Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Lo que ella había dicho, por supuesto, era correcto. Aunque no era ninguna novedad. Bosch sonrió. No sabía cómo actuar. A una parte de él le gustaba. Estaba equivocada respecto a él, pero de algún modo ella le caía bien. Tal vez fuera por su tenacidad, porque su ira -aunque mal dirigida- era pura.

Tal vez fuera porque no tenía miedo de hablar con él fuera del tribunal. Había visto cómo Belk conscientemente evitaba entrar en contacto con la familia de Church. Antes de levantarse cuando había un receso se sentaba en la mesa del demandado hasta que estaba seguro de que todos habían recorrido el pasillo y estaban en la escalera mecánica. Pero Chandler no jugaba a ese juego. Le gustaba ir de frente.

Bosch suponía que era algo parecido a cuando dos boxeadores tocaban los guantes antes de que sonara la campana. Cambió de tema.

– Hablé con Tommy Faraday aquí el otro día. Ahora es Tommy Faraway. Le pregunté qué había pasado, pero no me lo dijo. Sólo dijo que lo que había pasado era justicia, sea eso lo que sea.

Ella expelió una larga bocanada de humo azul, pero se quedó unos segundos en silencio. Bosch miró el reloj. Tenían tres minutos.

– ¿Recuerda el caso Galton? -dijo ella-. Fue un caso de derechos civiles. Uso excesivo de la fuerza.

Bosch pensó en ello. El nombre le resultaba familiar, pero le costaba ubicarlo en el fárrago de casos de uso desproporcionado de la fuerza que había conocido o de los que había oído hablar a lo largo de los años.

– Era el caso del perro, ¿verdad?

– Sí, André Galton. Fue antes de Rodney King, cuando la amplia mayoría de la gente de esta ciudad no creía que su policía se implicaba en abusos horribles de manera rutinaria. Galton era negro y conducía con una matrícula caducada por las colinas de Studio City cuando un poli decidió hacerle parar.

– No había hecho nada malo, no estaba en busca y captura, sólo tenía la matrícula caducada desde hacía un mes. Pero huyó. Gran misterio de la vida, huyó. Subió hasta Mulholland y abandonó el coche en uno de esos apartaderos donde la gente se para a mirar el paisaje. Entonces saltó y empezó a bajar por la ladera. No había adonde bajar, pero no podía volver a subir y los polis no iban a ir a rescatarlo; en el juicio dijeron que era demasiado peligroso.

Bosch recordó la historia, pero dejó que ella terminara de contarla. La indignación de Chandler era tan pura y desprovista de la pose legalista que Bosch quería que ella lo contara.

– Así que enviaron a un perro -dijo ella-. Galton perdió ambos testículos y sufrió una lesión permanente en un nervio de la pierna izquierda. Podía caminar, pero arrastrando la pierna.

– Y ahí entra Tommy Faraday -la azuzó Bosch.

– Sí, se hizo cargo del caso. Era pan comido. Galton no había hecho nada malo más que huir. La respuesta de la policía claramente no se correspondía con la falta. Cualquier jurado lo vería. Y la oficina del fiscal lo sabía. De hecho, creo que era un caso de Bulk. Ofrecieron medio millón para llegar a un acuerdo, pero Faraday lo rechazó. Pensaba que podía sacar al menos el triple en un juicio, así que pasó.

– Y, como he dicho, era en los viejos tiempos. Los abogados de derechos civiles los llaman AK, antes de King. Un jurado escuchó las pruebas durante cuatro días y absolvió a los policías en treinta minutos. Galton no sacó nada más que una pierna inútil y una polla inservible. Salió del juzgado y fue a aquel seto. Había envuelto una pistola en plástico y la había enterrado ahí. Se acercó a la estatua y se puso la pistola en la boca. Faraday justo estaba saliendo en ese momento y vio cómo ocurría. La sangre salpicó la estatua, salpicó por todas partes.

Bosch no dijo nada. Ya recordaba el caso con mucha claridad. Miró la torre del City Hall y observó las gaviotas que la sobrevolaban en círculos. Siempre se había preguntado qué las llevaba allí. Estaba a kilómetros del océano, pero siempre había gaviotas encima del City Hall. Chandler continuó hablando.

– Hay dos cosas por las que siempre he tenido curiosidad -dijo-. Una, ¿por qué huyó Galton? Y dos, ¿por qué escondió la pistola? Y creo que las dos respuestas son la misma. No tenía fe en la justicia, en el sistema. Ninguna esperanza. No había hecho nada malo, pero huyó porque era negro en un barrio de blancos y durante toda su vida había oído historias acerca de lo que los polis blancos hacen a los negros en esa posición. Su abogado le dijo que era un caso ganado, pero él se llevó una pistola al tribunal porque toda su vida había oído lo que un jurado blanco decide cuando se trata de la palabra de un negro contra la de los polis.

Bosch miró su reloj. Era hora de entrar, pero no quería apartarse de Chandler.

– Así que por eso Tommy dijo que lo que había ocurrido era justicia -explicó ella-. Eso fue la justicia para André Galton. Faraday derivó todos sus casos a otros abogados después de eso. Yo acepté algunos. Y nunca volvió a pisar un tribunal.

La abogada apagó lo que le quedaba de cigarrillo.

– Fin de la historia -dijo .

– Estoy seguro de que los abogados de derechos civiles la cuentan a menudo -dijo Bosch-. Y ahora nos pone a Church y a mí de protagonistas, ¿no? Yo soy como el tipo que envió al perro colina abajo a por Galton.

– Hay grados, detective Bosch. Aunque Church fuera el monstruo que usted asegura, no tenía que morir. Si el sistema vuelve la espalda a los abusos infligidos a los culpables, ¿entonces quién será el siguiente sino los inocentes? ¿Ve?, por eso tengo que hacer lo que voy a hacer ahora. Por los inocentes.

– Buena suerte -dijo Bosch, y apagó su cigarrillo.

– No voy a necesitarla.

Bosch siguió la mirada de Chandler hasta la estatua que estaba encima del lugar donde Galton se había quitado la vida. La abogada la miró como si la sangre siguiera allí.

– Eso es justicia -dijo, señalando hacia la estatua-. No le escucha. No le ve. No puede sentirle ni hablarle. La justicia, detective Bosch, es sólo una rubia de hormigón

Capítulo 16

La sala parecía tan silenciosa como el corazón de un cadáver cuando Bosch pasó por detrás de las mesas de la acusación y la defensa y se situó enfrente del jurado para ocupar el estrado de los testigos. Después de que le tomaran el juramento, dijo su nombre completo y la secretaria del tribunal le pidió que lo deletreara.

– H-i-e-r-o-n-y-m-u-s B-o-s-c-h.

Entonces el juez dio la palabra a Belk.

– Háblenos un poco de usted, detective Bosch, de su carrera.

– He sido agente de policía durante casi veinte años. Actualmente estoy asignado a la mesa de homicidios en la División de Hollywood. Antes de…

– ¿Por qué lo llaman mesa?

Joder, pensó Bosch.

– Porque es como una mesa. Son seis pequeños escritorios unidos para formar una mesa larga, con tres detectives a cada lado. Siempre la llaman mesa.

– Muy bien, continúe.

– Antes de este puesto pasé ocho años en la brigada especial de la División de Robos y Homicidios. Antes de eso era detective en la mesa de homicidios de North Hollywood y en las mesas de robos y asaltos de Van Nuys. Estuve cinco años en patrullas, básicamente en las divisiones de North Hollywood y Wilshire. Belk lo guió lentamente por su carrera ascendente hasta el momento en que formó parte del equipo de investigación del caso del Fabricante de Muñecas. El interrogatorio discurría lento y aburrido, incluso para Bosch, y eso que se trataba de su vida. De cuando en cuando miraba a los miembros del jurado cuando respondía a una pregunta y sólo unos pocos parecían estar mirándole o prestando atención. Bosch estaba nervioso y le sudaban las manos. Había testificado en tribunales al menos un centenar de veces, pero nunca lo había hecho en su propia defensa. Se sentía acalorado a pesar de que sabía que el aire acondicionado estaba a tope.

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