Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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– Durante el tiempo que la señorita Bigelow vivió aquí, ¿ocurrió algo fuera de lo normal en el vecindario?

– ¿Fuera de lo normal como por ejemplo una estafa, un timo o un caso de blanqueo?

– ¿Cualquier cosa de la que se pueda acordar? -contestó Milo.

– Fuera de lo normal… bueno… no tenemos el tipo de problemas que pueden verse en un barrio de clase baja. Recuerdo un tirón de bolso, una pobre anciana a la que un mexicano le pisó los pies, era un ayudante de camarero en un restaurante de Wilshire… Pero aquello ocurrió después de que Patty se fuera… hubo algunos robos con allanamiento, pero la Policía atrapó a los culpables /quienes fueran. -Chasqueó la lengua-. ¿Fue cáncer de pulmón? Cuando solicitó el alquiler me comentó que no fumaba. Y nunca vi ningún indicio de que lo hiciera.

– Estuvo aquí menos de un año -apunté yo-. ¿Por qué se iría?

– El alquiler estaba por encima de sus posibilidades -contestó Whitbread-. Con una niña en un colegio privado y religioso, debía ser una carga, aunque no sé por qué quiso algo así.

– ¿No es partidaria de los colegios privados religiosos?

– ¿Esos curas? Cada día hay un nuevo titular. Pero esa fue la elección de Patty. Cuando me dijo que estaba pasando por algunas dificultades, me dio la impresión de que quería que le bajase el alquiler, pero claro, eso era imposible.

– Claro.

– En el mercado inmobiliario, detective, si uno quiere buenos inquilinos, tienes que ser justo pero firme. La vivienda de Patty estaba en unas condiciones excelentes, con varias piezas del mobiliario originario de los años veinte. No se quedó vacía por mucho tiempo. Dos chicos gais, sin duda alguna, vivieron allí otros cinco años y solo la abandonaron porque se compraron una casa en la parte alta de la colina.

Frunció el entrecejo.

– ¿Adonde se mudó Patty? No me llamaron nunca para pedirme referencias.

– Culver City -respondió Milo.

– ¡Vaya! -exclamó Whitbread-. Eso es un poco degradante.

Sus ojos se movieron y se centraron en una mota sobre el hombro de él.

Un Hummer negro acababa de parar en el bordillo de la acera. Whitbread saludó con la cabeza. Puso su mano en mi brazo.

– Ha llegado mi hijo, ¿desea algo más, detective?

– No, señora.

– Entonces está bien, ha sido un placer hablar con ustedes. -Me dio con el codo y sonrió a Milo-. Si en algún momento les permiten dar algún detalle jugoso a los civiles, por favor, acuérdense de mí.

– Lo haremos -dijo-. Gracias por su tiempo.

Pasó haciendo un ruidito con sus tacones rojos, se apresuró hacia el Hummer y dio un golpecito en la ventanilla del copiloto. El cristal había sido tintado de negro. Igual que la parrilla y las llantas.

Mientras nos alejábamos, la puerta del conductor se abrió y salió un joven negro enorme, con un suéter de color cobre y zapatillas de deporte al juego. Poco más de veinte años, cabeza rapada, bigote recortado a navaja y perilla.

– ¿Ese es su hijo? -preguntó Milo-. Adoro esta ciudad.

– Siempre sorprende -contesté.

– Te echas a dormir la siesta y cuando te despiertas, tu código postal ha cambiado.

Mary Whitbread nos saludó con la cabeza.

El gigante hizo lo mismo, pero sin sentimiento.

Capítulo 11

– Esto es diferente -dijo Milo.

Estábamos cerca de la fuente seca en el centro del patio de los búngalos del bulevar Culver. El cuenco estaba agrietado, se había formado un poso de insectos muertos, con manchas imprecisas de sustancias orgánicas. Un camión de juguete roto estaba tirado en un lateral. Cuando entramos en la propiedad, los niños que estaban jugando en la suciedad desaparecieron volando.

Ningún timbre en las puertas combadas de las viviendas. Los golpes de Milo produjeron miradas de desconcierto y frases de negación murmuradas en español. Lo que pudimos ver del interior de las viviendas estaba oscuro y raído. Una uniformidad rancia y taciturna que denotaba una clara fugacidad.

– Puedo intentar averiguar quién era el propietario de la vivienda en aquel entonces, pero no creo que conduzca a nada. -Su pie golpeó la fuente-. Patty no le pidió referencias a la cotorra de Mary porque no las necesitaba para este antro.

– Puede que esa fuera la clave -dije.

– ¿Qué quieres decir?

– Se mudó para pasar desapercibida.

– ¿El dinero no fue el motivo? ¿Se asustó por haber comprado algo en el mercado ilegal? No lo sé, Alex. Si estaba huyendo, ¿por qué quedarse en la misma ciudad y seguir en el mismo trabajo?

– Pensaba en la culpabilidad, no en el miedo -dije-. Escapaba de sí misma.

– ¿De aquel «algo terrible» del que habla?

– Bajar un peldaño en la escala social en lo que respecta a la vivienda debió parecerle una forma de expiación.

– Un castigo a sí misma -dijo-. ¿Sin preocuparse de que, si lo hacía, Tanya también sufriría el castigo?

– Tanya dijo que no le importaba.

– Tanya me parece el tipo de niña que diría algo así.

– Debió de hacerlo con buena cara -añadí-. Pero los niños son flexibles. Lo principal seguramente era la relación entre ella y su madre.

– Y ahora está sola.

Caminamos hacia el coche.

– Quizá mudarse sí que fue una cuestión de dinero.

– ¿Inocente hasta que se demuestre lo contrario? Seguro, ¿por qué no? Y ahora que ya hemos tenido la clase de geografía, ¿qué es lo siguiente?

– Quizá deberíamos estrechar nuestra zona geográfica. Si algo pasó en la calle Cuarta, la cotorra de Mary lo recordaría, así que descartémoslo por el momento.

– A menos que Mary no quisiese que el vecindario se ensuciara con historias violentas.

– Yo creo que incluso así, disfrutaría contándonos un jugoso crimen, Pienso que no es nada probable que el asesinato en la calle June sea relevante y la única cosa fuera de lo normal que ocurrió en la mansión, si podemos decir que lo fue, fue la muerte del coronel Bedard bajo el cuidado de Patty.

– Nada fuera de lo normal, era viejo -comentó frotándose la cara, como si la estuviera lavando, pero sin agua.

– ¿Qué? -pregunté.

– Si quieres que sea creativo, puedo serlo.

– Adelante.

– Un viejo que sufre, una persona compasiva, puede que pensara que le estaba haciendo un favor ayudándole en aquel proceso.

– ¿Eutanasia?

– Querías que fuera creativo.

– Si Patty tuviera tendencia a jugar a ser Dios, ¿lo sabría Rick?

– Urgencias es una cosa, Alex. La gente va para que la salven. Pero ver a un anciano débil que se va apagando… Eso podría tocarle la fibra sensible a cualquiera. Nada premeditado, ella no era una criminal. Luego cayó enferma, tuvo aquella misma sensación y se lo soltó a Tanya. Quizá pensar en su propia muerte hizo que se obsesionara por haber acelerado el proceso de otra persona. O todo este rollo de la confesión in extremis es una mierda y deberías concentrarte en ayudar a Tanya a saber estar sola y yo debería pasar mis dos semanas de vacaciones viendo la tele.

– ¿A detectives sordas?

– ¡Por Dios! ¡No! Mi concepto del nirvana es pasarme un mes entero viendo Judge Judy, cocinando chili en el microondas y quedándome en la parra.

– Justicia y verdad -dije.

– Gente estúpida chillando. Si me gustaran las mujeres, intentaría salir con ella.

Me reí. Miré por fuera de la ventanilla del coche. Ninguno de los niños había vuelto a jugar a la fuente.

– Primero Patty es una traficante de droga y ahora una enfermera a favor de la eutanasia.

– Patty dijo que mató a un tipo, Alex.

– Eso dijo.

– Te diré una cosa -apuntó-. No tiene ningún sentido seguir la pista de la muerte del coronel Bedard. Pasara lo que pasara, el certificado acreditará la muerte natural.

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