John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Y por qué no se llevó a Karen y a Lauren en lugar de a nosotros?

– Supongo que se imaginó cuánto te quieren mamá y papá y decidió que estarían dispuestos a pagar mucho dinero para tenerte otra vez en casa.

– ¿Y qué pasa si no tienen suficiente?

– No te preocupes por eso, tu padre puede ir al banco a sacar más.

El niño pareció estar pensando en algo y el juez esperó su siguiente pregunta.

– Abuelo, todavía estoy asustado, pero también tengo hambre. Hoy había pastel de queso en la cafetería y no me gusta mucho.

– Ahora nos traerán la cena. Sólo tienes que aguantar un poco.

– Bueno, pero no me va a gustar. Mamá habría hecho hoy estofado, y me gusta mucho. -El juez sintió deseos de llorar. Miró a su nieto y le pasó una mano por los cabellos revueltos, después tomó su cara entre las manos. Vio las líneas azules de sus manos viejas y venosas y las manchas oscuras de su piel contra la joven y pálida del niño. Tomó aire, estrechó al pequeño contra su cuerpo y pensó: No te preocupes, Tommy. No dejaré que te hagan nada. Le sonrió y el niño le devolvió la sonrisa. No saben que tienes toda la vida por delante y no permitiré que te la roben.

– Muy bien, Tommy, seremos soldados.

El niño asintió.

El viejo echó un vistazo a la habitación. Era un ático polvoriento y sin ventanas, de techo bajo y amueblado sólo con dos camas plegables. Era poco más grande que una celda, como había dicho la mujer, e igual de desolador. El techo inclinado le daba forma triangular. Sobre una de las camas había mantas apiladas, pero en la habitación no hacía frío. Caminó hasta la única puerta. Le habían puesto un cerrojo moderno. Durante esta breve inspección de la estancia no vio nada más. Pero eso no quiere decir nada, pensó, una habitación como ésta siempre tiene algún secreto. Encontrarlo sólo es cuestión de tiempo.

Miró los catres y la pila de mantas color verde y recordó dónde las había visto antes. Fue en otra vida, pensó. Se recordó vadeando agua tibia que parecía sangre y masticando arena cuando por fin consiguió arrastrarse hasta la playa, demasiado aterrorizado para pensar en la muerte que lo rodeaba por todas partes. Entonces era joven, pensó, casi un niño, y tuve que hacer once desembarcos bajo fuego enemigo. Recordó la voz histérica de un sargento:

– ¡Si mueren marines en este combate entonces es que merece la pena seguir luchando!

En ese momento no entendió a qué se refería hasta que se encontró combatiendo en una playa desolada del Pacífico. Los nombres se agolpaban en su cabeza: Guadalcanal, Tarawa, Okinawa. Recordó como, cada vez que saltaba al cabeceante e inestable lanchón de desembarco, pensaba que aquélla sería su última batalla. Todas las veces pensó que iba a morir, que volvería a casa en un ataúd y recordó su sorpresa al comprobar que había sobrevivido a la guerra. Bueno, pensó. No combatí en el Pacífico siendo casi un niño para morir ahora como un pobre animal en el matadero ahora que soy viejo.

Asió a Tommy por los hombros.

– Muy bien, Tommy. Vamos a trazar un plan.

El niño asintió con la cabeza.

El juez pensó: No se parece mucho a un campo de batalla pero, si llegara el momento, es un lugar para morir tan bueno como cualquier otro.

***

Olivia Barrow cerró la puerta tras sí y corrió el cerrojo automático. El sonido seco le hizo recordar todo el odio de los años pasados y concentrarlo en aquella habitación. Hizo un esfuerzo por calmarse: Esto es sólo el principio, la partida no ha hecho más que empezar.

Estaba exultante. Está funcionando, se dijo. La planificación, los esfuerzos están dando resultado. Llevo esperando esto dieciocho años y ahora que por fin ha llegado, me encanta.

Bajó ligera las escaleras y se encontró a Bill Lewis en la cocina, preparando sándwiches.

– ¿Crees que querrán mayonesa o mostaza? -preguntó.

Sus miradas se encontraron y rompieron en carcajadas. Todavía riendo, Bill volvió a los sándwiches.

– Les haré también un poco de sopa -dijo-. Es importante que piensen que los tratamos bien. Que se den cuenta de que estamos al mando.

Olivia se le acercó por detrás y apretó su cuerpo contra el suyo.

– Estamos al mando -susurró.

Bill dejó lo que estaba haciendo y se volvió.

– No -dijo ella-. Luego.

Con un dedo le acarició el pecho, después la hebilla del pantalón y por último la cremallera. Él dio un paso adelante pero ella levantó el brazo.

– Hay mucho que hacer.

– No puedo evitarlo -dijo él-. Han sido muchos años.

Lo hizo callar con una mirada seca.

– ¿Dónde está Ramón? -preguntó.

– Fue a inspeccionar la calle, para asegurarse de que no nos siguieron.

– Bien. Voy a hacer la llamada, puede llevarme en el coche.

– ¿Y qué hay de nuestros invitados?

– Te encargas tú.

– Bien -dijo Bill-. Nos vemos en una hora más o menos. -No creo que tardemos tanto.

Dejó a Bill Lewis, a quien ya no llamaba Che, en la cocina abriendo una lata de sopa de tomate. Tomó una pequeña bolsa de lona que había preparado previamente y salió al aire frío de la noche. Escudriñó la oscuridad buscando a Ramón Gutiérrez. Podía oír sus pasos acercándose por el camino de grava, así que lo esperó. Era un hombre musculoso de pequeña estatura con espeso bigote negro brillante y cabello rizado. Todo en él es grasiento, hasta sus movimientos son grasientos, pensó. Lo había reclutado Bill, quien durante un tiempo fue su amante, cuando ambos trabajaban en la clandestinidad. Ramón había participado en el movimiento nacionalista de Puerto Rico, pero lo habían expulsado de la organización a raíz de un incidente con la hija de uno de los líderes independentistas. Era un nombre nervioso, con un pasado criminal a sus espaldas y convicto en más de una ocasión a causa de sus violentas inclinaciones sexuales. En una ocasión cumplió condena por violar a una anciana. Una niña, una anciana, una aventura con otro hombre… eran debilidades que le daban valor a los ojos de Olivia. Ésta sabía que mientras controlara sus inclinaciones eróticas podía manipularlo a su antojo. Me desea, pensó. Y Bill también. Los dos son míos.

– Ramón -ordenó bruscamente-. Toma las llaves. Tenemos que hacer la llamada y llevarnos el coche del viejo cerdo antes de que alguien lo vea.

Ramón sonrió.

– Veo que lo tienes todo pensado -dijo.

– Así es -replicó ella-, llevo años planeándolo.

Ya en el coche Ramón dijo:

– No me gustó tener que pegarle al viejo, pero no pude contenerme. Me vinieron a la cabeza todos los hermanos y hermanas que ha metido en la cárcel y le pegué. No estaría bien hacerle daño, lo necesitamos.

– Hiciste bien. Pero recuerda que debes controlarte siempre; estas cosas se estropean siempre por falta de control. Todo está planeado al detalle. Nosotros lo sabemos, pero ellos no. Por eso tenemos la sartén por el mango. Debemos atraparlos siempre desprevenidos, tanto a nuestros huéspedes como a nuestros objetivos.

Permanecieron en silencio durante unos instantes. Había más coches circulando por la carretera, sus faros atravesando la oscuridad del atardecer. Van camino a casa, pensó Olivia. Una buena cena y después un poco de televisión. Tal vez alguno se tome una cerveza viendo el partido o una telecomedia. Después quizás un poco de sexo aburrido bajo las sábanas antes de dormir. Son tan complacientes, tan vulgares. No saben quién está aquí, entre ellos.

– Haces que parezca fácil -dijo Ramón con admiración.

– Es que lo ha sido, hasta ahora. Y, ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– Que cada vez lo será más. De hecho, ya lo es.

Estaban entrando en la calle principal del pueblo. Pasaron delante de la oficina de correos y la estación de policía, el hotel College Inn y algunos restaurantes. Olivia reparó en grupos de estudiantes dirigiéndose hacia los puestos de pizza y cafeterías, en hombres y mujeres de negocios con gabardinas y maletines camino a los estacionamientos. Era todo tan provinciano, tan inocuo.

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