– Atestados. Me revienta hacer cola y siempre llego el último. Michael Edward Hine toma nota de su preocupación. Bien, ¿quiere oír la historia?
– Cuando guste.
– Conocí a Lenny en la cárcel, donde compartimos celda unos cuatro meses. Era una persona tranquila y pensativa. Sé que anteriormente ya había tenido problemas y que no era la clase de hombre que se adapta a la cárcel. Él me enseñó a hacer esos crucigramas en que hay que poner letras en orden. Tenía paciencia conmigo. -Estaba divagando, pero volvió a centrarse-. Era exactamente como el individuo que reflejan sus escritos. Él mismo me confesó que había quedado impune de malas acciones anteriores, pero que ello no le ayudaba a sobrellevar el castigo por un crimen que él no había cometido. Me lo repetía una y otra vez: «No fui yo, Mick, te lo juro. Lo juro por Dios y todos los santos». Era una obsesión. Yo creo que de no haber sido por aquellos relatos que escribía se habría suicidado antes.
– ¿No cree que le asesinaran?
Hine reflexionó antes de negar taxativamente con la cabeza.
– Estoy seguro de que fue suicidio. Aquel último día se notaba que había tomado una decisión y estaba reconciliado consigo mismo. Se le veía más tranquilo, casi sereno, pero sus ojos… Ya no me miraba. Era como si ya fuese incapaz de tratar con la gente. Hablaba, sí, pero sólo conversaba consigo mismo. Yo le apreciaba muchísimo. Y hay que ver lo bien que escribía…
– ¿El último día? -inquirió Rebus.
Morton miraba por la verja hacia el hospital.
– El último día -repitió Hine-. El último día fue el más espiritual de mi vida. Me sentí verdaderamente tocado por… la gracia.
– Una buena chica -musitó Morton, pero Hine no lo oyó.
– ¿Sabe cuáles fueron sus últimas palabras? -añadió Hine cerrando los ojos para hacer memoria-. «Dios sabe que soy inocente, Mick, pero estoy harto de decirlo.»
Rebus estaba inquieto. Quería mostrarse intrascendente, irónico, como era él, pero advertía ahora que su espíritu tendía a identificarse con excesiva naturalidad con las últimas palabras de Spaven; incluso algo con la persona. ¿Le había cegado realmente Lawson Geddes? Para él Spaven era casi un desconocido, y, sin embargo, le había ayudado a meterlo en la cárcel por homicidio, vulnerando reglas y reglamentos durante el proceso y prestando ayuda a un hombre enfebrecido por el odio e impulsado por la venganza.
¿Venganza de qué?
– Cuando me dijeron que se había dado un tajo al cuello, no me sorprendió. Se pasó todo aquel día acariciándoselo. -Hine se inclinó de pronto y elevó la voz-. ¡Y hasta ese último día no cesó de repetir que había caído en una trampa! ¡Tendida por usted y su amigo!
Morton se volvió hacia el banco, alerta. Pero Rebus permanecía impávido.
– ¡Míreme a los ojos y niéguelo! -espetó Hine-. Fue el mejor amigo que he tenido, el hombre más amable y agradable. Y ya no está… No está -añadió agarrándose la cabeza con las manos y rompiendo en sollozos.
De todas las opciones que tenía, Rebus sabía que la mejor era largarse. Y eso fue precisamente lo que hizo: echar a correr por los céspedes hacia Melville Drive seguido con notable esfuerzo por Jack Morton, que gritaba:
– ¡Espera! ¡Espera, hombre!
Estaban a medio camino, en la zona de juego, en el triángulo poco iluminado formado por los paseos. Morton le asió del brazo para intentar detenerle, pero Rebus giró sobre sus talones y le largó un puñetazo que fue a darle en la mejilla y le hizo tambalearse. Con cara de asombro, se puso en guardia y paró un segundo golpe con el antebrazo, lanzando él un derechazo con amago para que Rebus creyera que iba dirigido a la cabeza y que percutió con fuerza en su estómago. Rebus lanzó un gruñido de dolor, pero aguantó y retrocedió dos pasos antes de echársele encima. Cayeron los dos al suelo rodando, dándose golpes sin fuerza, pero luchando a brazo partido. Oía a Morton repitiendo sin cesar su nombre; le apartó de un empujón y se puso en cuclillas. Un par de ciclistas se habían parado a mirarles.
– John, ¿pero qué coño te pasa?
Enseñando los dientes, Rebus volvió a lanzarse con mayor ímpetu, dando a su amigo tiempo de sobra para esquivarle y replicar con un puñetazo que Rebus estuvo a punto de esquivar también; pero cambió de idea y aguantó el golpe. Un golpe que le alcanzó abajo; el tipo de puñetazo que dobla a un hombre sin hacerle daño. Rebus se quebró, para caer a cuatro patas y comenzar a escupir y a vomitar casi todo líquido. Y aun consciente de que había vaciado el estómago, seguía deseando echar más. Tras lo cual rompió a llorar. Lloraba por sí mismo y por Lawson Geddes, y quizá por Lenny Spaven. Y sobre todo por Elsie Rhind y por todas sus hermanas, víctimas a las que no había podido ni podría ayudar jamás.
Jack Morton aguardaba sentado a un par de metros con las manos en las rodillas. Sudoroso, recobraba el aliento y se quitaba la chaqueta. El llanto de Rebus parecía no tener fin; le chorreaban mocos por la nariz y saliva por la boca. Poco a poco los sollozos disminuyeron y cesaron por completo y vio que se tumbaba de espaldas, con la respiración agitada y un brazo sobre la frente.
– Joder, qué falta me hacía -dijo.
– No me había peleado desde los quince años -comentó Morton-. ¿Te sientes mejor?
– Mucho mejor. -Rebus sacó un pañuelo y se limpió los ojos, la boca y se sonó-. Siento que haya sido contigo.
– Mejor yo que el primer inocente que hubieras encontrado.
– Eso es bien cierto.
– ¿Por eso bebes? ¿Para evitar estas situaciones?
– Joder, Jack, no lo sé. Bebo porque siempre he bebido. Me gusta. Me gusta el sabor y la sensación. Me gusta ir a los pubs.
– ¿Y te gusta dormir sin soñar?
Rebus asintió con la cabeza.
– Eso más que nada.
– Hay otros modos, John.
– ¿Vas a intentar venderme ahora lo de la iglesia de los zumos?
– Eres mayorcito; decide tú mismo.
Morton se puso en pie y ayudó a Rebus a hacerlo.
– Seguro que parecemos dos pordioseros.
– Yo no sé, pero tú desde luego que sí.
– Tú tienes pinta elegante, Jack; sereno y elegante.
Morton le tocó el hombro con la mano.
– ¿Te sientes bien ya?
Rebus asintió con la cabeza.
– Es una bobada, pero hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Anda, vamos a dar un paseo.
Volvieron sobre sus pasos camino de la Infirmary. Morton no preguntó adónde iban, pero Rebus se dirigía a un sitio muy concreto: la biblioteca de la Universidad en George Square. Estaban cerrando cuando entraron y las estudiantes, carpeta contra el pecho, les abrieron paso hacia el mostrador sin hacerse de rogar. – ¿Qué desean? -les dijo el empleado mirándoles de arriba abajo.
Pero Rebus ya había rebasado el mostrador para acercarse a una joven enfrascada en sus libros.
– Hola, Nell.
Ella alzó la vista sin reconocerle al principio, y acto seguido se ruborizó.
– ¿Qué ha sucedido?
– Brian está bien -replicó él alzando una mano-. Es que Jack y yo…, bueno, nos…
– Tropezamos y nos caímos -apostilló Morton.
– No deberías ir a pubs con escaleras. -Ahora que ya sabía que Brian estaba bien recuperaba su aplomo y su recelo-. ¿Qué quieres?
– Hablar contigo. ¿Vamos afuera?
– Acabo en cinco minutos.
Rebus asintió con la cabeza.
– Te esperamos, entonces.
Salieron y Rebus quiso encender un cigarrillo, pero el paquete estaba aplastado e inservible.
– Caray, ahora que me apetece fumarme uno…
– Así apreciarás lo que es dejarlo.
Se sentaron en la escalinata mirando los jardines de George Square y los edificios del entorno, una mezcla de antigüedad y modernidad.
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