Alex es un estudiante excelente, especialmente en ciencias, pero parece no asimilar el concepto de trabajo en equipo. Esperamos que la secundaria le enseñe a aceptarse a sí mismo como un miembro de un grupo…
Años y años de maestros con buenas intenciones, de reuniones con mis padres, les llevaron a pensar que aquello sería beneficioso.
«Es demasiado duro consigo mismo, señor y señora Delaware.»
Mi padre respondía siempre con aquella sonrisa jovial de complicidad. Mi madre, a su lado, dócil y en silencio, como una señorita con su vestido limpio y su único par de zapatos de tacón.
¿Cómo habría podido imaginarse alguno de aquellos maestros que cuando mi papi no se sentía jovial, la imperfección podía provocar ataques de ira tan predecibles como la mordedura de una serpiente?
Si se me caía un vaso, mi padre me azotaba en mi estrecha espalda de niño con su grueso cinturón de trabajo y yo pasaba los días posteriores ocultando bajo mi camisa, el suéter y el silencio los correspondientes moretones y arañazos.
Los maestros no tuvieron modo alguno de entenderlo cuando en la casa ya no había más que discusiones. Se sabe que mi madre llegó a encerrarse en su cuarto durante días; dejando a mi padre solo y echando chispas, apestando a cerveza y licores, tambaleándose por las otras cuatro habitaciones de la casa en busca de alguien a quien poder culpar.
Mi hermana, Em, con la que no hablo desde hace años, era rápida en olerse lo que se cocía y salía pitando, un as como escapista. Yo la consideraba egoísta porque las reglas la ponían a salvo: no se puede pegar a las chicas, por lo menos, no con una correa.
Los chicos era algo distinto…
Suficiente nostalgia, compañero de penas, es un pésimo aperitivo de autocompasión.
Además, ya lo he dejado todo atrás, cortesía de la terapia de capacitación requerida en mi programa de doctorado.
Un golpe de buena suerte: me asignaron por casualidad a una mujer amable y sensata. Los seis meses obligatorios se prolongaron a un año, luego dos, luego tres.
Los cambios que vi en mi forma de ser confirmaron mi elección de la carrera. Si uno sabe lo que hace, esto de la psicoterapia funciona.
En el último año de mi graduación, las explosiones cognitivas y las correcciones compulsivas habían desaparecido. Adiós, por lo tanto, a los rituales, invisibles o de cualquier tipo.
La muerte de aquella creencia casi religiosa por la que la simetría lo era todo.
Lo que no quiere decir que algunos vestigios no afloren de vez en cuando.
Los brotes ocasionales de insomnio, sentimientos repentinos de una tensión inexplicable.
Una preocupación que no conduce a ninguna parte.
La terapia me enseñó a aceptar todo esto como pruebas de mi condición humana y cuando charlaba con mis padres por teléfono, era capaz de colgar sin morderme las uñas hasta mancharme las palmas de sangre.
La mejor medicina fue cuidar a otras personas. Empecé por proponerme que cualquier padre que pusiera un pie en mi despacho saliera de él considerándome un compañero tranquilo, amable y comprensivo con el que compartir las psiques de sus hijos.
Varios años de éxito me han hecho creer que lo he conseguido.
A veces me permitía a mí mismo un poco de flexibilidad. Como la de seguir la recomendación de Patty Bigelow sobre la cera de sujeción Wax Museum. Porque eso solo era un tema doméstico, nada contrario a la geometría, ¿verdad?
La fe de mis pacientes me mantenía despierto por las noches, concibiendo los programas de tratamiento.
La fe de Patty Bigelow se resistió, no estaba seguro de habérmela ganado.
Ahora está muerta, su hija dependía de mí y yo estaba haciendo una visita a domicilio.
¿Demasiado involucrado?
***
El dúplex era de estilo español, no muy distinto al edificio de la calle Cuarta. Con estuco de tono melocotón, ventanas con parteluz y recuadros con azulejos de cristal de colores, un terreno llano con césped en lugar de aparcamiento. Un abedul joven justo en el centro.
Un cartel de la empresa de la alarma estaba sujeto a un poste a la izquierda. Las luces del segundo piso encendidas. Las escaleras estaban alumbradas con focos de alto voltaje.
Tanya abrió la puerta antes de que acabara de tocar el timbre. El pelo suelto le cubría los hombros como un chal. Parecía exhausta.
– Gracias a Dios que no he llegado tarde -dijo.
– ¿Una tarde dura de estudio?
– Dura, pero ha sido buena. Por favor, entre.
El salón tenía el suelo de roble, el techo en bóveda y estaba pintado de rosa pálido. La chimenea estaba revestida con azulejos color crema con lirios pintados. Un sofá lila con aspecto de ser barato estaba frente a un ventanal con cortinas y dos butacas a juego. En medio había una mesa de centro en madera descolorida con patas doradas de estilo rococó.
Patty me habló sobre si era un poco marimacho, pero había escogido una decoración delicada.
Por encima del sofá había colocadas una docena de fotografías, en la pared, a poca altura, enmarcadas de forma idéntica con imitación de madera.
La vida de Tanya desde su más tierna infancia hasta la adolescencia. Cambios predecibles en su corte de pelo, la ropa y el maquillaje hasta que aquella pequeñaja se convirtió en una bonita jovencita, pero a su estilo, sin los signos de rebelión típicos de una adolescente.
Patty no aparecía en ninguna, salvo en la última foto: Tanya con un sombrero carmesí y una toga, su madre con una chaqueta azul marino y un suéter de cuello alto blanco, sujetando un diploma y sonriendo.
– Aquí hay una que acabo de encontrar. -Tanya apuntó hacia la única foto en la mesa de centro. Un retrato con marco negro de la cara de una joven con un uniforme blanco.
Patty miraba hacia arriba con solemnidad, de una forma tan artificial, que parecía casi cómica. Me imaginé a algún fotógrafo de poca monta disparando por todos lados y dándole instrucciones de memoria. «Piensa en tu nueva carrera, querida… la barbilla más arriba, más, aún más. Ahí está. La próxima.»
– Parece tan optimista -apuntó Tanya-. Por favor, póngase cómodo. Prepararé café.
Volvió con una bandeja de plástico negra serigrafiada para darle una apariencia de laca. Había metido cinco Oreos en un plato como un silo en miniatura. Entre un par de tazas con la insignia de la universidad, un botecito contenía sobrecitos de leche en polvo sin contenido lácteo, azúcar y edulcorante, ajustados como si fueran folletos diminutos.
– ¿Leche y azúcar?
– Solo está bien -respondí.
Me senté en una de las butacas y ella escogió el sofá.
– No conozco a nadie que lo tome solo. Mis amigos creen que el café es un postre.
– ¿Manchado de café con mezcla de moca, soja y extra de chocolate?
Consiguió esbozar una sonrisa algo mustia, abrió tres sobres de azúcar y los echó en su taza.
– ¿Una galleta?
– No, gracias.
– Normalmente bebo té, pero el café es bueno para las largas noches de estudio.
Avanzó hacia la esquina delantera del sofá.
– ¿Seguro que no quiere una Oreo?
– Segurísimo.
– Creo que voy a coger una. Se dicen tantas cosas para no comerlas, pero a mucha gente le gusta ese efecto sándwich y yo soy de esos.
Hablaba rápido. Mordisqueaba rápido.
– Entonces… -dijo.
– Fui a cada dirección de las de tu lista. Hay de todos los colores y gustos.
– ¿La mansión en comparación con los demás apartamentos? -preguntó-. En realidad, solo vivíamos en una de las habitaciones de la mansión. Me acuerdo de que me parecía extraño, era una casa gigantesca, pero teníamos menos espacio que en un apartamento. Me preocupaba caer rodando encima de mi madre en medio de la noche.
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