John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Señaló una cabina de teléfono en la esquina, frente a un modesto y moderno edificio de oficinas. Después hacia una estación de servicio.

– Déjame aquí y cuida del coche mientras hago la llamada.

– ¿Ha sido aquí? -Ramón preguntó con un dejo de nerviosismo en la voz.

– Aquí fue -rio ella-. Exactamente aquí. Y no tiene ni idea de lo que le espera.

Ramón asintió y tragó saliva.

– Llenaré el tanque -dijo-. Es bueno tener siempre el tanque lleno.

– Correcto -replicó Olivia.

En la fría oscuridad salía vaho de su boca, como humo. Miró a Ramón mientras éste sacaba el coche de donde estaba estacionado y lo conducía hacia el surtidor de autoservicio, saludándola con la mano mientras se alejaba.

No tiene huevos, pensó. Cuando actúa es por debilidad. No debo olvidar eso.

Luego apartó ese pensamiento y se concentró en la tarea que le esperaba. Caminó hasta la cabina y metió una moneda en la ranura. Se había aprendido el número de memoria, así que marcó directamente. Eran sólo las cinco de la tarde, pero no estaba segura de que su secretaria siguiera allí. El teléfono sonó dos veces y entonces escuchó la voz que llevaba tantos años esperando oír.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo la voz sin más preámbulos.

La respuesta de Olivia salió de su boca sin que le diera tiempo a pensar siquiera.

– ¿Ah, sí? Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Su corazón saltó de alegría al escuchar el silencio al otro lado de la línea.

¡Lo sabe!, pensó. ¡Lo sabe!

Y en esos escasos segundos, mientras Duncan Richards trataba de asimilar el pánico que lo invadía y sentía el pasado que volvía, fue como si aquellos dieciocho años se evaporaran. Tuvo que hacer esfuerzos por contenerse.

***

En el ático, el juez Pearson escuchó el motor de un coche que arrancaba y después salía por el camino de grava. Van a una cabina, pensó, son demasiado listos para usar su propio teléfono. Se sentó en el borde del jergón, con Tommy junto a él. Después se enderezó.

Una oportunidad, pensó. Quizás.

Se puso de pie con rapidez.

– Bien, Tommy, vamos a intentar algo. Tú métete debajo de la cama y mantén la cabeza agachada, por si pasa cualquier cosa. ¡Ahora, rápido!

Tommy asintió y desapareció bajo la cama. El juez caminó hasta la puerta y la golpeó ruidosamente.

– ¡Eh, eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda!

Esperó a ver si oía algo.

– ¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Vamos! ¡Ayuda!

Esperó un momento y después golpeó la puerta de nuevo. Notó que el cerrojo parecía resistente, pero que el marco temblaba ligeramente cuando golpeaba la puerta. Se dio cuenta de que no era muy sólido. Como la mayoría de las puertas modernas: madera prensada y hueca.

– ¡Eh! ¿Hay alguien?

Esperó y por fin escuchó ruido de pisadas en las escaleras. -¿Qué quieres, viejo?

El Número Dos, pensó Tommy. Se acurrucó más debajo de la cama pero mantuvo la cabeza levantada, de forma que pudiera oír a su abuelo y enterarse de lo que pasaba.

– Escuche. Necesito ir al baño. Tengo mal la próstata… -empezó a decir el juez- y con los nervios me he puesto peor.

– ¿Qué?

– Que tengo que ir al baño.

– ¡Joder!

– Mire, uno de ustedes puede venir conmigo mientras otro vigila al niño, pero por favor…

– No, ahora no se puede.

¡Está solo!, pensó el juez súbitamente excitado. Son sólo tres y los otros dos se fueron con el coche. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza.

– Use el balde.

– ¿Qué balde?

– ¡Mierda! ¿No hay un balde ahí dentro?

– No.

– ¡Mierda!

Bill Lewis miró a su alrededor y vio en una esquina del rellano el balde que había subido esa mañana con intención de dejarlo en la habitación del ático. Mierda, pensó, esto no me gusta, no me fío un pelo de este viejo. ¿Dónde diablos estará Olivia?

Al juez Pearson le latía con fuerza el corazón. Está solo, decidió, los otros se fueron en el coche y lo dejaron aquí. Es inexperto, está asustado e inseguro.

Respiró hondo. Ahora, pensó. Ahora. Si abre la puerta para llevarme al baño o darme el balde, será el momento. Da igual el arma que lleve.

El juez se preparó mentalmente, conminando a sus viejos músculos: Piernas, deben saltar. Brazos: agarren al hombre. Manos: asfíxienlo. Flexionó las piernas, luego se enderezó y por último adoptó la posición de ataque, preparado para que se abriera la puerta.

Bill Lewis permaneció indeciso unos instantes. Ha pasado tanto tiempo, pensó. Y nunca he hecho nada como esto. El corazón pareció encogérsele por la repentina indecisión. Después apartó estos pensamientos y se dijo: Para esto has venido. Vas a ser rico, no la jodas ahora.

Por unos segundos se preguntó si no se estaría mintiendo a sí mismo. Después tragó saliva y empuñó el arma que había agarrado cuando escuchó al viejo llamar. Era una pistola automática pequeña y la comprobó dos veces para asegurarse de que estaba bien cargada. Le quitó el seguro y la colocó en posición automática. Deseó haber tenido más ocasiones de practicar con ella. Con miedo, pasó el dedo por el gatillo.

Apoyó la mano en el cerrojo.

– Por favor, tengo que ir…

El juez Pearson estaba agazapado detrás de la puerta, listo para saltar. Se escuchaba hablar con temor fingido y no reconocía su propia voz. Cerró los ojos una vez y se preparó para abalanzarse sobre quien abriera la puerta.

– De acuerdo -dijo Lewis.

Pero antes de abrir la puerta se detuvo.

– Escucha, viejo -dijo tras pensar unos instantes-. Te lo advierto, voy armado y no estoy dispuesto a que hagas tonterías. Voy a dejar el balde junto a la puerta y luego descorreré el cerrojo. Tú espera a que te dé la orden, entonces abres la puerta y tomas el balde.

Respiró hondo y acercó el balde a la puerta.

– Escucha con atención, abuelo. Te mataré. Te mataré tan rápido que cuando te des cuenta estarás ya camino al infierno. Haces cualquier movimiento raro y estás muerto.

Hizo una pausa para darle tiempo al viejo a que asimilara sus palabras.

– Y aún tendremos al niño.

Esperó, con la mano en el pomo de la puerta.

– Qué me dices, abuelo. Quiero oírte.

– De acuerdo -dijo el juez, sin cambiar de postura.

– Escucha esto -replicó Bill.

Hizo sonar el seguro de la automática, preparándola para disparar.

– ¿Sabes qué es este ruido?

– No…

– Es de una pistola automática lista para disparar.

Hizo otra pausa.

– Es una manera fea de morir: balas y mucha sangre.

– De acuerdo.

El juez dudaba. Notaba como sus músculos perdían tensión y todo eran preguntas: ¿Ahora? ¿Es el momento? ¿Está solo? ¿Podré con él? ¡Lo haré! No, un momento. Mejor esperar. ¡No, ahora es el momento! ¡Adelante!

Era como si dos voces desconocidas gritaran en su interior, cada una intentando convencerlo. Se enderezó. Una tercera voz, la suya propia, que tantas veces había dictado sentencia después de presenciar discusiones, le habló: No. Ahora no. Mejor esperar.

– Con esta arma no puedo fallar el tiro.

– Lo entiendo -dijo el juez. Por un instante sintió el peso de los años, un cansancio triste y abrumador.

Bill Lewis gritó:

– ¿Estás preparado, viejo?

– Sí.

– No te he oído.

– Sí, ¡estoy preparado para que me des el balde!

Mientras el juez hablaba Bill Lewis abrió el cerrojo con la llave y dio un paso atrás. Imaginó que el hombre se habría distraído con los gritos. Levantó el arma a la altura de la cadera y apuntó a la puerta.

– Vamos. Abre la puerta y toma el balde.

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