Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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Pero no sabía qué otra cosa podría hacer John Rebus. Si le expulsaban de la policía… probablemente quemaría la pensión en bebida y se convertiría en uno de tantos ex policías que contaban batallitas, repitiéndoselas a las mismas personas y cambiando una forma de aislamiento por otra.

Era importante que John siguiera en la policía. Por lo tanto, era importante evitar que se metiera en líos. Se preguntaba por qué la vida sería tan difícil. Cuando Chick Ancram le dijo que le encargaba «vigilar a Rebus», le había complacido, pensando en que iban a estar juntos y recordarían casos y personajes, lugares, anécdotas. Pero no. Él había cambiado; ahora era un pelota, un chupatintas, un arribista, mas John era el mismo de siempre… pero peor. El tiempo había endurecido su cinismo. Ya no era un sabueso: era un perro de pelea con mandíbulas de hierro. Por mucho que sangrara, por mucho dolor que denotaran sus ojos, si mordía no soltaba la presa hasta morir…

– Ya se aclara el tráfico -dijo Rebus.

Era cierto. Resuelto el problema que fuese, ahora avanzaban más deprisa. El velocímetro subió hasta noventa. Pronto llegarían a Glasgow. Miró a Rebus; éste le dedicó un guiño sin dejar de mirar al frente. Morton se vio a sí mismo apoyándose en una barra, gastándose la pensión en copas. Mierda. Por el bien de su amigo jugaría el partido entero, pero sin prórroga ni penaltis. Nada de penaltis.

Fueron a la comisaría de Partick porque allí les conocían. Habrían podido ir a Govan, pero Govan era el cuartel general de Ancram y no habrían podido actuar con discreción. La investigación de Johnny Biblia había recuperado inercia por el último asesinato, pero la brigada de Glasgow estaría dedicada a leer y clasificar el material que les enviasen de Aberdeen. Rebus sentía un escalofrío al pensar que se había cruzado con Vanessa Holden en el Burke's. A pesar de lo que le había fastidiado Lumsden, su relación con el DIC de Aberdeen era positiva por la serie de coincidencias que le vinculaban con la investigación de Johnny Biblia. Y de tal manera que Rebus ya empezaba a dudar de que fuesen simples coincidencias. Aún no sabía exactamente cómo, pero Johnny estaba relacionado con alguna de sus investigaciones. De momento no era más que una simple corazonada sin perspectivas, pero que estaba ahí, pinchándole, y haciéndole preguntarse si no sabía sobre Johnny Biblia más de lo que pensaba…

Partick, nueva, limpia y confortable -prácticamente lo último en dependencias policiales- seguía siendo territorio enemigo. Rebus no sabía cuántos confidentes tendría Tío Joe allí, pero pensó que podría encontrar un rincón tranquilo, un lugar en el que estuvieran a sus anchas. A su paso por las distintas dependencias les saludaron varios agentes con un gesto o de viva voz a Morton.

– Campamento base -dijo Rebus entrando en el despacho vacío que albergaba provisionalmente a John Biblia.

Allí estaba esparcido por mesas y suelos y pinchado y pegado a las paredes. Era como una exposición. De la última foto robot de John Biblia, según la descripción de la hermana de la tercera víctima, había allí varios ejemplares con un anexo de detalle de lo más peculiar. Aquella acumulación de imágenes lo convertían en un ser real, transformando papel y tinta en carne y hueso.

– Detesto este cuarto -dijo Morton cuando Rebus cerró la puerta.

– Y, por lo que se ve, todos. Deben de estar tomando café y ocupados en otras cosas.

– La mitad de la plantilla no había nacido cuando John Biblia hacía de las suyas. Para ellos no tiene sentido.

– Pero contarán a sus nietos las andanzas de Johnny Biblia.

– Eso sí -replicó Morton. Y tras una pausa preguntó-: ¿Tú lo harás?

Rebus vio su propia mano sobre el teléfono. Cogió el auricular y marcó unas cifras.

– ¿Lo pones en duda? -dijo.

– Ni por un instante.

La voz que respondió era brusca y antipática. No era Tío Joe ni Stanley sino uno de los culturistas. Rebus se las ingenió sobre la marcha.

– ¿Está Malky?

Vacilación: sólo sus íntimos le llamaban Malky.

– ¿Quién le llama?

– Dígale que es Johnny. -Hizo una pausa-. De Aberdeen.

– Un momento.

Oyó un ruido procedente del auricular al golpear con una superficie dura. Rebus prestó atención y oyó voces de televisión y aplausos, tal vez un concurso. Quizá Tío Joe o Eve la estaban mirando. A Stanley no le gustarían los concursos. No acertaría una sola pregunta.

– ¡Teléfono! -voceó el culturista.

Al cabo de un rato contestó alguien:

– ¿Quién es?

– Johnny.

– ¿Johnny? -Elevó el tono de voz-: ¿Johnny qué?

– De Aberdeen.

– Diga.

Rebus respiró hondo.

– Procura disimular por tu propio bien. Sé lo de vosotros dos, Eve y tú, y lo que habéis estado haciendo en Aberdeen. Así que si quieres que la cosa no se sepa habla con naturalidad. Que el musculitos ese no sospeche nada.

Se oyó un crujido. Stanley se dio la vuelta y se pegó al teléfono.

– Bueno, ¿y de qué se trata?

– Estáis montando un buen timo y no quiero jodéroslo si no me obligáis, así que no hagáis nada para obligarme. ¿Entendido?

– Tranquilo.

La voz no estaba acostumbrada al tono displicente cuando el cerebro pide sangre.

– Muy bien, Stanley. Eve se sentiría orgullosa de ti. Tenemos que hablar; no sólo tú y yo, sino los tres.

– ¿Con mi padre?

– Con Eve.

– Bien. -Hizo una pausa para calmar la furia-. Sí… no hay problema.

– ¿Esta noche?

– Bueno… sí.

– En la comisaría de Partick.

– Un momento…

– Ése es el trato. Sólo hablar. No es ninguna trampa. Si te importa, cierra el pico hasta que nos pongamos de acuerdo. Si no te gusta podrás marcharte. No habrás dicho nada y nada tendrás que temer. No hay cargos ni trucos. No eres tú quien me interesa. ¿Estamos?

– No sé. ¿Puedo llamarte?

– Es sí o no, ahora. Si es no, puedes pasarme a tu padre.

Hasta los condenados reían con más ganas.

– No, si por mí no hay problema. Pero hay más personas en esto.

– Dile a Eve lo que te acabo de decir. Si ella no viene, no importa; pero tú sí. Os haré pases de visita con nombres falsos. -Rebus miró en un libro abierto que había delante y leyó-: William Pritchard y Madeleine Smith. ¿Me sigues?

– Creo que sí.

– Repite.

– William… no sé qué.

– Pritchard.

– Y Maggie Smith.

– No está mal. Ya sé que no puedes salir ahora mismo, así que dejamos la hora en blanco. Ven cuando puedas. Y si te da por pensártelo o arrepentirte recuerda esas cuentas bancarias y lo solas que van a estar sin ti.

Rebus colgó. Le temblaba la mano.

Capítulo 27

Notificaron al mostrador de recepción para que hicieran pases de visita; a partir de entonces sólo cabía esperar. Morton dijo que hacía frío, que aquel cuarto olía a humedad y que tenía que salir. Sugirió ir a la cantina, al pasillo o a donde fuese, pero Rebus se negó.

– Ve tú. Yo me quedo a planear lo que voy a decirles a Bonnie y Clyde. Tráeme un café y un panecillo relleno si acaso. -Morton asintió con la cabeza-. Ah, y una botella de whisky.

Morton se le quedó mirando y Rebus sonrió. Trató de recordar la última vez que había bebido. Se vio en el Oxford con dos vasos y un paquete de cigarrillos. Y antes… ¿el vino con Gill?

Morton se había quejado de que allí hacía frío, pero a Rebus el despacho le parecía sofocante. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa. Después se puso a dar vueltas por la estancia, mirando cajones y cajas de cartón gris.

Había transcripciones de interrogatorios con las pastas descoloridas y gastadas; informes manuscritos, informes mecanografiados; resúmenes de pruebas; planos, casi todos hechos a mano; horarios de servicio; y resmas y resmas de declaraciones de testigos…, descripciones de hombres vistos en el salón de baile Barrowland. Y luego estaban las fotos, en blanco y negro mate de veinticuatro por veinte y más pequeñas. El Barrowland por dentro y por fuera. Parecía más moderno que lo que sugería la palabra «baile», y le recordaba un poco su antiguo colegio: un edificio bajo, prefabricado, con alguna ventana. Tres focos en una marquesina de cemento dirigidos a las ventanas y al cielo. Y en la marquesina -útil para guarecerse de la lluvia mientras se esperaba para entrar o al salir- el nombre del local: Salón de Baile Barrowland. Casi todas las fotos exteriores las habían tomado una tarde lluviosa; se veían mujeres con impermeable y hombres con gorra y gabardina. Más fotos: hombres rana de la policía buceando en el río; los escenarios de los crímenes con los agentes del DIC enfundados en sus tradicionales sombreros y gabardinas…, un callejón, el patio trasero de una casa y otro patio trasero. Lugares típicos para besarse y meterse mano, quizás algo más. Excesivo para las víctimas. Había una foto del subjefe Joe Beattie con un retrato artístico de John Biblia. Su expresión y la del retrato parecían la misma. Algunas personas lo habían comentado. Mackeith Street y Earl Street: las víctimas segunda y tercera habían sido asesinadas en la calle donde vivían. ¿Las había llevado él tan cerca de sus casas? ¿Por qué? ¿Para que se confiaran? ¿O es que había estado dudando y demorando el ataque? ¿Le ponía nervioso pedirles que se dejasen abrazar o estaría asustado y acuciado por su impulso asesino? Los archivos estaban llenos de especulaciones inútiles por el estilo y de teorías de psicólogos y psiquiatras. Al final habían resultado de tan poco provecho como el vidente Croiset.

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