John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– No lo somos. ¡Mamá, por favor!

Duncan se quedó un momento pensativo.

– Y hay otra cosa, Megan, que no se me había ocurrido hasta ahora. ¿Cómo sabemos que nosotros no estamos también en peligro?

Megan se desplomó en la silla como si la hubieran golpeado.

– ¡No! ¿Crees que lo estamos?

– No lo sé. No sé nada.

Megan asintió. Tragó saliva y se obligó a enderezarse.

– Niñas, quiero que vayan a la cocina y hagan café. Si tienen hambre coman algo. Déjennos a su padre y a mí solos unos minutos mientras discutimos esto y después se lo contaremos -dijo Megan con el tono de su-madre-sabe-lo-que-les-conviene que empleaba siempre que quería poner fin a una discusión.

– ¡Mamá!

– ¡Vamos!

Duncan vio como Karen tiraba de la manga de su hermana. Se volvieron hacia él y asintió con la cabeza. Parecían abatidas y decepcionadas, pero se levantaron y fueron a la cocina sin protestar.

Duncan se volvió hacia Megan.

– Bueno. Entonces, ¿qué les contamos?

Su voz ganó intensidad.

– ¿Empezamos diciéndoles que su padre es un criminal? ¿Que la policía de Lodi, California, estaría encantada de echarme el guante, incluso después de dieciocho años? O tal vez deberíamos empezar contándoles que su padre es un cobarde que dejó a sus compañeros desangrándose en la calle y salió corriendo. ¿Y qué hay de que nos casamos cuando ya estabas embarazada de ellas? Creo que eso les servirá de consuelo. ¿Cómo les decimos que nuestras vidas tal y como las conocen son una mentira, una coartada para algo que ya es historia antigua?

– ¡No lo son! -gritó Megan-. ¡Nuestra vida no es ninguna coartada! ¡Nosotros somos así! ¡Ahora no somos los de entonces! ¡Ninguno lo es!

– Olivia sí.

Megan se quedó cortada.

– Olivia sí -repitió angustiada. Después pareció concentrarse-. ¿Lo es? En realidad no lo sabemos, todavía.

– Bueno -preguntó Duncan-. Entonces, ¿por dónde empezamos? ¿Cómo se lo explicamos?

– No lo sé -contestó Megan-. Por el principio, supongo.

La ira de Duncan desapareció tan rápido como había venido. Dudó un momento y después asintió.

– De acuerdo -replicó-. Se lo contamos y esperemos lo mejor.

Pero en ese instante ambos esperaban lo peor, aunque no podían imaginar hasta qué punto.

***

Olivia Barrow estaba de pie en el estacionamiento, junto al coche del juez, dejando que el frío aire de la noche la abrazara. Sus ojos escrutaban la oscuridad. Cuando se cercioró de que no había nadie, abrió la puerta del sedan y se sentó al volante. Pasó la mano por los asientos de cuero, después arrancó y metió la marcha atrás con un golpe seco.

Condujo rápida pero cuidadosamente por la noche de Greenfield. La ciudad parecía detenida, indecisa; había poca gente en las calles. Incluso las luces de neón que anunciaban comida rápida parecían brillar menos que de costumbre.

En pocos minutos se encontraba ya fuera del centro de la ciudad, atravesando una zona residencial. Miró de reojo las casas simétricas y ordenadas y enseguida volvió los ojos a la carretera mientras se adentraba en la negra campiña.

Giró por una carretera secundaria y después por otra hasta que vio la desviación de su casa y entonces redujo la marcha. Dejó el desvío atrás y tomó un camino rural que se adentraba en el bosque. Redujo más la velocidad, conduciendo el Sedan por el camino boscoso y lleno de baches. Las ramas de árboles y arbustos arañaban los laterales del coche y producían un sonido como el de las chicharras en los días de verano. Pasados unos momentos encontró el lugar que había localizado antes, cuando había inspeccionado el terreno a pie. Cuidando de que el coche no se atascara en el barro, lo estacionó.

Apagó el motor, tomó su bolsa de lona del suelo del asiento del pasajero y comprobó su contenido: una muda, artículos de aseo, un carné falso, cien dólares en metálico, tarjetas de crédito falsas y una Magnum 357. Satisfecha, cerró la bolsa y la volvió a dejar en el mismo sitio. Después salió del coche dejando las llaves puestas. Mi válvula de seguridad, pensó. Por si acaso.

Después emprendió el camino de vuelta entre oscuros árboles y matojos, y pronto estuvo en la granja.

***

Tommy se apresuró a tomar la primera cucharada de sopa y el líquido caliente le hizo olvidar dónde se encontraba. Su cabeza se llenó recuerdos de casa y por un momento se preguntó si sus padres y sus hermanas estarían sentados alrededor de la mesa cenando. Después se dio cuenta de que probablemente eso no sería así, por su abuelo y por él, y entonces se preguntó qué estarían haciendo. Pensó en sus hermanas y deseó que estuvieran allí con él. No serían tan buenos soldados como él y su abuelo, pero seguro que se les ocurrirían juegos con los que pasar el rato. Siempre han jugado conmigo, pensó, incuso cuando los otros niños no querían, o cuando se reían de mí y me decían cosas. Nunca me importó. Recordó una ocasión en que había nevado y permaneció afuera de pie, durante una hora, intentando atrapar un copo de nieve. Los niños del vecindario se reían de mí y dijeron que no podría, pero Karen y Lauren salieron a ayudarme, y pronto todos los niños las imitaron. Y aquel niño que vivía calle arriba y solía darme puñetazos en el hombro hasta que un día Karen le pegó a él y entonces dejó de hacerlo. Este recuerdo lo hizo sonreír. Le dio fuerte, pensó; hasta le sangró la nariz, pero Karen no le pidió perdón. Recordó cuando la noche y la oscuridad le daban miedo y Karen y Lauren se trasladaban con sus bolsas de dormir a su habitación y se acostaban en la alfombra hasta que él se dormía. Entonces se marchaban, pero él se daba cuenta; lo que ocurría era que para entonces se le había pasado el miedo. Miró el sándwich que tenía en la mano. Ellas le habrían puesto lechuga y tomate, y se lo habría servido con papas fritas. Y Lauren me habría dado una galleta de chocolate de la estantería donde las guarda mamá.

Vendrán a buscarme, pensó. Y también mamá y papá. Y papá le pegará a esa mujer que me da tanto miedo y la arrestará y el abuelo la mandará a la cárcel, que es donde debe estar.

Espero que Karen y Lauren se acuerden de traerme galletas.

Paró para beber un poco de leche, que habría sabido mejor con una gota de sirope de chocolate, y dio otro mordisco al sándwich. Mientras masticaba miró a su abuelo, sentado en el borde de la cama con la mirada perdida.

– Abuelo, prueba la sopa. Está buena -dijo.

El juez negó con la cabeza, pero le sonrió.

– Ahora mismo no tengo mucha hambre -contestó.

– Pero tenemos que estar fuertes, los dos, si vamos a luchar.

El juez sonrió de nuevo.

– ¿He dicho yo eso?

– Sí.

Tommy apartó el plato de sopa vacío y se acercó al anciano.

– Por favor, abuelo -dijo con un ligero temblor de voz-. Por favor, come.

Tomó la mano de su abuelo.

– Mamá dice siempre que con el estómago vacío no se puede hacer nada, ni correr, ni nada.

El juez miró al niño y asintió.

– Eso que dices, Tommy, es de lo más sensato.

Tomó el plato de sopa y empezó a comer. Para su sorpresa, estaba buena. Siguió comiendo bajo la mirada vigilante de su nieto.

– Tenías razón, Tommy, ya me siento más fuerte.

El niño rio e hizo ademán de aplaudir.

– Tommy, creo que voy a ponerte al mando. Tú deberías ser el general y yo el soldado. Pareces saber mejor que yo lo que hay que hacer.

El juez Pearson dio un bocado a su sándwich. Demasiada poca mayonesa.

Dios mío, pensó, hace años que no tomaba leche, sopa y un sándwich para cenar. Comida de niños. Me pregunto si piensan que así nos volveremos más sumisos, que podrán tratarme como a un niño.

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