– En realidad, todo es algo vago… -Ancram abrió un cajón y cogió dos archivadores gruesos, que dejó en la mesa-. Tengo el expediente de Geddes e informes sobre él. Aparte de cosas de la investigación sobre John Biblia; minucias de su intervención. Y parece que fue haciendo presa en él la obsesión. -Ancram abrió un archivador y lo hojeó distraídamente antes de volver a mirar a Rebus-. ¿Le suena eso?
– ¿Insinúa que estaba obsesionado con Lenny Spaven?
– Es que lo estaba -soltó Ancram, asintiendo con la cabeza-. Lo sé porque me lo han contado oficiales que estaban en el servicio en aquella época, pero lo más importante es que lo sé a causa de John Biblia.
El cabrón acababa de lanzarle un gancho de izquierda. Y llevaban sólo veinte minutos de interrogatorio. Rebus cruzó las piernas y trató de aparentar indiferencia. Era tal la tensión de su cara que pensó que debía de notársele el relieve de los músculos.
– Mire -prosiguió Ancram-, Geddes intentó implicar a Spaven en el caso de John Biblia. Pero las notas están incompletas. Fueron destruidas o se perdieron; o Geddes y sus superiores no lo pusieron todo por escrito. Pero Geddes iba a por Spaven, de eso no cabe duda. En los archivos encontré unas viejas fotos y en ellas aparece Spaven. -Alzó las fotos-. Son de la campaña de Borneo. Él y Geddes servían en el mismo regimiento de la Guardia Escocesa. Tengo la impresión de que entre ambos sucedió algo y a partir de ahí Geddes se la tuvo jurada a Spaven. ¿Cómo he llegado tan lejos?
– Llenando tranquilamente el tiempo hasta la pausa del cigarrillo. ¿Puedo ver las fotos?
Ancram se encogió de hombros y se las pasó. Rebus echó un vistazo. Fotos antiguas en blanco y negro con los bordes gastados; un par de ellas de cinco por tres centímetros y el resto de diez por quince. Enseguida reconoció a Spaven por su característica sonrisa de seductor. Había también un sacerdote con uniforme militar y alzacuello y otros hombres con pantalón corto ancho, calcetines largos y cara reluciente por el sudor, con ojos casi de temor. Algunas caras se veían borrosas y Rebus no reconoció a Lawson Geddes en ninguna foto. Las habían hecho al aire libre; se veían chozas de bambú en segundo término, y el morro de un jeep aparecía en una de las fotos. Les dio la vuelta y leyó algunos nombres y «Borneo, 1965».
– ¿Eran de Lawson Geddes? -inquirió al devolvérselas.
– No tengo ni idea. Estaban con todo lo demás de John Biblia.
Ancram volvió a guardarlas en el archivador, contándolas una por una.
– No falta ninguna -dijo Rebus.
La silla de Jack Morton chirrió: estaba comprobando si la cinta llegaba a su final para cambiarla.
– Bueno -dijo Ancram-, tenemos a Geddes y a Spaven sirviendo juntos en Borneo, después a Geddes tratando de incriminar a Spaven durante la investigación de John Biblia… y expulsado de ella. Luego, transcurren unos años, ¿y qué encontramos? Geddes que sigue persiguiendo a Spaven, esta vez por el asesinato de Elizabeth Rhind. Y de nuevo suspenden la investigación.
– Spaven conocía a la víctima.
– Eso no vamos a discutirlo, inspector. -Hizo una pausa de cuatro compases-. Usted conocía a una de las víctimas de Johnny Biblia, ¿significa eso que la mató?
– Encuentre su collar en mi piso y vuelva a preguntármelo.
– Ah, bien, ahora llegamos a lo interesante, ¿eh?
– Ah, menos mal.
– ¿Conoce la palabra serendipidad?
– Sazono con ella mi discurso.
– Definición del diccionario: la posibilidad de efectuar casualmente un hallazgo. Una palabra muy útil.
– Ya lo creo.
– Y Lawson Geddes tenía ese don, ¿verdad? Vamos, que les llegó una denuncia anónima sobre un cargamento de radio-relojes robados. Y fueron al garaje, sin orden de registro ni nada, y ¿qué encontraron? A Leonard Spaven, los radio-relojes más un bolso y un sombrero… pertenecientes a la víctima. Es lo que yo llamo un hallazgo muy casual. Salvo que no era casual, ¿verdad?
– Hubo orden de registro.
– Firmada con fecha retrospectiva por un juez paniaguado. -Otra sonrisa-. ¿Cree que domina la situación? ¿Piensa que yo me lo digo todo y que, por consiguiente, usted no está diciendo nada que pueda comprometerle? Pues escuche bien: hablo porque quiero que sepa cómo está el asunto. Después tendrá plena oportunidad de refutar o no.
– Lo estoy deseando.
Ancram miró sus notas. Rebus seguía mentalmente en Borneo y pensaba en las fotos: ¿qué diablos tendrían que ver con John Biblia? Ojalá las hubiera mirado con más atención.
– He leído su propia versión de los acontecimientos, inspector -prosiguió Ancram-, y empiezo a comprender por qué usted y su amigo Holmes rebuscaban tanto. Era por eso, ¿no? -apostilló alzando la vista.
Rebus guardó silencio.
– Mire, en aquella época le faltaba a usted veteranía a pesar de lo mucho que Geddes le enseñó. El informe está bien redactado, pero se nota que era consciente de las mentiras que decía y de las lagunas que se vio obligado a dejar. Yo sé leer entre líneas; llámelo crítica, si quiere.
A Rebus le vino una imagen a la cabeza: Lawson Geddes tembloroso y con ojos de loco en la puerta de su casa.
– Bien, esto es lo que yo creo que sucedió: Geddes iba detrás de Spaven, por cuenta propia esta vez, ya que habían suspendido la investigación, y un día le siguió hasta el lugar del alijo, esperó a que se marchase y forzó la entrada. Le gustó lo que vio y decidió colocar una prueba incriminatoria.
– No.
– ¿A lo primero o a lo segundo?
– A ambos.
– ¿Se ratifica?
– Sí.
Ancram había hablado inclinado sobre la mesa. Volvió a recostarse en la silla y miró su reloj.
– ¿Descanso y un cigarrillo? -inquirió Rebus.
Un no con la cabeza.
– No, creo que por hoy basta. Hizo tantas pifias en ese falso informe que me va a llevar tiempo enumerarlas. Las trataremos en la próxima reunión.
– Ardo en deseos -dijo Rebus levantándose y sacando los cigarrillos.
Morton apagó la grabadora, sacó la cinta y se la entregó a Ancram.
– Ahora mismo mando hacer una copia y se la enviaré para que la compruebe.
– Se agradece -replicó Rebus mientras aspiraba el humo deseando poder mantenerlo más tiempo hasta expulsarlo. Había quien al expulsar el aire no echaba humo. El no era tan egoísta-. Una pregunta.
– Diga.
– ¿Qué les tengo que decir a los compañeros que me vean entrar con Jack en este despacho?
– Piense algo. Últimamente está muy ducho en mentiras.
– No buscaba un cumplido, pero gracias.
Se levantó para irse.
– Me ha dicho un pajarito que le dio un cabezazo a uno de la televisión.
– Tropecé.
– ¿Tropezó? -replicó Ancram con sonrisa sibilina; aguardó hasta que Rebus se lo confirmó con una inclinación de cabeza-. Pues va a quedar muy bonito, ¿sabe? Lo tienen todo grabado en vídeo.
Rebus se encogió de hombros.
– Ese pajarito suyo… ¿no tendrá un nombre?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Bueno, tiene usted sus propias fuentes, ¿no es así? En la prensa, me refiero. Y Jim Stevens, por ejemplo, y usted son tan amigos…
– Sin comentarios, inspector. -Rebus se echó a reír, ya camino de la puerta-. Otra cosa -añadió Ancram.
– ¿Qué?
– Cuando Geddes intentaba imputar a Spaven el asesinato, interrogó usted a algunos amigos y socios de Spaven, incluido… -Fingió que buscaba el nombre entre sus notas-. Fergus McLure.
– ¿Y qué?
– McLure ha muerto hace poco. Y creo que fue usted a verlo la mañana en que murió.
¿Quién se lo habría soplado?
– ¿Y bien?
Ancram alzó los hombros con cierta petulancia.
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