John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Los dos Tommys subieron. El niño tropezó una vez pero su abuelo lo sujetó rápidamente evitando que cayera al suelo.

– Bien, bien… -dijo la mujer-. No queremos que el paquete se rompa por el camino.

Dio un fuerte empujón al anciano en la espalda y éste tuvo que esforzarse por no caer. Subieron la segunda escalera.

– De acuerdo. Ahora sigan por el pasillo unos veinte pasos… Muy bien. Esperen a que abra la puerta. Arriba otra vez. Cuidado, es estrecha.

Debe de ser el ático, pensó Tommy.

– Bien -dijo la mujer por fin-. Bienvenidos a su nuevo hogar.

Tommy notó que ella se acercaba a su abuelo y lo dirigía hacia algo. Avanzó hacia ellos.

– Siéntate -dijo la mujer.

Palparon los bordes de una cama y ambos se sentaron.

– Muy bien. Quítense las capuchas.

***

El juez Pearson se llevó la mano a la capucha negra, ansioso por quitársela y respirar libremente. Con ella en la cabeza se había sentido cerca de la muerte, tan vulnerable como un niño recién nacido. Había pensado: Cuando llegue el momento quiero verlo venir. Si pretenden matarme quiero que primero me miren a los ojos. Se levantó parcialmente la capucha y después se detuvo. Lo asaltó un pensamiento aterrador: Si les vemos la cara… Volvió a colocarse la capucha y dijo:

– No necesitamos verles la cara. Así no podremos identificarlos. ¿Por qué no nos las dejamos…?

La mujer lo interrumpió, furiosa.

– ¡Fuera las capuchas! ¡Ahora!

El juez obedeció desviando la mirada.

– No, abuelo, me parece que no lo entiendes -dijo ésta, iracunda.

Se acercó y sujetó la barbilla del juez entre sus dedos índice y pulgar, haciéndole girar la cara de forma que la mirara directamente a los ojos y estuvieran a sólo unos centímetros de distancia el uno del otro. Estaba encorvada hacia el anciano, como una maestra enfadada que se dispone a regañar a un alumno díscolo.

– Mírame -dijo en un susurro que a Tommy le pareció tan violento como un grito-. Recuerda bien esta cara, quiero que memorices cada uno de sus rasgos. ¿Dirías que alguna vez fueron bonitos? ¿Ves las arrugas sobre las cejas? ¿Ves las patas de gallo junto a los ojos? Fíjate en la flaccidez del cuello. ¿Y qué hay del color de los ojos, de la forma de la nariz y la barbilla? ¿Los pómulos? ¿Ves la pequeña cicatriz en la frente, justo donde arranca el cabello?

Se apartó el pelo con brusquedad dejando ver una pequeña línea blanca.

– ¿La ves? Quiero que congeles esta imagen de forma que no la olvides nunca.

Se levantó y miró a los dos Tommys.

– Vamos a tener ocasión de conocernos muy bien antes de que todo esto termine -dijo-. Tienen mucho que aprender. Los dos.

Se inclinó y de sopetón empujó al juez hasta hacerlo caer de espaldas sobre el catre. Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche. Después se enderezó y rio.

– Sobre todo tú, cerdo. Te vamos a reeducar por completo.

Sonrió. Tommy pensó en cómo lo asustaba esa sonrisa.

– Mira a tu alrededor, juez. Calcula las dimensiones de esta habitación. ¿Has estado alguna vez en una de esas celdas a las que enviabas a la gente? ¿Por qué no haces una marca en la pared? Eso hacen los presos para pasar el rato. Después imagínate seis mil quinientas setenta y tres marcas. Son las que yo hice.

Hizo otra pausa dejando que su ira llenase la habitación. Sonrió:

– Pronto les traeré la cena.

Se volvió para salir y después añadió:

– Será mejor que cooperen en todo sin protestar.

– Eso haremos -replicó el juez.

– Sí, señor. Porque, de lo contrario, morirán.

Se volvió y miró a Tommy.

– Los dos.

Después salió y escucharon el ruido de un cerrojo.

El juez Pearson se apresuró a abrazar con fuerza a su nieto, atrayéndolo hacia sí.

– Bueno, parece que estamos en un pequeño lío. No te preocupes, saldremos de ésta.

– ¿Cómo, abuelo?

– Pues… no estoy seguro, pero encontraremos una manera.

– Quiero irme a casa -dijo Tommy luchando por contener las lágrimas-. Quiero irme a casa con mamá y papá.

Empezaba a derrumbarse. Su abuelo le acarició con un dedo las mejillas, por las que empezaban a deslizarse las lágrimas.

– Está bien, Tommy. Llorar suele hacerte sentir mejor -dijo suavemente-. No te preocupes. Estoy aquí, contigo.

Tommy dejó escapar un sollozo, luego otro y hundió la cabeza en la camisa del anciano rompiendo a llorar ruidosamente. El abuelo lo meció atrás y adelante abrazándolo fuerte y susurrando una y otra vez:

– Estoy aquí. Estoy contigo.

El niño se tranquilizó.

– Lo siento, abuelo.

– No pasa nada. Llorar un poco te sienta bien.

– Me siento un poco mejor.

Se apretó más contra su abuelo.

– Voy a ser fuerte, ¿sabes? Seré un soldado, como tú lo fuiste.

– No lo dudo.

– Abuelo, es difícil ser valiente cuando estás asustado. Ha dicho que nos va a matar.

– Lo que quiere es asustarnos.

– A mí me da mucho miedo.

– Claro, a mí también. No sé muy bien lo que pretende, pero creo que quiere que estemos asustados para que hagamos todo lo que nos diga. Si dejamos que nos dé miedo se sentirá más poderosa. Así que no debemos dejar que nos asuste demasiado, de esa forma podremos pensar en un plan.

– Abuelo, ¿nos han secuestrado?

El viejo sonrió y siguió abrazando a su nieto.

– Eso parece -dijo con el tono más despreocupado posible-. ¿Dónde has aprendido esa palabra?

– De un libro que me leyó papá el año pasado. ¿Es una pirata?

El juez intentó recordar qué libro era. Pero sólo se le ocurría La isla del tesoro y su imaginación se llenó de Billy Bones, puntos negros y Long John Silvers.

– Supongo que es una especie de pirata moderna.

Tommy asintió.

– Habla como una.

– Desde luego -el juez abrazó de nuevo al niño.

– ¿Nos va a matar? -preguntó éste.

– No, no. ¿De dónde sacas esa idea? -contestó el juez rápidamente. Demasiado rápidamente, pensó.

Tommy no dijo nada, pero parecía concentrado pensando.

– Creo que quiere matarnos. No sé por qué, pero creo que nos odia.

– No, Tommy. Te equivocas. Sólo da esa impresión porque también ella está asustada. ¿Qué sabes tú de secuestros?

– Bueno, no mucho.

– Pues es algo que va contra la ley, por eso está tan nerviosa.

– ¿Podrías meterla en la cárcel, abuelo?

– Desde luego, Tommy. Encerrarla para que no pueda seguir asustando a niños pequeños.

Tommy sonrió entre lágrimas.

– ¿Va a venir la policía?

– Sospecho que sí.

– ¿Le harán daño?

– Sólo si intenta resistirse.

– Espero que le hagan daño. Como ella a ti.

– Estoy bien.

El juez se llevó la mano a la sien y notó una contusión. Nada grave, pensó.

– Son tres. Dos de ellos hombres.

– Así es, Tommy. Pero puede haber más, aunque no los hayamos oído, así que conviene tener cuidado. Estaremos alerta e intentaremos averiguar cuántos son.

– Si te pega otra vez le pegaré yo a ella.

– No, Tommy. No hagas eso.

Abrazó al niño una vez más.

– No debemos luchar con ella todavía, tenemos que esperar a saber lo que está pasando. Lo importante ahora es hacer todo lo que nos sirva para escapar.

– ¿Y qué está pasando?

– Bueno, en los secuestros normalmente se pide dinero. Seguramente ahora estará llamando a papá y mamá para decirles que estamos bien y que nos dejará libres cuando le den dinero.

– ¿Cuánto?

– No lo sé.

– ¿No podemos pagarle nosotros ahora y marcharnos?

– No, cariño. Las cosas no funcionan así.

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