Rebus recordó que había conocido a Aldous Zane en aquel mismo cuarto. Zane volvía a salir en los periódicos; había examinado el lugar del último crimen, largando el mismo discurso inconexo antes de marcharse a su país. Se preguntaba qué se traería ahora Jim Stevens entre manos. Recordaba el modo de estrechar la mano de Zane y aquella sensación eléctrica. Las impresiones de Zane sobre John Biblia; aunque Stevens estaba delante, el periódico no las había publicado. Un baúl en el ático de una casa moderna. Bueno, él habría podido inventarse algo mejor si un periódico le hubiese pagado un buen hotel.
Lumsden le había alojado en un hotel de postín, pensando probablemente que el DIC no se enteraría. Lumsden, intentando congraciarse, diciéndole que eran iguales, y presumiendo ante él de ser importante en la ciudad: comida y bebida gratis, entrada libre en Burke's. Le había estado observando, por si estaba predispuesto al soborno. Pero ¿quién se lo habría pedido? ¿Los dueños del club? ¿El propio Tío Joe…?
Más fotos. No parecían acabarse. Eran los espontáneos los que interesaban a Rebus, los desconocidos que habían quedado retratados para la posteridad. Una mujer con zapatos de tacón, y buenas piernas; de hecho, sólo se veían tacones y piernas porque el resto lo tapaba un policía que participaba en la reconstrucción. Agentes de uniforme buscando en los patios traseros de Mackeith Street el bolso de la víctima. Parecía una zona bombardeada con los tendederos de secar la ropa asomando entre la hierba rala y la basura. Coches en las calles: Zephyr, Hillman y Zodiac. De hacía un siglo. En una caja había un rollo de carteles con la goma elástica podrida. Fotos robot de John Biblia con diversas descripciones: «Habla con acento culto de Glasgow y anda erguido». Muy útil. El número de teléfono del cuartel general de la investigación. Se recibieron miles de llamadas; había cajas llenas, con un resumen de cada una y un seguimiento más detallado cuando habían juzgado que merecía la pena indagar.
Recorrió con la vista el resto de las cajas. Eligió una al azar; una grande y plana de cartón que guardaba periódicos de la época, intactos durante veinticinco años. Miró las primeras planas y les dio la vuelta para echar una ojeada a los deportes. Algunos crucigramas estaban a medio hacer; probablemente algún agente aburrido. Unas tiras de papel grapado a guisa de banderitas señalaban el número de página en que había noticias sobre John Biblia. Pero él no buscaba nada allí. Lo que hacía era mirar otras noticias y sonreír al leer ciertos anuncios. Algunos eran burdos según el canon actual, pero otros no habían envejecido. En la sección de artículos de segunda mano la gente vendía cortacéspedes, lavadoras y tocadiscos a precios de saldo. Advirtió el mismo anuncio en un par de periódicos, encuadrado como algo oficial: «Encuentre una nueva vida y un nuevo empleo en América. Infórmese en Booklet». Había que enviar un par de sellos a una dirección de Manchester. Rebus se recostó en la silla, pensando si John Biblia se habría marchado tan lejos.
En octubre de 1969, el tribunal supremo de Edimburgo condenaba a Paddy Meehan, quien había gritado: «¡Cometen un error! ¡Soy inocente!». Aquello le hizo pensar en Lenny Spaven; alejó el pensamiento y cogió otro periódico. Ocho de noviembre: la galerna obliga a evacuar la plataforma petrolífera de Staflo. El 12, un artículo informando que los dueños del Torrey Canyon habían pagado tres millones de libras como indemnización por el vertido de cinco mil toneladas de crudo kuwaití en el canal de la Mancha. Dunfermline había decidido permitir la proyección de The Killing of Sister George [19] , y un Rover nuevo de tres litros y medio costaba mil setecientas libras. Pasó a finales de diciembre. El presidente del Partido Nacional Escocés predecía que Escocia estaba en el «umbral de una década decisiva». Muy bien dicho, señor. El 31 de diciembre, Nochevieja, el Herald deseaba a sus lectores un feliz y próspero 1970, y traía la noticia de un tiroteo en Govanhill: un agente muerto y tres heridos. Dejó el periódico y el aire hizo volar unas fotos de la mesa. Las recogió: las tres víctimas llenas de vida. La primera y la tercera tenían cierta similitud fisonómica, y las tres parecían llenas de confianza, como si el futuro fuese a traerles cuanto soñaban. Era bueno tener confianza y no rendirse, pero dudaba de que mucha gente lo lograse. Sí, ante la cámara sonreían, pero fotografiadas por sorpresa seguramente tendrían un aspecto desaliñado y cansado, como los transeúntes de las otras fotos.
¿Cuántas víctimas había? No eran sólo las de John Biblia y Johnny Biblia sino las de todos los asesinos, los castigados y los impunes. Los asesinatos de Wend's End, de Cromwell Street, de Nilsen, el destripador de Yorkshire… Y Elsie Rhind… Si Spaven no la había matado, el asesino se habría estado riendo durante todo el proceso. Y seguía libre, quizá con otros trofeos en su haber, otros casos no resueltos. Elsie Rhind yacía en su tumba sin ser vengada; una víctima olvidada. Spaven se había suicidado porque no podía soportar el peso de su inocencia. Y Lawson Geddes…, ¿se había suicidado por el dolor de perder a su esposa o a causa de Spaven? ¿Habría llegado a planteárselo fríamente?
Todos habían desaparecido. Sólo quedaba el cabrón de John Rebus. Y en él querían descargar el peso de sus conciencias. Pero nunca lo admitiría. Se negaba a ello. No sabía qué otra cosa podía hacer. Salvo beber. En ese momento necesitaba una copa desesperadamente. Pero no iba a tomársela. Aún no. Tal vez más tarde; ya vería. La gente moría y no se les podía devolver la vida. Algunos, de forma violenta, trágicamente jóvenes y sin saber por qué les había tocado a ellos. Se sentía rodeado de ausencias. Todos aquellos fantasmas… gritándole…, suplicándole…, chillando…
– ¿John?
Alzó la vista de la mesa. Jack Morton estaba a su lado con un café en una mano y un panecillo en la otra. Parpadeó; se le nublaba la vista y era como si viera a Jack entre calina.
– Dios, tío, ¿te encuentras bien?
Tenía los labios húmedos y casi moqueaba. Se limpió. También las fotos de la mesa estaban húmedas. Sabía que había estado llorando y sacó el pañuelo. Morton dejó el café y el panecillo en la mesa y le pasó una mano por los hombros, dándole un leve apretón.
– No sé lo que me pasa -dijo Rebus sonándose.
– Sí que lo sabes -replicó Morton con voz queda.
– Sí, lo sé. -Recogió las fotos y los periódicos y volvió a meterlos en las cajas-. Deja de mirarme de ese modo.
– ¿De qué modo?
– No te lo decía a ti.
Morton se irguió y se apoyó en una mesa.
– No te quedan muchas defensas, ¿eh?
– Parece que no.
– Tienes que organizarte de una vez.
– Uf, cómo tardan Eve y Stanley.
– Sabes que eso no…
– Lo sé. Y tienes razón; tengo que organizarme. ¿Por dónde empiezo? No, no me lo digas… ¿La iglesia de los zumos?
– Decídelo tú -replicó Morton encogiéndose de hombros.
Rebus cogió el panecillo y dio un mordisco. Grave error: se le hacía un nudo en la garganta. Dio un sorbo de café para tragar y pudo acabarse el panecillo de jamón de York y tomate. Recordó que tenía que hacer otra llamada a un número de Shetland.
– Vuelvo dentro de un minuto -dijo.
En los servicios se lavó la cara. Tenía los ojos enrojecidos; venillas irritadas; como si hubiera estado de parranda.
Totalmente sobrio y sereno, se dijo para sus adentros yendo hacia el teléfono.
Contestó Briony, la novia de Jake Harley.
– ¿Está Jake? -preguntó Rebus.
– No, lo siento.
– Briony, nos vimos el otro día. Soy el inspector Rebus.
Читать дальше