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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Dentro del banco, Sundiata apuntó con su arma a los cajeros, buscando con la mirada al guardia de seguridad. Todo era ruido y confusión. En uno de los mostradores Emily sacó una pistola de debajo de su abrigo. Se le enganchó en el bolsillo y estuvo a punto de caer al suelo. Empezó a gritar:

– ¡Todo el mundo quieto! ¡Que nadie se mueva!

También ella buscaba al guardia de seguridad. Por su parte, Bill, agitando el arma ante los empleados del banco, gritaba:

– ¡No quiero ni un solo movimiento!

Nadie les obedecía, la gente corría en todas direcciones y se escondía detrás de mesas, sillas, mostradores, lo que encontraba. Algunos se agazapaban en los rincones. La pequeña sucursal era un auténtico caos.

El guardia de seguridad del banco había aprovechado los primeros segundos de confusión para esconderse debajo de una mesa. Desenfundó su arma y, tras inspirar profundamente, se levantó, cubriéndose con la mesa y empuñando la pistola con ambas manos. Cuando estuvo a unos tres metros disparó cuatro veces a Sundiata, que giró como un trompo y seguidamente se desplomó en el suelo.

La gente del interior del banco comenzó a chillar y sus gritos se mezclaron con el estruendo de las alarmas, que saltaban en ese momento. Para los miembros de la brigada que estaban adentro, aquel rugido que les impedía pensar con claridad significaba que su plan había fracasado.

Emily, la boca abierta de par en par, tenía los ojos fijos en el cuerpo de Sundiata, que había caído literalmente a sus pies. De pronto recordó que el vigilante era responsabilidad suya, así que se giró hacia donde estaba éste y disparó su arma. El retroceso la impulsó de espaldas y la bala atravesó los vidrios pasando por encima del vigilante, agazapado bajo la mesa. Éste tenía que sacar balas de recarga de su cartuchera. Siempre había pensado que las llevaba como objeto decorativo más que nada, y sus dedos se movían con torpeza. Al escuchar un ruido a escasos metros, levantó la vista. Una mujer alta y atractiva le apuntaba con una escopeta del 45. Estaba lívida.

– Cerdo -dijo. Y disparó. La bala estalló en la mesa, cerca de su cabeza, rozándole la oreja y llenándole la cara de esquirlas de madera. Cayó de espaldas, ensordecido por el ruido del disparo.

Olivia gritó algo incomprensible, apuntó de nuevo y apretó el gatillo.

El arma se engatilló.

Intentó frenéticamente apretar el gatillo mientras profería gemidos. Mientras, el vigilante recargó su revólver, encajó el cargador con un chasquido y lo dirigió hacia Olivia. Apuntó con cuidado, todavía asombrado de estar con vida, de poder defenderse.

No vio a Emily cruzar el vestíbulo, levantar su escopeta y, sin apuntar siquiera, hacer un segundo disparo, que le dio en la cabeza y en los hombros, haciéndolo caer de lado sobre la mesa, donde permaneció, retorcido y roto, muerto al instante.

Olivia tiró su pistola y tomó la del vigilante. Se volvió hacia Emily mientras pensaba: Así no. Esto no era lo que habíamos planeado.

***

Al otro lado de la calle, Duncan estaba paralizado por el miedo.

Había visto a Kwanzi doblar la esquina de la entrada del banco exactamente según lo planeado y había puesto el motor en marcha. Pero no había avanzado más que unos pocos metros cuando el estruendo del primer disparo había roto la normalidad de la calurosa tarde. Había pisado los frenos, que chirriaron, mientras veía al joven guardia del furgón blindado disparar y tirarse al suelo. No podía ver el interior del banco; el resplandor de la calle pareció intensificarse de pronto, haciendo imposible distinguir nada. Se volvió y vio a Kwanzi caer de espaldas por el disparo, contra un muro de color rojizo. Después vio cómo se deslizaba hasta quedar sentado, dejando una gran mancha de sangre en la pared.

Duncan trató de proferir algún sonido, pero no pudo. Miró hacia otro lado y vio una de las ventanas del banco estallar y hacerse añicos. Del interior salían ruidos de disparos que parecían que iban a alcanzarlo.

Por un momento asió su arma, olvidándose de pensar o de seguir cualquier instrucción. Abrió la puerta de la furgoneta y de dispuso a bajar.

Entonces saltó la alarma del banco.

Se detuvo, como paralizado por aquel sonido horrible. Después escuchó la primera sirena, luego otra, y otra más, primero lejos pero acercándose.

Dios, pensó, la policía. Vienen hacia aquí. Están llegando.

Pensó en Olivia y los otros dentro del banco y los imaginó muertos, víctimas de los disparos. Pensó en Megan, esperando a unas cuadras de distancia. Está sola, pensó. Sola.

Se detuvo con medio cuerpo fuera de la furgoneta, el arma aún en su mano derecha, sobre el volante.

No sabía qué hacer.

***

Olivia gritó:

– ¡Nos vamos! ¡Ahora! ¡Se acabó!

Escuchó las sirenas cada vez más cerca y cruzó la entrada de un solo salto. Emily estaba quieta, paralizada, mirando el cuerpo del vigilante muerto. Olivia entonces la agarró del brazo:

– Nos vamos -dijo-. ¡Ya!

– ¿Dónde está Bill?

Olivia no tenía ni idea.

– ¡Está saliendo! ¡Vámonos ya!

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Emily-. No entiendo.

– No hay nada que entender -dijo Olivia-. Se acabó.

Arrastró a Emily un par de metros, dirigiéndola hacia la salida, hasta que el instinto de conservación de la mujer la hizo reaccionar y comenzó a correr a su lado. Ambas podían oír las sirenas de la policía cada vez más cerca.

Cruzaron rápidamente las primeras puertas y Emily miró hacia el cuerpo de guardia mayor y se detuvo bruscamente.

– ¡Dios mío!

Se llevó la mano a la cara.

– ¡No te pares! ¡No te pares! -bramó Olivia agarrándola otra vez del brazo-. ¡Tenemos que seguir! ¡Vamos, vamos!

Hizo saltar a Emily por encima del cadáver y la empujó a la calle. Emily cayó en la acera y vio el cuerpo de Kwanzi.

– ¡No! -gimió-. ¡Él no!

– ¡Basta! -gritó Olivia-. ¡No mires! ¡Tenemos que escapar!

Con gran esfuerzo levantó a Emily del suelo. Sentía tensarse todos los músculos de su cuerpo, como si alguien le estrujara las entrañas. Tenemos que escapar, pensó. Así podremos empezar de nuevo.

– Vamos, hay que irse. Todo saldrá bien.

Olivia arrastró a Emily calle bajo. Vio la furgoneta a una cuadra y media de allí, con Duncan parado, un pie adentro y otro afuera. Sus ojos se encontraron durante un instante. ¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¡Tendrías que estar aquí!, gritó Olivia mentalmente. ¡Vamos, Duncan, sálvanos!

Agitó el brazo para llamar la atención de Duncan, pero entonces Emily tropezó y Olivia tuvo que sujetarla con ambas manos para evitar que se cayera.

Volvió a levantar la vista en dirección a Duncan. ¡Ven aquí!, gritó para sí.

Cabrón miedoso, pensó. ¡Cobarde! Sólo pronunciar esta palabra la llenaba de furia.

Levantó de nuevo a Emily y dijo:

– Tenemos que correr. Vamos. Podemos hacerlo. Podemos escapar. No está lejos.

Acababa de empezar a tirar de Emily en dirección a Duncan cuando el primer coche patrulla dobló la calle a gran velocidad, haciendo chirriar sus cuatro ruedas y deteniéndose bruscamente a escasos metros de donde se encontraban. Olivia levantó el arma que le había sacado al vigilante muerto y disparó hacia un agente de policía cuando éste salía del coche para ponerse a cubierto. Entonces apareció un segundo coche patrulla, que frenó hasta bloquearle el camino hacia Duncan y la furgoneta. Después llegaron un tercer vehículo y un cuarto. Olivia se volvió hacia el banco mientras seguía sujetando a Emily.

– ¡Vamos! -le gritó a su amante-. ¡Si conseguimos entrar podemos tomar rehenes!

Fue entonces cuando vio al guardia joven herido. Se había acurrucado delante del furgón blindado dejando un rastro de sangre tras él. Le disparó a la cara, pero él se agachó y la bala se estrelló contra el faro del coche haciéndolo estallar. El guardia les apuntaba con su arma.

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