El segundo piso lo ocupaban dos habitaciones con un cuarto de baño en medio. El dormitorio de la derecha había sido convertido en un gimnasio enmoquetado. Había una gran variedad de equipamiento cromado, una máquina de remo, una bicicleta estática y un artilugio cuya utilidad Bosch no supo discernir. Había también un estante con pesas sueltas y un banco con una haltera. En una de las paredes de la habitación, había un espejo de suelo a techo. Un golpe a la altura de la cara había hecho que éste se resquebrajara en forma de araña. Durante un instante, Bosch se miró y estudió su reflejo fragmentado. Pensó en Mora estudiando su propio rostro en aquel mismo lugar.
Bosch miró el reloj. Ya había transcurrido media hora desde que Mora entrara en el cine. Sacó la radio.
– Uno, ¿qué es del sujeto?
– Sigue dentro. ¿Qué tal tú?
– Sigo por aquí. Llamad si me necesitáis.
– ¿Dan algo interesante por la tele?
– Aún no.
En ese momento apareció la voz de Rollenberger.
– Equipos uno y seis, vamos a dejarnos de chachara y a usar la radio sólo para comunicaciones que vengan al caso. Jefe de equipos, corto.
Ni Bosch ni Sheehan respondieron.
Bosch cruzó el vestíbulo para entrar en la otra habitación. Allí era donde dormía Mora. La cama estaba deshecha y la ropa, amontonada en una silla junto a la ventana. Bosch despegó parte de la cinta aislante de su linterna para tener un campo de visión más amplio.
En la pared que había sobre la cama, vio un retrato de Jesucristo, con la mirada baja y el Sagrado Corazón visible en el pecho. Bosch se desplazó hasta la mesilla de noche y alumbró brevemente con la linterna a una foto enmarcada que había junto al despertador. Eran una joven rubia y Mora. Su ex mujer, suponía. Tenía el pelo teñido y Bosch comprobó que encajaba perfectamente en el arquetipo físico de las víctimas. ¿Estaría Mora matando a su ex mujer una y otra vez?, se preguntó de nuevo. Eso era algo que tendrían que decidir Locke y los demás psiquiatras. En la mesa que había tras la foto encontró una estampa religiosa. Bosch la cogió y la enfocó con la linterna. Era una imagen del Niño de Praga.
El cajón de la mesilla de noche contenía principalmente trastos sin relevancia alguna: una baraja de cartas, tubos de aspirinas, gafas de lectura, condones -que no eran de la marca preferida por el Fabricante de Muñecas- y una pequeña agenda de teléfonos. Bosch se sentó en la cama y hojeó la agenda. Había varios nombres de mujeres ordenados por los apellidos, pero no le sorprendió que no figurara ninguno de los nombres de las mujeres relacionadas con los casos del Discípulo o el Fabricante de Muñecas.
Cerró el cajón y dejó la linterna en la balda que había debajo. Allí encontró un taco de un palmo y medio de alto de revistas pornográficas muy explícitas. Bosch calculó que habría más de cincuenta, con portadas que mostraban fotos satinadas con todas las combinaciones posibles: hombre-mujer, hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer-hombre y demás. Echó un vistazo a algunas de ellas y vio una señal hecha con un rotulador fosforescente en la esquina superior derecha de todas las portadas, tal y como había visto que hacía Mora con las revistas en el despacho. Mora se estaba llevando el trabajo a casa. ¿O se había llevado las revistas por alguna otra razón?
Al mirar las revistas, Bosch sintió un apretón en la entrepierna y se apoderó de él un extraño sentimiento de culpa. ¿Y yo qué?, se preguntó. ¿Estoy haciendo algo más que mi trabajo? ¿Soy yo el voyeur? Volvió a colocar el montón de revistas en su sitio. Era consciente de que eran demasiadas revistas para revisarlas todas y buscar en ellas víctimas del Discípulo. Y si encontrara alguna, ¿qué demostraría eso?
Pegado a la pared opuesta a la cama había un armario alto de roble. Bosch abrió las puertas y encontró una televisión y un vídeo. Encima de la televisión había tres cintas apiladas. Eran de ciento veinte minutos. Abrió los dos cajones del armario y encontró otra cinta en el de arriba. El de abajo contenía una colección de cintas porno originales. Sacó un par de ellas, pero de nuevo eran demasiadas y no había tiempo. Su atención se centró en las cuatro cintas destinadas a grabaciones caseras.
Encendió la televisión y el vídeo para ver si había otra cinta dentro. No había nada. Metió una de las cintas que había encontrado apiladas sobre la tele. Sólo se veía nieve. Presionó el botón de avance rápido y observó la nieve hasta el final de la cinta. Le llevó un cuarto de hora pasar las tres cintas que había encontrado sobre la tele. Todas estaban en blanco.
Era curioso, pensó Bosch. Lo único que cabía deducir era que las cintas habían sido usadas alguna vez porque ya no estaban en la caja de cartón ni tenían el envoltorio de plástico con el que las vendían. Aunque él no tenía vídeo, sabía perfectamente cómo funcionaban y creía que normalmente la gente no borraba las cintas grabadas, sino que se limitaba a grabar los programas nuevos encima de los viejos. ¿Por qué se habría tomado Mora la molestia de borrar lo que había en aquellas cintas? Tuvo la tentación de coger una de las cintas en blanco para llevarla a analizar, pero consideró que era demasiado arriesgado. Seguramente Mora se percataría de que faltaba una.
La última cinta con grabaciones caseras, la que había sacado del cajón de arriba, no estaba en blanco. Contenía escenas del interior de una casa. Una niña estaba jugando en el suelo con un animal de peluche. A través de la ventana que había detrás de la niña, Bosch distinguió un jardín cubierto de nieve. Luego un hombre entró en pantalla y abrazó a la niña. Al principio, Bosch pensó que era Mora. Luego el hombre dijo: «Gabrielle, dile al tío Ray cuánto te ha gustado el caballito.»
La niña abrazó al caballo de peluche y gritó: «Asias, tío Way.»
Bosch sacó la cinta, la volvió a meter en el cajón de arriba del armario y a continuación sacó los dos cajones y miró detras. Nada. Se subió a la cama para poder mirar encima del armario y allí tampoco había nada. Apagó los aparatos y dejó el armario tal y como lo había encontrado cuando lo abrió. Miró el reloj. Ya había pasado casi una hora.
El vestidor estaba cuidadosamente ordenado en ambos lados, con toda la ropa colgada en perchas. En el suelo había ocho pares de zapatos alineados cada uno con la pareja correspondiente contra la pared del fondo. No halló nada más de interés y retrocedió de nuevo al dormitorio. Echó un vistazo rápido debajo de la cama y por los cajones de la cómoda, pero no encontró nada interesante. Bajó la escalera y se asomó un momento al salón, pero no había televisión. Tampoco había en la cocina, ni en el comedor.
Bosch recorrió el pasillo que llevaba de la cocina a la parte trasera de la casa. En el pasillo había tres puertas y la zona parecía un garaje reconvertido o una ampliación construida recientemente. Había rejillas de aire acondicionado en el techo del pasillo y el suelo de pino blanco era mucho más nuevo que los suelos de roble ya resquebrajados y oscurecidos del resto de la planta baja.
La primera puerta conducía a un lavadero. Bosch abrió deprisa los armarios que había sobre la lavadora y la secadora y no encontró nada de interés. Tras la siguiente puerta había un cuarto de baño con unas instalaciones más nuevas que las que había visto en el del piso de arriba.
La última puerta conducía a un dormitorio cuyo elemento central era una cama con dosel. La colcha era rosa y daba la impresión de ser la habitación de una mujer. Bosch se dio cuenta de que olía a perfume. Sin embargo, no daba la sensación de que estuviera habitada. Parecía más bien un dormitorio a la espera de que su ocupante regresara. Bosch se preguntó si Mora tendría una hija estudiando fuera en la universidad, ¿o era la habitación que usaba su ex mujer antes de que rompiera definitivamente su matrimonio y se marchara?
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