John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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El hombre mayor señaló hacia un despacho:

– Es aquí. Oye, chico, ¿alguna vez has visto juntos -consultó el recibo- veintinueve mil novecientos noventa y tres dólares y treinta y siete centavos?

– No, señor.

– Bueno, pues vas a hacerlo ahora mismo. Y no empieces a ponerte nervioso otra vez, porque esto no es nada. Espera a que tengamos que llevar un millón.

Sonrió al joven y abrió la puerta de la oficina del supervisor. Entraron.

Una joven secretaria sonrió al guardia de mayor edad.

– Fred Howard, cinco minutos tarde, como de costumbre. ¿Qué tal estamos hoy?

– Estupendamente, Martha. Como siempre, pendiente del reloj, ¿no?

La secretaria rio y preguntó:

– ¿Dónde está hoy el señor Williams?

– Está con gripe, el muy soso.

– ¿Y no me vas a presentar a tu nuevo compañero?

El hombre mayor rio.

– ¡Pues claro! Martha, éste es Bobby Miller. Bobby, te presento a Martha Matthews.

Los dos jóvenes se estrecharon la mano y el muchacho farfulló un «hola».

– Tendrás que mejorar eso, si pretendes pedirle una cita a esta chica algún día.

Ambos jóvenes se sonrojaron.

– ¡Fred! -exclamó ella-. ¡Eres un viejo chocho incorregible!

Fred rio:

– No sé a qué te refieres.

La muchacha se volvió hacia el hombre más joven.

– No le hagas caso. No es más que un abuelo. ¡¡Deberían haberlo jubilado hace cien años!!

El hombre mayor rio, encantado de que le tomaran el pelo.

– ¿Éste va a ser tu nuevo destino? -le preguntó la chica al joven.

– Creo que sí -asintió-. Al menos hasta que me incorpore al cuerpo.

– Va a ser un poli de verdad, Martha. Y uno bueno, estoy seguro.

– Bueno -dijo la chica sonriendo-. Eso está bien, muy bien. Pues yo estoy siempre aquí, así que nos veremos la próxima vez que vengas.

El guardia de mayor edad silbó antes de que ninguno de los jóvenes pudiera hablar y la secretaria se volvió hacia él.

– Bueno, Fred, ya sabes dónde está el dinero. Fírmame aquí, viejo moscardón, y sal antes de que cierre el banco.

Sonrió al hombre, que garabateó su nombre en algunos documentos.

***

Ya en el furgón, mientras se dirigían hacia el banco, en Sunset Street, Fred dijo:

– Creo que le has gustado. ¿Tienes novia?

– No, señor. ¿De verdad cree que le he gustado?

– Desde luego.

El joven rio:

– Bueno, puede ser. Tal vez la invite a salir.

– Es una buena chica -dijo Fred-. Empezó de mecanógrafa en el almacén y enseguida la ascendieron a secretaria del supervisor. Tiene una cabeza bien amueblada.

– Eso no es todo lo que tiene -dijo el joven.

Los dos hombres rieron. Tras un instante de silencio, el mayor preguntó:

– Entonces dime, cuando estuviste en Vietnam, ¿la cosa se puso fea?

– Un par de veces, durante los fuegos cruzados; estaba oscuro y disparabas a ciegas, sin saber si estabas dando en algún blanco. Pero conseguía asustarlos. -Sonrió.- No estuvo tan mal, en realidad.

– Corea fue una mierda. Por lo menos ustedes no se congelaron de frío. Pero cuando más miedo he pasado yo fue durante una persecución a unos tipos que habían atracado una licorería. Conducían un Corvette y yo mi coche patrulla. En las rectas podía alcanzarlos, pero cada vez que llegábamos a una curva, reducían la marcha y salían disparados. Pensé que me iba a matar, con la velocidad a la que iba, así que casi fue un alivio cuando se salieron de la carretera y los de la policía estatal y yo empezamos a dispararles. Las balas volaban por todas partes, pero al menos tenía los pies en el suelo, si sabes a qué me refiero.

El joven asintió y ambos rieron.

– Gajes del oficio.

Detuvo el furgón delante del banco.

– Bueno, ya estamos. Yo agarro el rifle.

– Si no le importa, señor Howard, prefiero llevarlo yo.

– ¿Pasa algo?

– Bueno, es que nunca he llevado tanto dinero encima y me pone nervioso. Creo que prefiero llevar el rifle.

El hombre mayor rio:

– Como quieras. Pero recuerda, chico, la próxima vez no te libras de llevar las bolsas.

El más joven asintió, sonrió e hizo girar el cargador del revólver; a continuación desató la correa de la funda.

– Yo normalmente no me molesto en hacer eso -dijo el hombre mayor-. Todo lo que tenemos que hacer es tomar las sacas, ponerlas en el carrito, llevarlas a los sótanos del banco, firmar un recibo y hemos terminado.

– Pues vaya, señor Howard, en el cursillo de formación fueron muy específicos con los detalles.

– Te diré una cosa, hijo. Esta vez, porque estás tú, lo haremos todo según el reglamento. Luego verás que esto es coser y cantar. El guardia que está adentro es Ted Andrews, un antiguo policía de San Francisco al que dispararon en una pierna hace diez años. No sé cuál es tu opinión de los negros, pero él es un viejo amigo, así que sé educado.

– Sí, señor.

– A veces cuenta cosas. Podrás aprender mucho sobre lo que hace falta para ser un policía.

– Sí, señor.

El hombre mayor desató la correa de la funda de su revólver.

– Vamos allá -sonrió-. Todo según el reglamento.

Esperó un instante, inspeccionando primero la calle a través del parabrisas del furgón y después girando el espejo retrovisor para ver si había alguien detrás.

– Por la derecha despejado.

– Por la izquierda despejado.

– Voy a salir. Cúbreme.

– Bien.

– El hombre mayor bajó del furgón y lo rodeó hasta el asiento del copiloto.

– Vía libre por aquí. Te cubro.

– Salgo.

– El hombre más joven salió del furgón empuñando el rifle.

– Voy atrás.

– Lo cubro. Veo al guardia del banco que viene hacia aquí.

– Puertas abiertas. Tengo el dinero. Vamos con el carrito.

– Lo sigo cubriendo. Adelante, señor.

– Vamos allá, hijo.

Entraron al banco por la primera puerta, el hombre mayor revólver en mano, y el más joven empujando un carrito de mano con tres sacas de dinero. El mayor levantó la vista para saludar a su amigo el guardia, cuando vio a un hombre negro menudo dentro del banco caminando hacia aquél. No pensó, no calculó, se limitó a seguir su instinto, agarrar su arma y gritar:

– ¡Posible peligro a la vista!

El guardia joven se volvió con rapidez y vio a un segundo hombre negro salir de detrás de la esquina del banco y detenerse mirando hacia él a unos seis metros de distancia. Parecía disponerse a sacar algo.

¿Es esto real?, se preguntó el joven guardia de repente. Pero se oyó a sí mismo gritar:

– ¡Alerta! ¡Tú, detente!

El hombre negro de la calle ignoró la orden. El joven guardia lo vio sacar un arma de su gabardina y apuntarle.

Esto no tenía que pasar, pensó. Después gritó:

– ¡Está armado!

Mientras, disparos de bala cortaban el aire. Disparó mientras se acuclillaba detrás del furgón, pero no lo suficientemente rápido como para evitar la bala de Kwanzi, que lo alcanzó en el muslo. Gritó:

– ¡Me han dado! ¡Me han dado! ¡Una ambulancia! ¡Dios mío! ¡Señor Howard, ayuda! ¡Una ambulancia!

El guardia mayor no se volvió; en su lugar, intentó entrar en el banco con el carrito del dinero. Cuando vio la pistola del hombre negro que tenía enfrente sacó su arma. Pudo hacer fuego una vez antes de oír ruido de disparos, después sintió como si le golpearan con fuerza en el pecho y cayó de espaldas atravesando la puerta de vidrio, que se hizo añicos. Intuía que algo grave estaba pasando y no entendía por qué le costaba tanto trabajo respirar. No conseguía relacionar ese hecho con la gran mancha de sangre que se extendía sobre su pecho.

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