– Le agradezco que al menos me diga eso, pero hasta una copia podría sernos útil. Podría contener huellas. Podría haber alguna pista en el papel de la copia.
– Detective Bosch, ¿cuántas veces ha obtenido huellas de las otras cartas que envió?
Bosch no contestó.
– Me lo imaginaba -dijo ella-. Que tenga un buen fin de semana.
Chandler se volvió y se dirigió a la puerta. Bosch esperó unos segundos, se puso un cigarrillo en la boca y salió.
Sheehan y Opelt estaban en la sala de reuniones poniendo a Rollenberger al corriente de lo sucedido durante el turno de vigilancia. Edgar también estaba presente, escuchando. Bosch vio que delante de él, en la mesa redonda, tenía una fotografía de Mora. Era una foto de carnet, como las que les hacían todos los años en el departamento para renovar sus tarjetas de identificación.
– En todo caso, no va a actuar durante el día -decía Sheehan-. A lo mejor esta noche tienen suerte.
– Está bien -dijo Rollenberger-. Escribid algo para el informe cronológico y podéis tomaros el día libre. Lo necesito, tengo una reunión con el inspector Irving a las cinco. Pero no olvidéis que esta noche estáis los dos de servicio. Hemos de estar todos a una. Si Mora empieza a comportarse de forma sospechosa, quiero que os reunáis con Yde y Mayfield.
– Muy bien -dijo Opelt.
Mientras Opelt se sentaba a escribir en la única máquina que Rollenberger había requisado, Sheehan sirvió unas tazas de café de la máquina que había aparecido en algún momento de la tarde en la barra que estaba tras la mesa. Hans Off no era gran cosa como poli, pero sabía montar un centro de operaciones, pensó Bosch. Él también se sirvió un café y se sentó a la mesa con Sheehan y Edgar.
– Me lo he perdido casi todo -le dijo a Sheehan-. Pero parece que no ha pasado nada.
– Así es. Después de que tú te pasaras, volvió por la tarde al valle de San Fernando y paró en varias oficinas y almacenes de Canoga Park y Northridge. Tenemos las direcciones, si las quieres. Todas eran distribuidoras de cine porno. No estuvo más de media hora en ningún sitio, pero no sabemos lo que hizo. Luego regresó, trabajó otro rato en el despacho y se fue a casa.
Bosch supuso que Mora estaba consultando a otras productoras, tratando de seguirle la pista a otras víctimas o tal vez recabando más datos sobre el misterioso hombre que Gallery había descrito cuatro años atrás. Le preguntó a Sheehan dónde vivía Mora y apuntó la dirección de Sierra Bonita Avenue en su cuaderno. Quería advertirle a Sheehan de lo cerca que había estado de echar por tierra la operación en el puesto de burritos, pero no iba a hacerlo delante de Rollenberger. Se lo comentaría después.
– ¿Alguna novedad? -le preguntó a Edgar.
– Sobre la superviviente, todavía nada -contestó Edgar-. Dentro de cinco minutos me voy a Sepulveda. Las chicas trabajan mucho en las horas punta, puede que la vea y la recoja.
Después de que todos lo hubieran puesto al día, Bosch les contó a los detectives que había en la sala los datos que Mora le había proporcionado y lo que Locke pensaba de ellos. Cuando acabó, Rollenberger silbó como si acabara de pasar una mujer de bandera.
– Vaya, el jefe tiene que saberlo cuanto antes. Tal vez quiera doblar la vigilancia.
– Mora es un poli -dijo Bosch-. Cuantos más hombres dediquemos a esto, más posibilidades habrá de que los descubra. Si se entera de que lo estamos vigilando, se irá todo al traste.
Rollenberger se quedó pensándolo y asintió con la cabeza, pero dijo:
– Bueno, aun así tenemos que informar al jefe de las novedades. Que nadie vaya a ninguna parte de momento. Voy a ver si puedo verlo un poco antes y entonces decidiremos qué camino seguir.
Se levantó con unos papeles en la mano y llamó a la puerta que comunicaba con el despacho de Irving. A continuación la abrió y desapareció tras ella.
– Capullo -dijo Sheehan cuando se cerró la puerta-. Venga, entra ahí dentro a lamerle un poco el culo.
Todos se rieron.
– Escuchadme vosotros dos -dijo Bosch a Sheehan y a Opelt-. Mora mencionó vuestro encuentro en el puesto de burritos.
– ¡Mierda! -exclamó Opelt.
– Creo que se tragó lo de los burritos kosher -dijo Bosch, y empezó a reírse-. Hasta que probó uno! No le entraba en la cabeza que hubierais venido desde el Parker Center a por una de esas cosas asquerosas. Acabó tirando la mitad. Si os vuelve a ver por ahí, empezará a atar cabos. Así que cuidado con lo que hacéis.
– Sí, sí-dijo Sheehan-. Fue idea de Opelt, toda esa historia del burrito kosher. Fue él el que…
– ¿El que qué? ¿Qué querías que dijera? El tipo al que estamos vigilando se acerca de repente al coche y dice: «¿Qué pasa, chicos?» Tenía que pensar en…
La puerta se abrió y Rollenberger volvió a entrar. Se dirigió a su silla, pero en lugar de sentarse apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia adelante muy serio, como si acabara de recibir órdenes de Dios.
– He puesto al jefe al corriente. Está muy satisfecho con todo lo que hemos conseguido en sólo veinticuatro horas. Le preocupa que perdamos a Mora, sobre todo teniendo en cuenta que el psiquiatra ha dicho que estamos al final del ciclo, pero no quiere modificar la vigilancia. Añadir otro equipo aumentaría las posibilidades de que Mora viera algo. Creo que tiene razón. Es una buena idea dejar las cosas como están. Nosotros…
Edgar intentó contener la risa, pero no fue capaz. El ruido se pareció más al de un estornudo.
– ¿Algo gracioso, detective Edgar?
– No, creo que me estoy resfriando. Continúe, por favor.
– Bueno, eso es todo. Actuad como habíamos acordado. Yo informaré a los demás equipos de vigilancia de los datos que ha recabado Bosch. Rector y Heikes van a hacer el turno de noche y después entran los presidentes mañana a las ocho.
Los presidentes eran dos hombres de la División de Robos y Homicidios que se apellidaban Johnson y Nixon. No les gustaba que los llamaran los presidentes, en especial a Nixon.
– Sheehan, Opelt, volvéis a entrar mañana a las cuatro. Tenéis el sábado por la noche, así que al loro. Bosch, Edgar, seguís por libre. A ver qué podéis averiguar. Tened los buscas encendidos y las radios a mano. Puede que tengamos que reunir a todo el mundo con urgencia.
– ¿Se autorizan las horas extras? -preguntó Edgar.
– Todo el fin de semana. Pero si trabajáis, yo quiero ver el resultado. Sólo asuntos de este caso, sin pasarse. Ya está, eso es todo.
Rollenberger se sentó y corrió la silla hacia la mesa. Bosch se imaginó que era para disimular una erección, pues parecía excitarle mucho eso de ser jefe de operaciones. Todos menos Hans Off salieron al vestíbulo y se dirigieron al ascensor.
– ¿Quién va a beber esta noche? -preguntó Sheehan.
– Mejor dicho, ¿quién no? -contestó Opelt.
Bosch llegó a su casa hacia las siete, después de haber tomado una única cerveza en el Code Seven y haber comprobado que el alcohol no le sentaba bien tras los excesos de la noche anterior. Llamó a Sylvia y le dijo que aún no había veredicto. Le contó que iba a ducharse y a cambiarse de ropa y que pasaría a verla sobre las ocho.
Todavía tenía el cabello mojado cuando ella le abrió la puerta de su casa y se abalanzó sobre él. Ambos se abrazaron y se besaron en la entrada durante un buen rato. Hasta que Sylvia no se apartó, Bosch no vio que llevaba puesto un vestido negro corto con un escote que descendía por la línea que separaba sus senos.
– ¿Qué tal ha ido hoy, el alegato final y todo eso?
– Bien. ¿Cómo es que te has puesto tan guapa?
– Porque te voy a llevar a cenar. He reservado una mesa.
Читать дальше