– Bastante fácil -dijo-. Aburrida, estuve resfriada justo antes de que los hábitos volvieran. Mi mamá pensó que yo estaba cansada y por eso sucedió.
– A veces pasa.
– ¿Cada vez que me resfríe tengo que tener cuidado?
– No -respondí-. Pero cada vez que estés muy disgustada por algo, sería bueno que intentaras relajarte, ¿todavía sigue siendo Disneylandia tu lugar favorito?
– De ninguna manera -contestó-. Es inmaduro.
– Tienes un nuevo lugar.
Sus ojos se movieron de un lado a otro.
– Simplemente me digo a mí misma que tengo que relajarme.
– Entonces, el colegio te parece fácil.
– En algunas clases tengo que trabajar para conseguir sobresaliente.
– Sacar un sobresaliente es importante.
– Claro.
– ¿Te sientes presionada? -le pregunté.
– ¿Por mi mamá?
– Por alguien.
– Ella me dice que lo haga lo mejor que pueda, eso es todo. Pero…
Esperé.
– A veces -dijo-, es duro tener que estudiar cuando es tan aburrido, pero me obligo a mí misma. No me gusta tener que escribir trabajos ni los estudios sociales. Las ciencias y las matemáticas están bien, tienen sentido. Quiero ser médico. Ayudar a la gente es útil.
– Eso es lo que hace tu madre.
– Mi madre dice que los médicos son siempre los que se ocupan de todo, no las enfermeras. No me gusta tener que pedir cosas a la gente.
Pausa larga.
– Creo que mi madre ha estado un poco nerviosa.
– ¿Por qué?
– No me lo ha dicho.
– ¿Se lo has preguntado?
Sonrió.
– ¿Qué te hace tanta gracia, Tanya?
– Nunca se me ocurriría preguntarle.
– ¿Por qué no?
– Me contestaría que está bien y me preguntaría si yo estoy bien.
– No quieres preocuparla.
– Ya tiene bastantes cosas en que pensar.
Expresión de adulto. Me pregunté cuánto tiempo pasaría con niños de su edad.
– ¿Cómo notas que ha estado nerviosa, Tanya?
– No se queda mucho tiempo sentada, coloca rectas las fotografías. A veces hasta parece preocupada. -Estaba inquieta-. Yo estoy bien, de verdad, no creo que necesite volver de nuevo.
– Mientras estés aquí, ¿hay algo de lo que quieras hablar?
– ¿Cómo qué?
– Como de que tu madre esté nerviosa, de cómo te afecta.
– Por favor, no le cuente que se lo he dicho.
– Prometido -contesté-. La misma regla que cuando hablamos la primera vez.
– No le dirá nada a no ser que yo quiera -afirmó-. Lo hace cuando ya me he ido a la cama, piensa que no la oigo.
– ¿Ordenar la casa?
– Fregar el suelo a pesar de que esté limpio. Quitar latas de los estantes de la cocina y volverlas a poner. Oigo cómo abre y cierra las puertas y cuando a veces mueve las sillas y arañan el suelo. Lo hace por la noche porque no quiere que yo lo sepa. Quizá piense que me lo va a contagiar.
– ¿Cómo un resfriado?
– ¿Podría pasar algo así?
– No hay gérmenes de hábitos, pero a veces, cuando vivimos con otras personas, podemos imitarlas.
Se mordió el labio.
– ¿Debería intentar ayudar a mi madre con sus hábitos?
– ¿Qué piensas que diría ella si tu te ofrecieras a hacerlo?
Amplia sonrisa.
– Diría: «Estoy bien, cariño». Pero aun así, me gustaría ayudarla.
– Creo que lo mejor que puedes hacer por ella es lo que estás haciendo. Solucionar los problemas cuando puedes hacerlo y pedir ayuda cuando no.
Se tomó su tiempo para digerir aquello.
– Si vuelve a pasarme, volveré.
– Siempre me alegro de oírte. También está bien llamar para decir que las cosas van bien.
– ¿De verdad? -preguntó-. Puede que lo haga.
Nunca lo hizo.
***
Al día siguiente, Patty me llamó por teléfono.
– No sé lo que ha hecho, pero es un milagro. Va a verle y ya está bien.
– Tiene una gran facilidad para comprenderse a sí misma -contesté.
– Estoy segura de que lo hace, pero es evidente que usted sabe cómo guiarla. Muchísimas gracias, doctor. Es bueno saber que le tenemos cerca.
– ¿Hay algo más en que pueda ayudarla?
– No, no se me ocurre nada.
– ¿Ha ido bien la mudanza?
– Todo va bien. Gracias doctor, adiós.
Dejé de lado el expediente, me preguntaba si había alguna relación entre los síntomas de Tanya en su infancia y aquel «algo terrible» que ocupó las horas finales de Patty.
¿O tenía razón Milo y todo acabaría en un ataque de pensamientos obsesivos según los cuales una mujer que se pasó la vida entera manteniendo el orden, se enfrentaba al último desorden?
La primera visita de Tanya fue poco después de mudarse a la mansión Bedard. Un poco después de la muerte del coronel, pero puede que le afectase la tensión de Patty por tener al cuidado a un anciano.
«Lo maté».
Milo había tirado por los suelos la hipótesis de la enfermera asesina, pero sus intuiciones eran buenas. ¿Estaría Patty, una persona decente, luchando contra las consecuencias de un acto impulsivo y apabullantemente permanente?
¿Cómo podía yo saber que Patty era decente?
Porque todo el mundo lo decía.
Porque yo quería creerlo.
– Razonamiento coartado -dije en voz alta.
Blanche miró hacia arriba. Movió las pestañas. Se hundió de nuevo y volvió a sumirse en algún tipo de agradable sueño canino.
Seguí dándole vueltas, me di cuenta de que los síntomas de Tanya habían empezado dos años antes de que Patty la trajera a verme. Cuando aún vivían en Cherokee.
El segundo episodio fue después de mudarse de la calle Cuarta a Culver City. Puede que la tensión de Tanya se debiera a la transición, puede que no tuviera relación con nada criminal.
Manche volvió a mirar hacia arriba.
– Necesitas salir un poco más, rubiales. Vamos a dar una vuelta.
***
La avenida Hudson estaba imponente los sábados, intensamente tranquila.
El techo de pizarra de la mansión tenía un tono plateado con la luz del atardecer. El césped era verde mazapán; un entramado de madera decoraba la fachada, como barras de chocolate. Pero salvo un puñado de limones echados a perder, esparcidos por el suelo, todo estaba impecable.
El Bentley y el Mercedes de los años veinte estaban justo en el mismo sitio que el día anterior.
Los coches, el vecindario entero, mostraban que en un tiempo, hubo mucho dinero, pero no había ninguna razón por la que creer que la familia del coronel Bedard hubiera conservado la fortuna. Saqué a Blanche en brazos y caminé hacia la puerta doble de entrada. El timbre hizo sonar Debussy o algo parecido. Se oyeron pisadas rápidas seguidas de un clic detrás de la mirilla, una de las puertas se abrió y apareció la criada que había visto cuando intentaba cazar a aquella ardilla.
Rondaba los cuarenta largos, bajita, con una piel del color del té fuerte y pelo negro trenzado y recogido en dos lustrosos moños. Ojos negros cautelosos. Llevaba un uniforme rosa sin una sola mancha, ribeteado con lazos blancos. Medias y piernas arqueadas, como si quisiera sujetar un gran violonchelo. Agarraba con la mano una prenda de gamuza que había perdido el brillo en algunas partes.
Blanche ronroneó e hizo su mueca de siempre, tipo sonrisa. La expresión de la criada se suavizó y yo le enseñé mi placa de colaborador del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Es una tarjeta plastificada de clip, caducada hace tiempo y bastante inútil, pero la impresionó lo suficiente como para contener un chasquido de desaprobación.
Tanya había mencionado el nombre del ama de llaves que trabajó cuando Patty vivía en la casa…: Cecilia. Esta mujer era lo bastante mayor como para haber estado allí hace doce años.
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