John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Vio cómo a Duncan le cambiaba la cara al verla. Cara de esperanza.

El semáforo se abrió y Megan volvió de un salto al asiento del conductor. Llegó hasta la intersección y se detuvo en una parada de autobús en la acera contraria. Un segundo después Duncan había abierto la puerta y estaba sentado a su lado.

– ¿Dónde están? -preguntó Megan-. ¿Los demás?

– Tú arranca, por favor. Están muertos, creo. O los ha atrapado la policía. Tú arranca.

Megan se incorporó al tráfico. Al cabo de unos segundos divisó la carretera que salía de la ciudad.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó mientras tomaba la autopista. No prestaba atención a la dirección; daba igual; sabía adónde iban.

– Salió mal. Desde el primer minuto. Dijo que los guardias tirarían el arma, pero no lo hicieron, empezaron a disparar y saltaron todas las alarmas y todo pasó tan rápido que no supe qué hacer.

Se levantó la camisa y mostró la pistola del 45.

– Podría haberles ayudado. Podría haberlo hecho.

– Chis -lo tranquilizó Megan-. Está bien. No podías hacer nada. Deberíamos haberlo sabido, eso es todo. Deberíamos haberlo sabido.

No necesitaba aleccionarlo, recordarle que ahora debía pensar en la nueva vida que crecía en su vientre. Sabía que probablemente él era tan consciente como ella, aunque no supiera expresarlo aún con palabras. Por el rabillo del ojo lo vio reclinarse en el asiento y cerrar los ojos.

– Seguramente nos van a atrapar. No hagas nada, obedéceles en todo. No nos resistiremos lo más mínimo, así será más fácil. Diré que tú no has tenido nada que ver y me creerán. Tu padre te conseguirá un buen abogado y tú y el bebé estarán bien. No quiero que te pase nada… -Rio sin ganas, una risa amarga que revelaba su desesperación.- Yo tampoco quiero morir, supongo. -Hizo una pausa.- Supongo que podría haberlos sacado de allí. No hice lo que se suponía que debía hacer. Fui un cobarde.

Megan le contestó airada:

– El plan estaba condenado a fracasar, era una locura. Nos convenció esa zorra de Tania. Tú hiciste lo que era bueno para mí y para el bebé. Escapar.

– ¿Tú crees? Me parece que no he ayudado a nadie con mi comportamiento.

Se reclinó y cerró los ojos queriendo apartar los pensamientos que bullían en su cabeza.

Un segundo después los abrió y miró alrededor, dándose cuenta por primera vez de dónde se encontraba.

– ¿Dónde estamos? -preguntó.

– En casa -contestó Megan.

Lo vio asentir. Aquellas dos palabras, en casa, la llenaban de una fuerza hasta entonces desconocida. Dirigió sus pensamientos hacia el interior de su vientre. No te preocupes, bebé, todo saldrá bien. Nos vamos a casa.

Cerró los dientes con determinación.

Condujeron hacia el este en silencio, dejando que la creciente oscuridad los engullera y ocultara.

PARTE 3. Martes por la noche

Se preguntaba por qué no le habían pegado.

Lo último que había visto antes de que le pusieran la capucha había sido a un hombre apuntando con una pistola a la sien de su abuelo, también encapuchado. Mientras permanecía tumbado en el suelo del coche oía la respiración corta pero regular de su abuelo. Eso lo reconfortaba y le recordaba cuando era más pequeño y pasaba horas en los brazos del anciano, que se quedaba dormido mientras le leía un cuento.

No quería moverse, cambiar de postura, pero empezaba a sentir calambres en las piernas y no estaba seguro de poder soportar el dolor. Trató de calcular cuánto tiempo llevaban en el coche. Sólo unos minutos, seguramente, pero el miedo altera la percepción del tiempo, así que no podía estar seguro. Oía el motor del coche, el sonido de los neumáticos en la carretera y notaba cada uno de los baches. Nadie hablaba, ignoraba cuántas personas iban en el coche con él y su abuelo. Sólo sabía que tenía motivos para estar asustado y permaneció quieto. Finalmente alguien se rio. Fue una carcajada corta, más de alivio que de alegría.

– Bueno -dijo la voz-. Ha sido más fácil de lo que pensaba.

Era una voz de hombre, pensó Tommy. Voz Número Uno.

– Sabía que sería fácil. Coser y cantar.

Otra voz de hombre. La Número Dos.

– Los mejores secuestros son los que toman a la víctima por sorpresa. Es más divertido asaltar a alguien que no lo espera. Los que no saben que son objetivo de secuestradores se quedan tan sorprendidos que son incapaces de pensar. Estos dos eran perfectos -dijo la voz Número Uno.

– Vamos. ¿Alguna vez has secuestrado a alguien que sabía que era un objetivo? -preguntó la voz Número Dos.

– No, pero una vez planeé…

– Cállate.

Tommy sintió un escalofrío al escuchar una voz femenina. Le daba miedo.

– Mantén la boca cerrada hasta que lleguemos -continuó la mujer-. ¡Joder! Sólo te ha faltado darles tu tarjeta. No seas estúpido.

– Perdón -contestó la voz Número Uno.

– Aún no estamos en territorio seguro -continuó la mujer. A continuación se rio. A Tommy no le gustaba aquella risa; lo hacía sentir mareado y por primera vez tuvo ganas de llorar. No pudo contener las lágrimas, sobre todo cuando pensó en su madre y su padre. Quiero irme a casa, pensó. Sentía cómo le temblaban los labios.

– Aún no, pero falta poco, joder.

Las voces Número Uno y Número Dos rompieron a reír y Tommy notaba cómo empezaban a relajarse. El coche seguía avanzando y ocasionalmente seguía percibiendo baches. Permanecieron en silencio durante varios minutos. Entonces escuchó a la mujer:

– Ya estamos.

El coche tomó una curva y avanzó por un sendero de grava. Podía oír el crujido de las ruedas contra las piedras. Contó despacio hasta treinta y cinco y pensó: debe de ser un camino de entrada a una casa, uno largo, como el de nuestra casa. Cuando el coche se detuvo buscó en la oscuridad la mano de su abuelo y una vez que la encontró la agarró con fuerza. Sintió una inmensa alegría al notar que éste le devolvía el apretón y tuvo que hacer esfuerzos para no echarse a llorar.

– Bien -dijo la mujer-. Salgan despacio.

Su abuelo le apretó fuerte la mano y después lo soltó. Tommy comprendió y esperó.

Escuchó cómo se abrían las puertas del coche. En pocos segundos otras manos lo agarraban y lo empujaban fuera del coche. Se le había dormido una pierna y la sacudió una vez que estuvo de pie. La capucha hacía que pareciera de noche y confiaba en que se la quitaran pronto. Escuchó gemir de nuevo a su abuelo y luego el sonido de pies arrastrándose mientras lo ayudaban a salir del coche. Notaba su presencia junto a él. De nuevo buscó su mano y cuando la encontró sintió otra vez la fuerza del anciano. Se apretó contra su costado y él le pasó el brazo por los hombros.

– No pasa nada, Tommy. Estoy aquí. Tú haz lo que te digan. No dejaré que te hagan daño.

– Bonito discurso -escuchó decir a la mujer-. Caminen despacio. Tú, abuelo, sujeta al niño. Yo los guiaré desde detrás, ¿preparados? A ver, caminen diez pasos y llegarán a unas escaleras.

Tommy echó a andar aún agarrado a su abuelo. Notó la grava crujir bajos sus pies y después algo que parecía un sendero. Se detuvo cuando lo hizo su abuelo.

– Muy bien -dijo la mujer-. Y ahora tres escalones, después viene un porche y un escalón más para entrar.

Ambos obedecieron. Tommy pensó que aquello se parecía un poco al juego de poner la cola al burro con los ojos tapados al que había jugado una vez en la fiesta de cumpleaños de un vecino. Recordaba cómo le habían hecho dar vueltas y vueltas, para después guiarlo a la posición correcta.

– Bien. Ahora vuélvase hacia la derecha, juez. Extienda la mano y encontrará una barandilla… bien. Subamos. Una vez arriba iremos hacia la izquierda; hay un rellano y después otro tramo corto de escaleras.

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