John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Vio como la puerta se abría lentamente dejando ver al juez, que lo miró de arriba abajo. Lewis señaló con la pistola en dirección al balde. El juez asintió con la cabeza y lo tomó por el asa.

– Gracias -dijo-. Es muy amable.

Lewis se quedó mirándolo.

– No hay problema. Queremos que estén cómodos durante su estancia aquí -dijo con perfecta pronunciación. Sonrió mientras el juez asentía.

– Una cosa, juez.

– ¿sí?

– Para los sándwiches, ¿mayonesa o mostaza?

– Mayonesa.

Bill Lewis rio mientras corría el cerrojo tras cerrar la puerta y se alejó, olvidando por completo lo asustado que había estado unos minutos antes. Una flaqueza que podía ser tan peligrosa como el miedo.

***

Olivia Barrow dejó que el silencio al otro lado de la línea creciera hasta que pareció engullir toda la negrura de la noche. Podía imaginar la palidez pastosa en el rostro de su víctima.

– ¿Quién es? -escuchó finalmente.

– ¡Vamos, Duncan! Sabes perfectamente quién soy.

Esto lo dijo con el tono que emplearía una vieja tía que riñe sin gran convencimiento a su sobrino predilecto por haber roto un jarrón.

– ¿De verdad quieres jugar a las adivinanzas? -le preguntó.

– No -replicó él.

– Di mi nombre, entonces -pidió ella-. Dilo.

– Olivia. Tania.

– Eso es. Bien -continuó ella-. ¿No saludas a tu vieja camarada de guerra? Ha pasado tanto tiempo que esperaba algo más de entusiasmo, ya sabes: Cómo te trata la vida, un saludo entre camaradas, recordar los viejos tiempos…

– Ha pasado mucho tiempo -replicó Duncan.

– Pero te acuerdas, ¿no? ¿Te acuerdas de todo, aunque fuera hace mucho tiempo?

– Sí, me acuerdo.

– Sí, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo me dejaste tirada, cobarde hijo de puta?

– Me acuerdo -contestó Duncan.

– ¿Te acuerdas de cómo murió Emily porque tú nos dejaste tiradas? ¿Tiradas en aquella calle frente a todas esas pistolas de los cerdos como la asquerosa rata que eres?

– Me acuerdo.

Olivia ya no podía controlar su ira. El auricular le temblaba en la mano.

– ¿Sabes cuántas veces he pensado en este momento?

– Me lo imagino.

– Cada minuto del día, durante dieciocho años.

Duncan no dijo nada.

Olivia tomó aire una vez y luego otra. Permanecía callada, atenta a los sonidos de la noche y respirando con la boca pegada al auricular. Notaba el frío aire que la envolvía despejando sus pensamientos.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó.

Duncan no dijo nada.

– Eso me parecía.

Respiró una vez más y sintió que su ira cedía paso a la vieja y continua comezón que tan bien conocía.

– Bueno. Ha llegado el momento de ajustar cuentas.

Dejó que sus palabras quedaran flotando en el aire.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Es lenguaje carcelario, Duncan, algo que yo conozco muy bien y tú no, gracias a mí. Yo no te delaté. Quiere decir que tú me debes algo y ahora quiero cobrarlo. Por eso estoy aquí, Duncan. Para cobrarme mi deuda.

Susurró al auricular:

– Los tengo, rata asquerosa. Los tengo y vas a pagar.

– ¿A quién? ¿De quién hablas? ¿Qué estás diciendo?

Olivia sintió el pánico en su voz y su corazón se alegró.

– Tengo a los dos. Me los llevé del estacionamiento del colegio y los tengo. Ya sabes a quién me refiero.

– Por favor… -empezó a decir Duncan.

Aquella expresión la enfureció.

– ¡Nada de pedir ni de suplicar! ¡Cobarde! Pudiste salvarnos y no lo hiciste. ¡Tenías que haber estado allí y te largaste!

De nuevo se hizo el silencio en la línea.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Duncan transcurridos unos segundos.

Olivia esperó antes de contestar.

– Pues verás, Duncan. Parece que te van bien las cosas. Durante estos años has prosperado, te lo has montado bien.

Tomó aliento y continuó:

– Lo quiero todo.

– Por favor, no les hagas daño. Puedes quedarte con todo.

– Desde luego que puedo.

– Por favor -repitió Duncan, olvidando que no debía usar esa expresión.

– Si los quieres de vuelta tendrás que pagar, Duncan.

– Pagaré.

– ¿Supongo que no hará falta que te recuerde todo lo que no debes hacer, como en la televisión? Ya sabes: nada de llamar a la policía ni de contárselo a nadie. Prepárate para obedecerme en todo. ¿Necesitas más detalles?

– No, no. Lo que tú digas. Estoy dispuesto a… a lo que sea.

– Bien. Volveremos a hablar pronto.

– ¡No! ¡Espera! Mi hijo Tommy. ¿Dónde…?

– Está bien. Y también el cerdo fascista del juez. No te preocupes, todavía no los he matado, no como tú hiciste con Emily. Por el momento han tenido suerte.

– Por favor, no sé…

– Pero lo haré, Duncan. Los mataré con la misma facilidad con que tú mataste a Emily y casi me matas a mí. ¿Lo entiendes?

– Sí, sí, pero…

– ¿Lo entiendes? -gritó Olivia.

– Sí.

Se quedó callado.

– Bien, Duncan. Ahora espera. Estaremos en contacto. He sido capaz de esperar dieciocho años para esto. Seguro que tú podrás esperar unas cuantas horas.

Se rio.

– Que pases una buena noche. Saluda a tu chica de mi parte, matemático.

Y colgó el teléfono.

***

Se alejó de la cabina de teléfono, como si ésta estuviera viva y se quedó mirándola como el perito que mide un terreno. Vio a Ramón, que había estacionado a escasos metros calle arriba. Agitó el brazo en su dirección y apretó el paso. Él le abrió la puerta y ella subió.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Ramón.

Olivia estaba roja. Cerró los puños y golpeó con ellos el tablero, que retumbó como un tambor.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ramón, preocupado.

– No -replicó ella-. Es sólo que me siento tan bien que tenía que hacer algo.

Ramón pareció relajarse.

– Bien, bien -dijo-. Cuéntame.

– Luego, cuando estemos en casa -contestó Olivia-. Se lo contaré a los dos a la vez.

– De acuerdo -dijo Ramón algo ofendido-. ¿Pero va a soltar la pasta, no?

– Pagará, no te preocupes.

Ramón sonrió.

– Bien -dijo. Y arrancó el coche.

– Espera -ordenó Olivia.

– ¿No quieres que nos larguemos de aquí?

– Aún no. Nos falta hacer una cosa.

– No te entiendo.

Pero Olivia no contestó y permaneció en silencio mirando por la ventanilla del coche.

– Serán sólo dos minutos -dijo.

Vigilaba la puerta del banco. Vamos, Duncan, pensaba, quiero verte la cara.

Dentro del banco empezaron a apagarse luces y un segundo después las puertas delanteras se abrieron. Desde la acera contraria Olivia vio a Duncan.

– Bueno -rio-. Por lo menos no le ha dado un ataque al corazón.

Vio como se le caían al suelo las llaves del banco y luego lo vio agacharse a recogerlas y después cerrar las puertas. Llevaba la gabardina al hombro y movía las manos frenéticamente. De su maletín mal cerrado rebosaban papeles y sus apresurados movimientos delataban el pánico que debía estar sintiendo. Olivia observó que había usado dos juegos de llaves y después había desconectado un panel electrónico situado junto a la puerta principal, pulsando una serie de números en lo que supuso era un teclado. Se preguntó si no le temblarían las manos.

– ¡Vaya! -exclamó en voz alta-. El muy hijo de puta sabe activar el sistema de alarma.

Observó cómo Duncan se alejaba del banco, medio corriendo medio tambaleándose en dirección a un pequeño estacionamiento. Ramón la miró con una sonrisa nerviosa.

– ¿Nos vamos?

– Paciencia, Ramón, paciencia. Estamos aprendiendo cosas.

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