– No me parece que sea la respuesta.
– ¿Qué?
– No lo aceptas con resignación y vas a jugártela con Ancram, por no colaborar y empecinarte.
– Tuve un buen maestro.
Rebus sonrió. No dejaba de ser cierto. El había tenido a Lawson Geddes y Brian le tenía a él.
– No es la primera vez -siguió Holmes-. En el colegio tenía un buen amigo con quien pensaba ir a la universidad, pero como él decidió estudiar en Stirling, me dije, pues yo igual, aunque en principio había pedido Edimburgo, y para eliminar esa opción tenía que suspender en alemán avanzado.
– ¿Y qué?
– Pues que llegué al aula de examen pensando que… bastaría con permanecer allí sin contestar a las preguntas.
– Y las contestaste.
– No pude evitarlo. Saqué un aprobado -dijo Brian Holmes sonriendo.
– Y ahora se te plantea un problema igual -añadió Rebus-. Si sigues ese camino lo lamentarás toda tu vida, porque en lo más hondo de ti te niegas a dejar la policía. Te gusta tu trabajo y te estás dando una paliza…
– ¿Y doy palizas a otros? -replicó mirándole a los ojos, pensando en las contusiones de Mental Minto.
– Perdiste una vez la cabeza. Y ya es mucho -añadió Rebus alzando un dedo para poner mayor énfasis-. Pero se solucionó y no creo que vuelvas a hacerlo.
– Eso espero. -Se volvió hacia Morton-: Un sospechoso; le sacudí en la «galletera».
Morton asintió con la cabeza. Rebus se lo había contado.
– A mí también me ha sucedido, Brian -dijo-. Bueno, no he llegado a zurrar pero poco me ha faltado. En ocasiones me he destrozado los nudillos contra la pared.
Holmes estiró sus dedos para enseñar las marcas.
– ¿Lo ves? -terció Rebus-. Lo que yo digo: que te das una paliza. Mental se llevó unas señales, pero desaparecerán. Pero cuando las señales están aquí… -añadió dándose unos golpecitos en la cabeza.
– Quiero que Nell vuelva.
– Lógico.
– Pero también quiero ser policía.
– Tienes que hacerle ver a ella esas dos cosas con claridad.
– ¡Joder! -Holmes se restregó la cara-. Ya lo he intentado…
– Tú siempre has escrito informes excelentes, bien claros, Brian.
– ¿Y qué?
– Si no te salen las palabras, prueba a decírselo por escrito.
– ¿Y le mando la carta?
– Llámalo como quieras. Escribe lo que quieres decirle, explicando si acaso cómo lo sientes.
– ¿Has estado leyendo Cosmopolitan o qué?
– Sólo la página de consultas.
Se echaron a reír de algo tan inane y Holmes se estiró en el sillón.
– Tengo falta de sueño -dijo.
– Hoy te acuestas pronto y mañana escribes la carta a primera hora.
– Sí, a lo mejor lo hago.
Rebus se disponía a marcharse y Holmes le miró.
– ¿No quieres saber nada de Mick Hine?
– ¿Quién es ése?
– El ex presidiario; el último que habló con Lenny Spaven.
Rebus volvió a sentarse.
– Me costó localizarlo. Resulta que no se había marchado de Edimburgo. Duerme por ahí a la buena de Dios.
– ¿Y bien?
– Pues que al fin hablé con él. -Hizo una pausa-. Creo que tú también deberías hacerlo. Tendrás una imagen muy distinta de Lenny Spaven, créeme.
Rebus le creía, aun sin saber por qué. No quería creerle, pero le creía.
Jack Morton se oponía a la idea.
– Mira, John, mi jefe querrá también hablar con ese tal Hine, ¿cierto?
– Cierto.
– ¿Y qué pasará cuando descubra que tu amigo Brian le ha localizado y que tú has hablado con él?
– Pasará de todo, pero él no me lo ha prohibido.
Morton lanzó un gruñido de despecho. Habían dejado el coche cerca de casa de Rebus y ahora caminaban por Melville Drive: a un lado Bruntsfield Links y al otro los Meadows, unos céspedes espléndidos para las tardes de verano -tumbarse, jugar al fútbol o al criquet-, aunque de noche daban miedo. Había farolas en los caminos pero muy poco generosas en vatios, y algunas noches pasar por allí era casi como regresar al siglo XIX. Mas ahora era verano, el cielo conservaba un fulgor rosado y se veían los cuadrados de luz de las ventanas de la Royal Infirmary, y en George Square un par de torres de la universidad marcaban su presencia. Las estudiantes cruzaban los Meadows en manadas, quién sabe si como lección aprendida del reino animal. Aunque aquella noche no hubiera depredadores, el miedo persistía. El Gobierno había hecho una declaración para combatir «el temor al crimen» y lo anunciaban en la tele antes de la película de tiros de Hollywood de última hora.
Rebus se volvió hacia Morton.
– ¿Piensas chivarte?
– Debería.
– Sí, deberías; pero ¿vas a hacerlo?
– No lo sé, John.
– Bueno, que nuestra amistad no sea un obstáculo.
– Vaya ánimos que me das.
– Mira, Jack, estoy tan hundido que seguramente no saldré a flote, pero voy a hacer lo imposible.
– ¿Has oído hablar de las trincheras de las Marianas? Ancram tiene probablemente una dispuesta para ti.
– Te vas decantando.
– ¿Cómo?
– Antes era Chick y ahora es «Ancram». Atento.
– Oye, ¿estás sobrio?
– Como un juez.
– Ya. Entonces no es envalentonamiento por alcohol, sino pura locura.
– Bienvenido a mi mundo, Jack.
Se dirigían a la parte de atrás de la Infirmary. Había bancos en aquel lado de la tapia del recinto. Y en verano servían de cama a vagabundos, trotamundos o bohemios… Había uno, Frank, conocido de Rebus y a quien solía ver todos los veranos, que desaparecía al llegar el otoño como un ave migratoria, para reaparecer al año siguiente. Pero aquel año… aquel año Frank no se había dejado ver. Aquellos desheredados que ahora contemplaba Rebus eran más jóvenes que Frank, como sus hijos espirituales, si no nietos, pero distintos…, más duros y desconfiados, más ásperos y más cansados. ¿Los «caballeros andantes» de Edimburgo? Veinte años antes se habrían reducido a unas decenas, pero actualmente, no. Ni mucho menos.
Despertaron a un par de ellos. Respondieron que no eran Mick Hine y que no le conocían. En el tercer banco tuvieron suerte. El que lo ocupaba se incorporó y se sentó sobre un montón de periódicos; tenía un pequeño transistor que escuchaba pegado al oído.
– ¿Está sordo o le faltan baterías? -dijo Rebus.
– Ni sordo, ni mudo, ni ciego. El dijo que otro policía querría hablar conmigo. ¿Quiere sentarse?
Rebus tomó asiento en el banco y Jack Morton se apartó para apoyarse en la tapia, detrás, como para no escuchar. Rebus sacó un billete de cinco libras.
– Tome, para pilas.
Mick Hine cogió el dinero.
– ¿Así que usted es Rebus?
Hine le observó con detenimiento.
Tendría algo más de cuarenta años, era algo calvo y un poco estrábico. Su traje era bastante aceptable, pero tenía agujeros en las rodilleras y debajo asomaba una camiseta roja sucia. Llevaba dos bolsas de supermercado a rebosar que había dejado a un lado en el banco.
– Lenny me habló de usted. Pensé que sería distinto.
– ¿Distinto?
– Más joven.
– Cuando Lenny me conoció era más joven.
– Sí, claro. Sólo las estrellas de cine permanecen más jóvenes, ¿no lo ha advertido? El resto de los mortales nos arrugamos y encanecemos.
Pero no era el caso de Hine; lucía un leve bronceado lustroso, su cabello era color azabache y lo llevaba largo. Tenía rozaduras en mejillas y barbilla, en la frente y los nudillos. Una caída o una pelea.
– ¿Se ha caído, Mick?
– Es que me dan mareos.
– ¿Y qué dice el médico?
– ¿Cómo?
No había consultado a ningún médico.
– ¿Sabe que hay albergues? No tiene por qué dormir a la intemperie.
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