En un rincón había una televisión y un vídeo en un mueble con ruedas. Se acercó y abrió el cajón de las cintas que había debajo del vídeo, pero, aparte de un objeto metálico y redondo del tamaño de un disco de hockey, no había nada. Bosch lo cogió y lo miró, pero no tenía ni idea de lo que era. Pensó que tal vez formaba parte del equipo de pesas que había arriba. Volvió a meterlo en el cajón y cerró.
Abrió después los cajones de la cómoda blanca, pero, a excepción de la ropa interior de mujer, no encontró nada en el cajón de arriba. El segundo cajón contenía una caja con una paleta de varios colores de sombra de ojos y varios pinceles. También había un estuche redondo de plástico con polvos faciales. Los estuches de maquillaje eran para utilizarlos en casa, demasiado grandes para llevarlos en el bolso y, por tanto, no podían pertenecer a ninguna de las víctimas del Discípulo. Pertenecían a la persona que utilizaba aquella habitación.
Los tres cajones inferiores estaban completamente vacíos. Se miró en el espejo que había encima del escritorio y vio que estaba sudando otra vez. Sabía que estaba consumiendo demasiado tiempo. Miró el reloj. Ya habían pasado sesenta minutos.
Bosch abrió la puerta del vestidor y retrocedió de un salto al sentir un vuelco en el corazón del susto. Se resguardó junto a la puerta mientras sacaba la pistola.
– ¡Ray! ¿Eres tú?
Nadie contestó. Se dio cuenta de que se estaba apoyando en el interruptor de la luz de aquel profundo vestidor. Lo encendió y fue en cuclillas tambaleándose hacia la puerta del armario, apuntando con la pistola al hombre que había visto al abrirla.
Alargó el brazo a toda prisa hacia fuera del armario y apagó la luz. En la balda, sobre la barra de colgar, había una bola redonda de gomaespuma sobre la que descansaba una peluca de cabello largo y negro. Bosch contuvo la respiración y entró hasta el fondo del vestidor. Observó detenidamente la peluca sin tocarla. Se preguntó cómo encajaba aquella peluca. Se volvió hacia su derecha y encontró más piezas de lencería transparente y unos cuantos vestidos de seda fina colgados en perchas. Debajo de ellos, en el suelo, bien alineados contra la pared, había un par de zapatos rojos con tacones de aguja.
Al otro lado del vestidor, detrás de algunas prendas cubiertas con bolsas de tintorería, había un trípode de cámara. A Bosch comenzó a fluirle de nuevo la adrenalina a un ritmo más rápido. Levantó la vista con rapidez y comenzó a buscar entre las cajas de los estantes que había encima de la barra. Bajó con mucho cuidado una de las cajas, que tenía escritos caracteres japoneses. Le sorprendió lo mucho que pesaba. Al abrirla, halló una cámara de vídeo y una grabadora.
La cámara era grande y comprobó que no se trataba de un aparato comprado en unos grandes almacenes. Más bien era el tipo de cámara que Bosch había visto utilizar a los equipos de los telediarios. Tenía una batería industrial extraíble y una luz estroboscópica. Estaba conectada a la grabadora mediante un cable coaxial de dos metros y medio. La grabadora tenía un monitor de reproducción y mandos de edición.
Le resultó curioso que Mora tuviera un equipo tan caro, pero no sabía qué se desprendía de aquello. Se preguntó si el poli de antivicio se la habría incautado a un productor de porno y no la había llevado jamás al almacén de pruebas. Apretó un botón y abrió el portacintas de la grabadora, pero estaba vacío. Colocó de nuevo el equipo en la caja y volvió a poner ésta en el estante, sin dejar de preguntarse por qué un hombre con ese equipo sólo tenía cintas en blanco. Se percató, al echar otro vistazo en el vestidor, de que las cintas que había encontrado podían haber sido borradas recientemente. Sabía que si ése era el caso, Mora podía haberse dado cuenta de que lo vigilaban.
Miró el reloj. Setenta minutos. Estaba apurando demasiado.
Al cerrar el vestidor y darse la vuelta, se encontró con su propia imagen en el espejo que había encima del escritorio. Se volvió enseguida hacia la puerta para irse. Fue entonces cuando vio el soporte de las luces que recorrían la pared por encima de la puerta del dormitorio. Había cinco luces y no le hacía falta encenderlas para saber que todas apuntaban hacia la cama.
Bosch miró hacia la cama un instante y empezó a entenderlo todo. Miró de reojo el reloj, aunque sabía que ya era el momento de irse, y se dirigió a la puerta.
Al atravesar la habitación se fijó de nuevo en la tele y el vídeo y se dio cuenta de que había olvidado algo. Se arrodilló a toda prisa delante de los aparatos y encendió el vídeo. Presionó el botón de expulsión y salió una cinta. La empujó otra vez hacia dentro y pulsó el botón de rebobinar. Encendió la tele y sacó la radio.
– Uno, ¿cómo vamos?
– La película ya ha acabado. Lo estamos buscando.
Algo pasaba y Bosch lo sabía. Normalmente las películas de estreno no eran tan cortas. Él sabía que en el Dome había una única sala. Sólo una película cada sesión. Por tanto, Mora había entrado en el cine cuando la película ya había comenzado. Si es que había llegado a entrar. Un temor cargado de adrenalina recorrió todo su cuerpo.
– ¿Estás seguro de que ha acabado, uno? No lleva dentro ni una hora.
– ¡Vamos a entrar!
La voz de Sheehan traslucía angustia. Entonces Bosch lo entendió. Vamos a entrar. Opelt no había entrado en el cine detrás de Mora. Habían recibido la orden de dividirse, pero no la habían cumplido. No podían. El día anterior Mora había visto a Sheehan y a Opelt en el puesto de burritos, cerca de la división central. De ninguna de las maneras podía entrar uno de ellos en un cine oscuro a buscar a Mora y arriesgarse a que el policía de antivicio los viera primero. Si eso sucedía, Mora se daría cuenta al instante de que lo estaban vigilando. Sheehan le había dicho a Rollenberger que había recibido la orden porque la alternativa era contarle al teniente que habían metido la pata hasta el fondo el día anterior.
La cinta llegó al principio. Bosch se sentó, con el dedo preparado en el vídeo. Sabía que Mora se la había jugado a todos. Mora era un poli. Se la había jugado con la vigilancia. Lo de parar en el cine había sido una trampa.
Pulsó el botón de play.
Aquella cinta no estaba borrada. La calidad de la imagen era superior a la que Bosch había visto en la cabina del X Marks trie Spot cuatro noches antes. La cinta cumplía todos los requisitos técnicos de una cinta porno producida para cine. Encuadrada en la imagen de la televisión estaba la cama con dosel sobre la que dos hombres practicaban el sexo con una mujer. Bosch miró unos instantes y después adelantó la cinta mientras la imagen seguía en la pantalla. Los actores del vídeo comenzaron a moverse compulsivamente a tal velocidad que casi resultaba cómico. Bosch miró cómo cambiaban de postura una y otra vez. Todas las posturas imaginables a velocidad rápida. Finalmente, lo puso de nuevo a velocidad normal y observó a los tres actores.
La mujer no encajaba con el arquetipo del Discípulo. Llevaba puesta la peluca negra. Estaba escuálida y era joven. De hecho, no era una mujer, al menos desde el punto de vista legal. Bosch dudó que tuviera más de dieciséis años. Uno de sus acompañantes también era joven, quizá tenía su edad, o incluso menos. Bosch no podía saberlo con certeza. De lo que sí estaba seguro, sin embargo, era de que el tercer participante era Ray Mora. Su cara no miraba a la cámara, pero Bosch lo sabía. Además veía la medalla de oro, el Espíritu Santo, que se balanceaba en su pecho. Paró la cinta y la quitó.
– Me olvidé de esa cinta, ¿verdad?
Todavía de rodillas, delante de la televisión, Bosch se volvió. Ray Mora estaba allí de pie, apuntándole a la cara con una pistola.
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