– Señor, estamos investigando a una inquilina que vivió aquí hace algunos años.
Nada.
– ¿Señor?
– ¿Sí? -sonó con voz ronca.
– Nos preguntábamos si la conocería.
Se limpió con la manga la nariz que le moqueaba.
– ¿A quién?
– Una mujer llamada Patricia Bigelow.
Silencio.
– ¿Señor?
– ¿Qué ha hecho?
Su voz se atascaba, arrastraba las palabras.
– ¿Por qué piensa usted que ella ha hecho algo?
– Ustedes no están aquí… porque quieran… porque les guste mi cocina.
– Usted cocina, entonces.
El tipo masticó la barrita de chocolate. En el interior de su boca había más agujeros que dientes.
Era un día cálido y estaba vestido para el frío. Un tragaldabas, dentadura picada. No hacía falta subirle las mangas para saber que no nos invitaría a pasar.
– Entonces se acuerda de Patty Bigelow -dijo Milo.
Ninguna respuesta.
– ¿Se acuerda?
– ¿Eh?
– Ha muerto.
Sus ojos marrones parpadearon.
– Eso no está bien -replicó el tipo.
– ¿Qué puede decirnos de ella, señor?
Pasaron diez segundos; luego un movimiento poco fluido, lento y prolongado de su cabeza, mientras el viejo adicto empujaba suavemente la puerta con la rodilla. Milo puso su gran mano en el pomo.
– ¡Eh!
– ¿Conocía bien a la señorita Bigelow o no?
Hubo un cambio en sus ojos marrones. Cierto recelo.
– No la conocía.
– Usted vivía aquí en la misma época que ella.
– Igual que otra gente.
– ¿Algunos de ellos siguen por aquí?
– Lo dudo.
– La gente viene y va.
Silencio.
– ¿Desde cuándo vive aquí?
– Hace veinte años. -Se miró la rodilla-. Tengo que ir a mear.
Intentó de nuevo cerrar la puerta con desgana. Milo la sujetó con rapidez y el tipo empezó a inquietarse y a parpadear.
– Vamos, necesito…
– Amigo, soy de homicidios, no me importa qué poción mágica te ayuda a pasar el día.
Los ojos del tipo se cerraron. Se balanceó. Cabeceó. Milo le dio un golpecito en el hombro.
– Créeme, tío, no estoy por la labor de hablar con ningún agente de estupefacientes.
Sus ojos se abrieron y con un tono de inocencia dijo:
– Estoy limpio.
– Y yo soy Condoleezza Rice. Dime simplemente lo que recuerdes de Patty Bigelow y desapareceremos de tu vida.
– No recuerdo nada.
Esperamos.
– Tenía una niña… ¿vale?
– ¿Qué recuerdas de la niña?
– Ella… tenía una.
– ¿Quién trajo a Patty por aquí?
– No sé.
– ¿Tenía amigos?
– No sé.
– ¿Era una mujer amable?
Se encogió de hombros.
– ¿Pasaste algún tiempo con ella?
– Nunca.
– ¿Nunca?
– No era mi tipo.
– Lo que significa…
Se miró de nuevo las rodillas.
– Que no era mi tipo.
– ¿ Cuándo ella vivía aquí, ocurrió algo relacionado con algún crimen en las proximidades del edificio?
– ¿Qué?
– Un asesinato, secuestro, robo o algo así -aclaró Milo-. ¿ Ocurrió algo de esto mientras Patty vivió aquí?
– No.
– ¿ Cuál es su nombre?
Vaciló.
– Jordan.
– ¿ Nombre o apellido?
– Les Jordan.
– ¿Leslie?
– Lester.
– ¿ Segundo nombre?
– Marión.
– Como Brando.
Les Jordan cambió de posición.
– Tengo que mear.
Por la mancha que se extendía por su entrepierna, decía la verdad.
Se quedó mirándola. Ningún signo de bochorno, solo resignación. Sus párpados se agitaron.
– Os lo dije.
– Que tenga un buen día -le contestó Milo. Se dio media vuelta.
La puerta se cerró con un golpe.
***
La mayoría de los inquilinos no estaba. Los pocos que encontramos eran demasiado jóvenes para ser útiles.
De nuevo en el coche, Milo llamó por teléfono al detective Sean Binchy y le pidió que hiciera algunas comprobaciones en el historial criminal de Lester Marión Jordan.
Mientras esperábamos, le pregunté:
– ¿Ha vuelto Sean a homicidios?
– No, todavía sigue perdiendo el tiempo en robos armados y otros casos triviales. Pero el chico se siente agradecido por mi tutelaje, así que se permite a sí mismo… sí, Sean, no cuelgues, déjame coger un bolígrafo.
Cuando colgó, dijo:
– El encantador señor Jordan ha acumulado varios arrestos. Posesión de heroína, menuda sorpresa, y alborotos. Cinco desestimaciones, tres condenas, todo reducido a períodos cortos en la cárcel del condado.
– Eligió al abogado correcto -dije.
– O es un criminal de poca monta por el que no vale la pena desperdiciar espacio en la cárcel. Puede que al señor Rogers le gustaran sus vecinos, pero ¿no crees que Patty sería un poco más exigente?
– Quizá haya una razón para todo esto.
– ¿Cómo cuál?
Respiré profundamente, saqué a la luz mis sospechas sobre las drogas.
– ¿Una respetable enfermera traficando con drogas del hospital a escondidas? -dijo-. Rick la consideraba casi una santa y yo pensaba que tú estabas de acuerdo.
– Lo estoy. Solo pensaba que debía decírtelo.
– Traficante -repitió-. Jordan se puso un poco tenso cuando le presioné sobre si la conocía… ¿sabes lo que me parece interesante? Aquí está Patty, una presunta ciudadana legal viviendo en un barrio de mala muerte y cuando consigue salir de aquí, tiene que mudarse de aquí para allá cada dos años. Y sin embargo, un yonqui asqueroso como Lester Jordan consigue quedarse en la misma dirección veinte años.
– Quizá su familia sea la propietaria del edificio.
– O tiene una fuente continua de ingresos con la que consigue eludir el sistema judicial.
– Simples condenas por posesión, pero trafica -añadí.
– Ha llegado hasta aquí y sigue vivo, Alex. Tener cierto control sobre el producto le habría sido de gran ayuda. Una enfermera agradable y respetable se muda al edificio, ¿no ves la relación?
– Por el bien de Tanya, espero que esto solo sea una teoría.
– Tanya es quien decidió abrir la caja de Pandora.
– Lo que no significa que esté preparada para ver lo que hay dentro.
Los dos nos sentamos durante unos instantes.
– Lo de por qué Patty le contó todo esto, todavía queda fuera de mi alcance -dijo-. Por otro lado, puede que estuviera limpia y aquí estamos los dos, cavilando fuera de control. Se nos conoce por llegar a buenas teorías cavilando en nuestro tiempo libre.
– Algunas resultaron ser reales -dije.
– Escúchate -replicó-, pensaba que la clave estaba en ser siempre positivo. Signifique lo que signifique eso.
Me quedé en silencio.
– ¿Algún otro atisbo de sabiduría en esta coyuntura? -preguntó.
– No.
– Sigamos hacia la calle Cuarta.
***
La sombra moteada de los árboles altos embellecía el edificio. El mismo Mini Cooper estaba aparcado en el pavimento de hormigón, plotgrl.
Tanya había mencionado que unos asiáticos vivían arriba, así que nos dirigimos al dúplex de la planta baja. Cuando golpeamos la puerta, apareció una joven morena y delgada con una cola de caballo, de unos veintimuchos. Llevaba un lápiz detrás de una oreja. Vestía un suéter peludo rosa sobre unas mallas ajustadas negras. Nariz pecosa, ojos de color ámbar, barbilla puntiaguda. Unas curvas suaves moldeaban el suéter.
La placa de Milo le hizo sonreír tontamente.
– ¿Policías? No es nada común. Estoy justo en medio de una escena de un programa de polis. ¿Quieren ser mis consejeros técnicos?
– ¿Qué programa?
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