¿No vas a llamar?

– ¿Eh? Ah, sí. Sólo estoy intentando despertarme.

Se puso los pantalones y se dirigió a la cocina. Cerró la puerta para que la luz no molestara a Sylvia, le dio al interruptor y miró al reloj que había en la pared. Era un plato y en lugar de números había vegetales. Pasaba media hora de la zanahoria, lo cual significaba que era la una y media. Se dio cuenta de que Sylvia y él llevaban sólo una hora dormidos, pero parecía que habían pasado días.

El número tenía el prefijo y Bosch no lo reconoció. Jerry Edgar contestó después de medio tono.

– ¿Harry?

– Dime.

– Siento molestarte, sobre todo porque no estás en casa.

– No te preocupes. ¿Qué pasa?

– Estoy en Sepulveda, justo al sur de Roscoe. Eh, ya la tengo.

Bosch sabía que hablaba de la superviviente.

– ¿Qué ha dicho? ¿Ha visto la foto de Mora?

– No, bueno, es que en realidad no la tengo. La estoy viendo. Está aquí en la calle.

– Bueno, ¿y por qué no te la llevas?

– Porque estoy solo. Pensé que tal vez necesitaría apoyo. Si intento llevármela yo solo, igual me muerde o algo. Y tiene el sida, ya sabes.

Bosch se quedó en silencio. Por el teléfono podía oír los coches que pasaban junto a Edgar.

– Eh, tío, lo siento. No tenía que haberte llamado. Pensé que igual querías estar en esto. Llamaré al jefe de vigilancia de Van Nuys y sacaré a un par de hombres de allí. Buenas…

– Ni hablar, ahora mismo voy. Dame media hora. ¿Llevas fuera toda la noche?

– Sí. Fui a casa a cenar. He estado buscando por todas partes. Hasta ahora no la he visto.

Al colgar Bosch se preguntó si sería cierto que Edgar no la había visto hasta entonces o bien estaba intentando llenar el sobre de las horas extras. Volvió a entrar en el salón. La luz estaba encendida y Sylvia ya no estaba en la manta, sino en su cama, debajo del edredón.

– Tengo que salir -dijo él.

– Me imaginaba que la cosa acabaría así, por eso me he venido a la cama. No tiene nada de romántico dormir sola delante de una chimenea apagada.

– ¿Te has enfadado?

– Claro que no, Harry.

El se inclinó sobre la cama y la besó mientras ella le sujetaba el cuello con la mano.

– Intentaré volver.

– Vale. ¿Puedes volver a subir el termostato al salir? Antes se me olvidó.

Edgar había aparcado delante de una tienda de WinchelFs Donuts. Bosch aparcó detrás de él y subió a su coche.

– ¿Pasa, Harry?

– ¿Y ella?

Edgar señaló al otro lado de la calle, una manzana y media más allá. En el cruce de Roscoe con Sepulveda había una parada de autobús con dos mujeres sentadas en el banco y otras tres de pie.

– Es la que lleva los pantalones rojos.

– ¿Seguro?

– Sí, me acerqué con el coche hasta la farola y la miré. Es ella. El problema es que puede que se defienda como un gato si voy para allá e intento llevármela. Están todas trabajando. La línea del autobús deja de funcionar a la una.

Bosch vio que la chica de pantalones cortos rojos se levantaba la camiseta ajustada sin mangas al pasar un coche por Sepulveda. El coche frenó, pero después, tras un momento de indecisión, el conductor continuó.

– ¿Ha tenido trabajo?

– Hace unas horas tuvo a un tipo. Se lo llevó a la callejuela esa que hay detrás del bulevar y se lo hizo allí. Aparte de eso, nada. Demasiado hecha polvo para la perspicacia de tu polla.

Edgar se rió. Bosch pensó que Edgar acababa de meter la pata al decir que llevaba horas vigilándola. Bueno, pensó, al menos no me interrumpió mientras ardía el fuego.

– Y si no quieres que te arañe, entonces ¿cuál es el plan?

– Había pensado que tú podías subir con el coche hasta Roscoe y girar a la derecha. Después entras en la callejuela por detrás. Esperas allí y vas bajando poco a poco. Yo voy caminando y le digo que quiero que me haga una mamada y ella me llevará allí atrás. Entonces la cogemos. Pero cuidado con la boca. Puede que también escupa.

– Vale, vamos.

Diez minutos después Bosch estaba ya con gesto aburrido tras el volante y con el coche aparcado en la callejuela cuando Edgar llegó caminando desde la otra calle. Solo.

– ¿Qué?

– Me ha cuchado.

– Oh, mierda, ¿y por qué no la has cogido? Si te ha cuchado ya no podemos hacer nada, sabrá que soy un poli si le entro yo dentro de cinco minutos.

– Vale, está bien, no me ha cuchado.

– ¿En qué quedamos?

– No quería venirse conmigo. Me preguntó que si tenía caballo para venderle y cuando le dije que no, que no tenía drogas, dijo que pasaba de negros. ¿Te lo puedes creer? Nadie me había llamado negro desde que era pequeño, en Chicago.

– No le des importancia. Espera aquí que voy yo.

– Maldita zorra.

Bosch salió del coche y por encima del techo le dijo:

– Edgar, no te pongas así. Es puta y drogadicta, por el amor de Dios. ¿Qué coño te importa?

– Harry, no tienes ni idea de lo que es. ¿Has visto cómo me mira Rollenberger? Apuesto algo a que cuenta las radios cada vez que salgo de allí. Puto alemán.

– Eh, vale, tienes razón. Yo no sé lo que es.

Se quitó la chaqueta y la tiró dentro del coche. Luego se desabrochó los tres primeros botones de la camisa y se dirigió hacia la calle.

– Vuelvo enseguida. Será mejor que te escondas. Si ve a un negro, igual no quiere entrar conmigo en el callejón.

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