– ¿Eso te pasó alguna vez?
– No -contestó-. A veces me cogía. Es más seguro. -Dejó la galleta-. Alguna vez roncó.
Sus ojos se humedecieron.
– Nos dejaban utilizar la piscina cuando mi madre tenía días libres, y los jardines era bonitos, muchos árboles enormes. Encontraba escondites y me imaginaba que estaba en un bosque en alguna parte del mundo.
– ¿Quién era el dueño de la casa?
– La familia Bedard -respondió-. El único que vivía allí era el abuelo: el coronel Bedard. La familia vino alguna vez, vivían bastante lejos. Querían que mi madre estuviese allí para cuidarlo por la noche; al acabar el día, su enfermera se iba a casa.
– Un hombre viejo -dije.
– Un anciano. Muy encorvado, extremadamente delgado. Tenía los ojos vaporosos, probablemente eran azules, al principio, pero en aquel entonces eran gris lechoso. No tenía pelo en la cabeza. Había una biblioteca enorme en la casa y se sentaba allí todo el día. Recuerdo que olía a papel. No era un olor basto, solo el aire un poco viciado, como les pasa a los más mayores.
– ¿Era agradable contigo?
– En realidad no decía ni hacía mucho, solo se sentaba en la biblioteca con una manta sobre las rodillas y un libro en las manos. Su cara estaba algo acartonada, debió de haber tenido un ataque al corazón, así que cuando intentaba sonreír no sucedía nada. Al principio me daba miedo, pero luego mi madre me dijo que era amable.
– ¿Se trasladó tu madre allí para ahorrar algo de dinero?
– Eso es lo que me imagino. Como le dije, doctor Delaware, la seguridad económica era importante para ella. Incluso en su tiempo libre.
– Leía libros sobre finanzas.
– ¿Quiere verlos?
***
Una habitación al final del pasillo había sido convertida en una oficina bien aprovechada. Estantes de estilo sueco en U y un escritorio, silla giratoria negra, armarios blancos para carpetas, ordenador de mesa e impresora.
– He estado mirando en sus carpetas, son asuntos de dinero -apuntó hacia unos estantes con montones de papeles de Forbes, Barron's, Money. Una colección de guías de inversión clasificadas, desde las de una estrategia razonable hasta las de publicidad charlatana improbable. El estante más bajo albergaba una pila de delgadas revistas ilustradas. La de arriba representaba una fotografía de la cara en primer plano de una actriz que había perdido a su marido a causa de otra actriz.
Ojos atormentados. Peinado y maquillaje perfectos.
– Las revistas -dijo Tanya-, el hospital las metió en cajas junto con sus efectos personales. Recogerlas fue un lío tremendo. Algún formulario que no completé. Podía ver la caja, justo allí detrás del mostrador, pero la encargada se comportaba como si fuera su dueña y señora, me dijo que tenía que ir a otro sitio para coger los formularios y ya estaba cerrado. Cuando empecé a llorar, cogió el teléfono e hizo una llamada personal, empezó a charlar como si yo no existiera. Llamé al busca del doctor Silverman y él simplemente fue detrás del mostrador y la cogió. En la parte de arriba de la caja estaba el brazalete de mi madre, sus gafas de lectura, la ropa que vestía cuando ingresó y esto.
Abrió un cajón del escritorio y sacó una cinta de plástico rota.
– ¿Y si volvemos y nos terminamos el café?
***
Después de dos sorbos, le dije:
– Entonces, cuando vivíais en Hudson, tu madre tenía dos trabajos.
– Sí, pero cuidar del coronel no era demasiado complicado, a las seis se iba a dormir y nosotras nos levantábamos temprano de todas formas para que mi madre pudiera llevarme al colegio y llegar al Cedars a tiempo.
– ¿Cómo se enteró de lo de la casa?
– Ni idea, ¿quizá por alguna nota en el tablón de anuncios del hospital? Nunca entraba en ese tipo de detalles conmigo, simplemente llegó un día y me dijo que nos mudábamos a una casa grande y bonita en un vecindario de clase alta.
– ¿Cómo te sentiste por aquello?
– Estaba acostumbrada a mudarme. Por los días que pasé con Lydia. Tampoco es que tuviera un millón de amigos en Cherokee.
– Hollywood podía resultar un barrio difícil en aquella época.
– No nos afectó.
– Menos cuando los borrachos golpeaban la puerta.
– Eso no pasaba muy a menudo. Mi madre se ocupó de aquello.
– ¿Cómo?
– Les chillaba a través de la puerta que se fueran y si eso no funcionaba, les amenazaba con llamar a la Policía. De hecho, no recuerdo que la llamara, así que debía funcionar.
– ¿Estabas asustada?
– ¿Quiere decir que podría ser eso? ¿Que algún borracho resultó peligroso y ella le tuvo que hacer algo?
– Todo es posible, pero es demasiado pronto para teorizar. ¿Por qué se fueron de la mansión?
– El coronel Bedard se murió. Una mañana mi madre fue a su habitación para darle las medicinas y allí estaba.
– ¿Fue molesto dejar aquel lugar tan bonito?
– No mucho, nuestra habitación era bastante pequeña. -Alcanzó la taza de café-. El coronel le caía bien a mi madre, pero no su familia. Las pocas veces que se dejaron caer por allí, ella siempre decía «Ya están aquí». Apenas lo visitaban, era triste. La noche posterior a su muerte, no podía dormir, y encontré a mi madre con la criada, se llamaba… Cecilia, ¿cómo lo recuerdo? De cualquier manera, mi madre y Cecilia estaban allí sentadas, cabizbajas. Mi madre me mandó de vuelta a la cama y empezó a hablar sobre lo importante que era el dinero para la seguridad, pero que nunca tenía que confundirse con la gratitud. Pensé que decía aquello por mí y le dije que yo la quería. Se rió, me besó con fuerza y me dijo «No es por ti, cariño. Tú eres mucho más lista que algunos de esos a los que llaman mayores».
– La familia del coronel no lo quería.
– Eso es lo que intento explicarle.
– ¿Ocurrió algo fuera de lo normal mientras vivían en la mansión?
– Solo la muerte del coronel -respondió-. Creo que no puede considerarlo como algo fuera de lo normal, dado la edad que tenía.
Mordía el borde de la Oreo.
– Bien -dije-, pasemos a la calle Cuarta.
– Era un dúplex, no tan grande como este, pero con mucho más espacio del que nunca habíamos tenido. Yo tenía mi propia habitación de nuevo, con un enorme vestidor. Los inquilinos de arriba eran asiáticos, tranquilos.
– Os quedasteis allí menos de un año.
– Mi madre decía que era demasiado caro.
– La primera vez que viniste a verme fue justo después de mudaros a la avenida Hudson. La segunda vez, justo después de mudaros de la calle Cuarta a Culver City.
– ¿Cree que mudarnos me causaba cierto estrés?
– ¿Lo hacía?
– Sinceramente, no lo creo, doctor Delaware. ¿Dije algo por aquel entonces sobre lo que me preocupaba?
– No -contesté.
– Creo que soy una persona bastante cerrada.
– Mejoras con mucha rapidez.
– ¿Resulta eso aceptable desde el punto de vista de un psicólogo? ¿Cambiar de comportamiento sin profundizar?
– Tú eres la mejor juez para saber lo que está bien para ti.
Sonrió.
– Siempre dice lo mismo.
***
Me sirvió otra taza de café. Secó unas gotitas del borde.
– Entonces, la calle Cuarta era demasiada cara -dije.
– El alquiler era bastante elevado. Mi madre quería ahorrar algo de dinero para poder comprar. -Miró la foto de su madre, luego al suelo.
– El bulevar Culver estaba en otro de esos barrios pobres -dije.
– No era tan malo. Me quedé en la misma escuela. Tenía los mismos amigos.
– Saint Thomas. ¿Incluso sin ser católica?
– ¿Se acuerda de eso?
– Tu madre pensó que era importante contármelo.
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