Vio cómo el coche de Duncan salía del estacionamiento y pasaba acelerando delante de ellos.
– Muy bien, Ramón, ahora vamos a seguir al BMW de ese hijo de puta.
– ¿Por qué?
– ¡Tú hazlo!
Ramón arrancó y pronto estuvieron detrás del coche de Duncan.
– ¿Y si te reconoce?
– ¿Qué posibilidades hay? Tendrá suerte si consigue llegar a casa sin atropellar a alguien pero, si eso te tranquiliza, aléjate un poco, lo justo para no perderlo de vista.
– Entendido.
Dejó que Duncan se alejara un poco antes de seguir.
– ¿Por qué hacemos esto? -preguntó-. Sabemos dónde vive, ya hemos estado allí.
– Así es. Sólo quiero asegurarme de que va directo a casa y no al FBI.
– Ya veo. Tenemos que asegurarnos.
– Afirmativo.
Era una lógica que Ramón podía entender. Siguió conduciendo más animado durante varios minutos. Atravesaron el centro de la ciudad hasta llegar a las tranquilas avenidas arboladas de las afueras siguiendo las luces del coche de Duncan.
– Va a girar por East Street.
– Falta media cuadra. Dale un minuto y nos vamos.
Olivia se volvió mientras pasaban por delante de la casa y pudo ver a Megan y a Duncan de pie, en la puerta, petrificados por lo que acababa de sucederles.
– Bien -dijo satisfecha-. Dejémoslos pensar un rato. Que sufran y se preocupen hasta que no puedan más.
Ramón asintió con una sonrisa.
– ¿A casa?
– Primero tengo que recoger el coche del juez y esconderlo en el bosque. Después veremos cómo siguen nuestros huéspedes.
Pensó: esto es como cocinar. Ahora hay que dejar que el plato repose antes de calentarlo.
***
Megan y Duncan entraron tambaleándose en el salón de su casa y se sentaron uno frente al otro, abrumados por una marea de preguntas que les venían a la cabeza pero incapaces de formular ninguna. Tras el golpe inicial de la noticia y un ataque de llanto, los dos se habían quedado callados, en algún lugar al borde del pánico.
Megan intentaba controlarse. No sabía si había transcurrido una hora o tan sólo segundos, pues era como si hubiera perdido toda percepción del tiempo, que súbitamente la envolvía como un torbellino. Se forzó a centrarse: es jueves, es la hora de cenar.
Pero la concentración le duraba poco. Tengo que fijarme algo, se dijo, y recorrió la habitación con la vista deteniéndose en objetos ya familiares, tratando de recordar la historia de cada uno: la cómoda antigua comprada en Hadley y que ella misma había restaurado a mano; los cuencos de la tienda de artesanía de Mystic; la acuarela de barcos en un puerto pintada por una amiga, que había vuelto a dedicarse a la pintura una vez que sus hijos se hicieron mayores. Cada uno de estos objetos le recordaba un momento, un día de su vida. Pero seguía a la deriva, desorientada. Así debe de ser la muerte, pensó.
– No lo entiendo -dijo por fin.
– ¿Qué no entiendes? -preguntó Duncan secamente-. Vale, esto es lo que sé. Pocos minutos después de las cinco de la tarde, después de que habláramos por teléfono, recibí una llamada de Olivia Barrow. Me dijo que había secuestrado a los dos Tommys en el patio del colegio y que tendremos que pagar para recuperarlos.
– Pero… creía que estaba en la cárcel…
– Todo indica que no.
– ¡No seas sarcástico conmigo!
– ¡Es que no sé qué mierda importa eso! ¡Se los ha llevado! Eso es lo único que importa ahora.
Megan se levantó como impulsada por un resorte y corrió por la habitación sin saber lo que hacía, presa de la angustia.
– ¡Es tu culpa! ¡Mi Tommy! ¡Mi padre! ¡Es culpa tuya! Eran tus estúpidos amigos. ¡Yo no quería tener nada que ver con ellos! ¡Cómo pudiste! ¡Hijo de puta!
Intentó dar un puñetazo a Duncan, que retrocedió, sorprendido. El primer golpe falló y Duncan detuvo el segundo con el brazo. Megan se abalanzó sobre él agitando los brazos y sollozando ruidosamente. Duncan la sujetó con firmeza y Megan se desmoronó en sus brazos. La acunó y juntos empezaron a mecerse de atrás hacia delante.
Siguieron unos minutos de silencio, roto únicamente por el crujido de la silla mientras se balanceaban y los sollozos apagados de Megan. Después ésta habló:
– Lo siento, no sé qué me ha pasado. ¡Duncan!
– No pasa nada -susurró él-. Lo entiendo.
Después añadió:
– Éramos diferentes entonces.
Ella lo miró entre lágrimas.
– Duncan, por favor, tienes que ser razonable. Siempre, desde que nos conocimos, has sido sensato, por favor no cambies ahora. Si lo haces no sé cómo podré superar esto.
– Lo seré -respondió él-. Haré todo lo posible.
Se quedaron callados.
– Mi pobre niño… -dijo Megan apretando la mano de Duncan y con la cabeza llena de pensamientos contradictorios. Tragó saliva.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó finalmente en una voz neutra.
– No lo sé.
Ella asintió y continuaron meciéndose.
– Mi niño -dijo-. Mi padre.
– Megan, escúchame. Estarán bien. El juez se las arreglará. Y cuidará de Tommy, lo sabes.
Megan se enderezó y lo miró:
– ¿Tú crees?
– Claro. Al viejo le sobran agallas.
Megan sonrió.
– Desde luego.
Colocó su mejilla junto a la de Duncan.
– Aunque estés mintiendo, lo que dices me tranquiliza.
– Escucha, lo importante es mantener la calma.
– Pero ¿cómo? ¿Cómo vamos a permanecer tranquilos?
– Ojalá lo supiera.
Megan empezó a llorar.otra vez, pero se detuvo bruscamente al escuchar una voz.
– ¿Mamá? ¿Papá? ¿Qué pasa?
Era Karen, de pie en la puerta. Lauren asomaba su cara por encima de su hombro.
– Los oímos llorar y luego discutir. ¿Dónde está Tommy? ¿Y el abuelo? ¿Pasó algo? ¿Están bien?
Las dos muchachas parecían asustadas.
– ¡Dios! Hijas… -empezó Megan.
Duncan vio como palidecían y durante un momento fue incapaz de hablar mientras veía el miedo dibujarse en sus rostros.
– ¿Están heridos? -preguntó Karen, levantando la voz.
– ¿Dónde están? ¿Qué ha pasado? -preguntó otra vez Lauren-. ¿Mamá? ¿Papá?
Las dos niñas rompieron en llanto producto de la confusión y el miedo.
Duncan respiró hondo.
– Vengan aquí, chicas, y siéntense. Están los dos bien, por lo que sabemos.
Las miró entrar en la habitación, sincronizadas como siempre, unidas por un lazo invisible. Podía ver que estaban asustadas, presas de un miedo irracional. Se sentaron en un sofá frente a sus padres.
– No, acérquense más -dijo.
Las gemelas se sentaron entonces en el suelo, a los pies de sus padres. Las dos lloraban quedamente, sin saber en realidad por qué, sólo conscientes de que algo terrible había trastocado el equilibrio familiar.
Duncan fue directo al grano:
– Han secuestrado a Tommy y al abuelo -dijo.
Las niñas enrojecieron, los ojos abiertos como platos.
– ¿Los secuestraron? ¿Quién?
No sabía cómo contestar a esta pregunta y dejó que el silencio llenara la habitación. Vio que las lágrimas de las niñas eran sustituidas por una expresión que no era tristeza ni miedo. No lograba descifrarla, y eso lo preocupó. Levantó la mano:
– Un momento.
Sintió la mano de Megan en la rodilla. Se volvió y vio que su rostro reflejaba una preocupación nueva.
– Tenemos que contárselo -dijo Duncan-. Ellas forman parte de esto. Aún somos una familia y estamos juntos en esto. Tienen que saber la verdad.
– ¿Pero qué verdad? ¿Y hasta dónde les contamos?
Duncan negó con la cabeza:
– No lo sé.
– Duncan, ¡todavía son niñas!
Megan se inclinó y abrazó a las gemelas. Éstas se zafaron del abrazo.
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